La cara más amarga y oculta de suero del supersoldado
Analizar el racismo resulta complicado, casi estúpido, pues no es posible encontrar una razón que avale un comportamiento tan deplorable. Considerar a otro ser humano de peor condición, o directamente peligroso, delincuente, o menos que humano por el mero hecho de tener una piel distinta, jamás ha encontrado justificación alguna.
Sin embargo, no podemos negar que sigue siendo un problema muy grave que nos afecta enormemente como sociedad y al que todos contribuimos, aunque sea en una medida muy pequeña, a lo largo de nuestras vidas.
A pesar de ello, el caso de Estados Unidos es especialmente sangrante. Siendo una nación construida sobre los hombros de esclavos negros, renunciando a la esclavitud únicamente por motivos económicos y no sociales en un momento histórico en el que el resto de Europa ya no toleraba ese tipo de comportamientos, el racismo es casi una parte indisoluble o inherente a la idiosincrasia del estadounidense medio.
Ni Martin Luther King, con aquel sueño que logró mejorar (no cabe duda) las condiciones de los negros en América, ni el controvertido Malcolm X, ni siquiera, el movimiento Black Lives Matter han logrado cambiar a un país en el que la población negra ha mejorado sus condiciones con respecto a como estaba décadas o siglos atrás, pero sin que nunca sea suficiente.
Prueba de ello son los Disturbios Raciales de Tulsa de 1921, los más de 4.400 lichamientos de afroestadounidenses llevados a cabo por el Ku Klux Klan entre 1877 y 1950 o, sin ir más lejos, los experimentos de Tuskegee.
Precisamente, sobre este execrable incidente orbita la obra que analizamos en la reseña de hoy. Y es que, entre 1932 y 1972, la ciudad de Tuskegee (Alabama), fue sede de una serie de experimentos llevados a cabo sobre más de seiscientos afroestadounidenses (en su mayoría indigentes y analfabetos), consitentes en analizar la evolución de la sífilis cuando ésta no era tratada.
Tan solo ocho de estos individuos, de estos seres humanos que fueron injustamente tratados como animales, sobrevivieron a este deleznable incidente llevado a cabo, para más inri, por el propio Gobierno, puesto que fue el Servicio de Salud Pública quien se encargó de ejecutarlo.
Cuando los experimentos terminaron, y se encontró una cura para la sífilis, ésta jamás fue suministrada a los afectados por los experimentos de Tuskegee, y no sería hasta 1997 que los ocho supervivientes fueron indemnizados, pidiéndoles Bill Clinton disculpas en un acto público que llegó tarde, a destiempo, y que nunca fue suficiente.
Pues bien, orbitando alrededor de Tuskegee, Robert Morales y Kyle Baker, dibujante y guionista, ambos de raza negra, nos traen Capitán América: La Verdad – Rojo, Blanco y Negro, una obra en la que conocemos a Isaiah Bradley, el primer Capitán América, de raza negra.
Sin embargo, no estamos ante una historia que narre el ascenso de un superhéroe, o de un símbolo de su comunidad. Ojalá, fuera así. Isaiah solo se viste una vez con las barras y estrellas y casi más por accidente que por elección propia. Como en Tuskegee, el suero que más tarde perfeccionara Abraham Eskirne y que le fuera suministrado a Steve Rogers, era inestable, y necesitaba ser probado con cobayas.
Estos conejillos de indias eran humanos, muy humanos, y todos ellos de raza negra. Alistados en el ejército como un medio para que los protagonistas de la obra consiguieran mejorar unas vidas muy precarias marcadas por el racismo y la desigualdad social, fueron sujetos contra su voluntad a un experimento que acabó con la vida de todos ellos, excepto con la de Isaiah, quien regresó más fuerte sí, pero también incapaz de hablar y con la mente de un niño.
La obra se estructura a lo largo de siete amargos capítulos en los que conocemos cuál es la situación de sus protagonistas, para más tarde vivir su instrucción militar en la que, oh sorpresa, no se les trata igual que a sus compañeros de pelotón de piel blanca, pasar por el experimento y, finalmente por las consecuencias de éste, las misiones suicidad a las que son enviados como carne de cañón, y el descubrimiento de esta historia por parte de Steve Rogers.
Porque no bastaba con destrozar el cuerpo y la muerte de Isaiah. Había que negarle un pedazo de la historia a la que había contribuido. Y por eso, Estados Unidos jamás reconoció su existencia, siendo un Rogers más detective que nunca quien poco a poco va reunidos los retazos de una verdad que no resulta nada fácil de tragar.
Kyle Baker, por su lado, ejecuta un dibujo que de primeras, si no se conoce la obra, puede sorprendernos negativamente. Y es que, cercano al cartoon más clásico, muestra un estilo de dibujo animado propio de los cortos de los Looney Toones o del Tex Avery más primerizo que quizás puede parecer (erróneamente) que no cuadra con una historia tan dura.
Empero, es precisamente este estilo tan propio y distinto del cómic americano mainstream convencional en el que hace que los músculos exageradamente grandes, desproporcionados e inútiles que obtienen los protagonistas se vean como algo inhumano, que sus muertes y desmembramientos encima de una mesa de operaciones resulten aún más llamativas, que las expresiones de maldad pura de quienes están detrás de todo ese aparato conspirador no dejen lugar a la duda.
Es, precisamente, el dibujo de Baker, el que consigue que la obra con un guión ya de por si magnífico, penetre en la retina del lector, que la recordará siempre por su estilo poco convencional y tan ajeno a la viñeta Marvel de siempre.
La reedición de esta obra, originaria de 2003, la trajo Panini recientemente, en 2021, precisamente por la aparición de Bradley, y de su nieto, Eli en Falcon y el Soldado de Invierno, serie de Disney+ enmarcada dentro del MCU.
La edición que tenemos entre manos resulta igualmente muy interesante porque cuenta con entrevistas y profusas explicaciones de los autores acerca de las referencias históricas utilizadas, así como sobre las muchísimas obras de apoyo empleadas para situar el argumento.
El legado de este personaje, en principio conceptuado como fuera de continuidad, fue plenamente asumido cuando Alan Heinbeg y Jim Cheung nos presentaron al ya mencionado Eli, Joven Vengador de nombre Patriota que seguía los pasos de su abuelo como Capitán América en versión adolescente.
La Verdad es un cómic duro de leer, y puede que hasta incómodo, alejado de lo que suele proponer Marvel a sus lectores, pero es precisamente por eso, y por lo necesario de comprender la historia que cuenta, que más allá del Capitán América, o del Universo Marvel, habla sobre el racismo que atenaza a Estados Unidos, todos deberíamos leerlo.
Lo mejor
• El tratamiento del racismo estadounidense.
• El dibujo de Kyle Baker.
Lo peor
• Que esta obra no se reinvindique lo suficiente.
Guión - 9
Dibujo - 9
Interés - 9
9
Imprescindible
Robert Morales y Kyle Baker nos presentan al primer Capitán América en una historia cargada de tristeza y denuncia social.
Simplemente una obra increible, se agradece la critica.
Yo lo tengo en su edición de Planeta, y a menos que la edición de Panini sea un desastre, me parece que os habéis quedado cortos con la nota.