Leer Caballero de Espadas es como acudir a un espectáculo de hipnotismo o a un ejercicio de sugestión. Palabras e imágenes que se entrelazan y se repiten generando una melodía sorda y subliminal que se va sedimentando en nosotros a medida que avanza la obra. Medio a ciegas, avanzamos. Llegados al final, a manos llenas de lo que parecen fragmentos de muchas historias. Y uno se siente confuso, como perdido, casi despertando de un sueño. Luego pasan dos días, miramos hacia atrás, hacia la izquierda, y entonces todo parece encajar.
Porque es en el pasado donde podemos encontrar el camino hacia nuestra trascendencia. En ese recordar que es revivir y por tanto vivir de nuevo y, quizás, de otra manera. De una manera que permita descubrir sentidos a lo vivido, migas en el sendero, llaves que abran puertas en el fondo de un mar confuso. En un pasado donde todo se revele completo, doceavo, harmónico. Con esa armonía de lo total que entraña el número 12, que permitiría la justicia y la paz si todos tuviésemos manos con un dedo de más. Un pasado que nos sirva para afrontar esa hora que queda ya fuera del tiempo y del reloj, la hora treceava que es, en sí misma, la puerta a un nuevo principio, cabe suponer, puesto que si nacer es empezar a morir, morir tendrá que ser, por lógica, armonía y sentido, empezar a nacer.
Luis Durán consigue llevarnos hasta ahí y mucho más lejos, en un placer de viaje a través de este sugerente y bello pedazo de metafísica que es Caballero de Espadas. ¿O quizás sea parametafísica?