Super Boxers

Si confiamos en la memoria, a mediados de los 80 el cómic mainstream fue renovado por la llegada de autores revolucionarios, con influencias variadas, más cosmopolitas, y la implantación de nuevos formatos, como el prestigio y la novela gráfica, más afín a experimentos estéticos y a voluntades menos convencionales. Se ha citado hasta la saciedad y es así, en gran medida. Sin embargo, si nos ponemos a hilar fino y a repasar la producción de aquellos años podemos llevarnos alguna sorpresa. Por ejemplo, que en 1980 la compañía Marvel, pocas veces asociada a ese movimiento sísmico, contaba con su propia línea de novelas gráficas y con autores probando cosas inhabituales que, por desgracia, han quedado a la orilla de la historia. Es el caso de Super Boxers, creación de Ron Wilson, con una ayudita de John Byrne en los guiones y de Armando Gil en las tintas.

Admito que reseño este tebeo porque también yo he sido niño y lo leí antes de que sus obvias referencias lo ahogaran en su condición de obra vicaria. Pero, además, porque es uno de esos tebeos entretenidos, hijos de su tiempo, que explican una época sin más pretensión que una agradable lectura. Y porque -tal vez sorprenda- estéticamente preludia a los chicos de Image, aunque Wilson miraba aquí para otro lado (a gente como Steranko, claro, pero también a otros como Neal Adams o Jim Starlin).

“Es el futuro. Un futuro no muy lejano. El viejo orden ha cambiado. Durante años los gobiernos de las naciones demostraron su ineficacia para tratar los problemas cotidianos de este planeta. Pobreza. Hambre. Enfermedad. Miedo. Odio. Guerra. El apoyo público a las instituciones políticas tradicionales se desgastó, hasta que un día dejó de existir.

Pero quedaba algo con mayor poder, un poder más sutil y de más envergadura. Eran los hombres de negocios, los cerebros de las más importantes Corporaciones. Los gobiernos miraban con impotente temor cómo los poderosos competían entre sí, luchando y devorándose unos a otros, hasta que solo quedó un puñado de Corporaciones de primera clase. Entre ellas se repartieron el mundo.”

Con estas palabras se abre el tebeo. La descripción de John Byrne resulta tan de actualidad (a la vez que tan ingenua) que, de publicarse hoy, se prescindiría de ella por superflua. Entre los visionarios de finales de los 70 y principios de los 80 preocupaba cada vez más la reducción del espacio público y las libertades en favor de la dictadura del dinero y las multinacionales (eso que ahora llamamos, eufemísticamente, «los mercados»). El escritor William Burroughs ya había arremetido contra este desolador porvenir, pero la idea llega a la obra a través de los autores de ciencia ficción que la asimilaron, en particular Philip K. Dick, gracias a la adaptación de su cuento ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? que Ridley Scott convirtió en el clásico Blade Runner. El ciberpunk aún no se había coronado con Neuromante (William Gibson, 1984) y por eso el juego de poder no recurre a la realidad virtual ni a las computadoras, sino que se ancla en un lugar común de los 70: el deporte. Vemos a Rocky Balboa, por supuesto, en ese recio campeón de suburbio en tratos con la mafia, con un viejo entrenador recordando glorias pasadas; incluso esos chicos que le aplauden como héroe local. Rizando el rizo, será Stallone quien, en Rocky IV, recurra al rival rubio creado genéticamente para ganar. Los planos de pegadas en que medían la fuerza del impacto parecen indicar que los responsables del film conocían este cómic, publicado dos años antes. Pero, además del boxeo, también están esas películas que recogen el testigo del circo romano en un mundo futuro, como Rollerball (N. Jewison, 1975). Y tampoco podemos olvidar que el héroe se llama Max, tal vez un guiño al Mad Max encarnado por Mel Gibson (quien en su tercera parte -posterior a este cómic- también luchaba en la arena en un domo similar al sofisticado cuadrilátero concebido por Wilson y Byrne).

Este batiburrillo de influencias fermenta en un tebeo de “machotes”. Lo llamaría «macarra», pero no llega a tanto, porque eso al guionista no le sale. Byrne es tan superheroico, que hasta un chico de arrabal parece el Capitán América. Pero el dibujo de Wilson y esos mazacotes medio desnudos arreándose en la mejor tradición Conan lo dejan bien claro. Así como la testimonial presencia femenina, por mucho que sea la patrocinadora de la pelea, por mucho que se la trate de adornar de honradas cualidades y por mucho que presida una compañía de cosméticos, que entonces debería de sonar más “limpia” que los combustibles, cuya Corporación preside el “malo malísimo” (es tan perverso que hace trampas… ¡robándole unos guantes prohibidos a la chica!) Pero no nos engañemos: pasa el rato enfundada en vestidos ajustadísimos y fumando en boquilla. Las corporaciones son tan nocivas que de cada miembro del Consejo Directivo salen auténticas chimeneas de humo durante las reuniones (pág.35). Este detalle parece fascinar a Wilson, que lo emplea en muchas de sus páginas haciendo virguerías imposibles cual Todd McFarlane con la capa de su Spawn.

Decía antes de las similitudes con el estilo Image. A no ser que me salga alguno demostrando que Jim Lee o McFarlane son fans irredentos de este cómic semidesconocido, veo altamente improbable que lo hayan estudiado para asimilar sus características. No obstante, aquí están todas y cada una de las constantes que hicieron famosos a los tebeos de esa compañía en los 90. Hasta los detalles más insignificantes. Por ejemplo: en la página 51 vemos tres viñetas recuadradas con un grueso trazo negro, acompañadas de otras convencionales y luego otra sin márgenes, como se hartaba a hacer Lee en sus X-Men; diálogos donde solo se ven los ojos de los personajes en la página 28; figuras completas que “bailan” sobre el fondo de una cara (pág.31); splas-pages que superan los márgenes, sólo interrumpidas por una viñetita al final (pág.23); presentación del héroe en plan perdonavidas (pág.3); viñetas chiquitas dentro de un gran panel con pose heroica en la página 13; los personajes invaden continuamente otras viñetas; planos construidos en base a líneas cinéticas (pág.58); grandes paneles horizontales, frecuentemente estrechos (pág. 14); viñetas que se superponen o que no se sabe dónde acaban (pág.33); etc. Es cierto que no hay abundancia de “rayitas” (Wilson confía más en la mancha) y los dientes apretados no es el único gesto de los personajes; tampoco están sexualizados hasta la irrisión contorsionista (aunque sí están las cabezas minúsculas en proporción al cuerpo); pero la narrativa espectacularizada es inconfundible, con esa distribución entre figuras enormes y primeros planos y figuras pequeñas en fondos impersonales.

Super Boxers son 64 páginas de tópicos, pero de esos que nos gustan y que tan difíciles son de defender ante un auditorio serio, como las películas tipo 1997 Rescate en Nueva York (J. Carpenter, 1981). Wilson y Byrne debieron quedar contentos con la experiencia porque colaborarían asiduamente, sobre todo en la colección de La Cosa nacida durante la estancia del segundo en Los 4 Fantásticos. En España fue publicado en 1984 por Ediciones Forum al precio de 550 pts. Su reedición se me antoja improbable, pero no debe de ser difícil de encontrar en el mercado de segunda mano.