A nadie se le escapa que James Cameron (Ontario, 1954) es uno de los directores más importantes del Hollywood de los últimos 40 años. Aunque consiguió éxitos prematuros en su carrera como Terminator (1984) Aliens, el Regreso (1986) o Abyss (1989) serían Terminator 2: el Juicio Final (1991) y sobre todo la multioscarizada Titanic (1997) las obras que convertirían al canadiense en el rey del blockbuster y la descomunal recaudación en taquilla. Después del éxito internacional del film que narraba el trágico primer y último viaje del mítico barco insumergible, Cameron recibió carta blanca en la meca del cine para hacer y deshacer a su antojo. Contra todo pronóstico en lugar de aprovechar su envidiable posción decidió sumergirse, nunca mejor dicho, en el mundo del documental marino en distintas variantes. Los océanos, una obsesión del cineasta desde los tiempos de su ópera prima, aquella desopilante Piraña II: Los Vampiros del Mar (1981) que ni llegó a rodar completa y de la cual reniega, volvieron a copar protagonismo en su regreso a las grandes producciones de ficción con Avatar, una superproducción que amalgamaba aventura con ciencia ficción y que marcaría nuevamente un punto de inflexión en el mundo de los efectos especiales generados por ordenador con un apartado audiovisual epatante sustentado en un guion bastante rudimentario y con un subtexto marcado con rotulador fluorescente por su sencillez, motivo este por el que seguramente millones de espectadores conectaron con la odisea de Jake Sully, convirtiéndola por aquel entonces en la película más taquillara de la historia del cine, la tercera del realizador hasta ese momento que había ostentado dicho título. Un relato sencillo que apelaba a los instintos más primarios del espectador llegando a conseguir numerosos reconocimientos internacionales, entre ellos nueve nominaciones a los Oscar, llevándose a casa los de mejor fortografía, dirección artística y efectos visuales.
Poco después del estreno y triunfo arrollador de Avatar la intencionalidad de la por aquel entonces 20th Century Fox y James Cameron de hacer una secuela no tardó en ponerse sobre la mesa. Los años pasaban y lo que en principio iba a ser una sola continuación del largometraje de 2009 se convirtió en el mastodóntico proyecto de rodar varias entregas a manos del director de Mentiras Arriesgadas (True Lies, 1994) para configurar una saga de proporciones catedralicias y así extender el microcosmos ficcional creado alrededor de Pandora hasta límites insospechados, pese a los obstáculos que supusieron durante su producción la compra de la ya mencionada 20th Century Fox por parte de una Disney que, parece ser, no ha conseguido injerir en manera alguna en el trabajo de un Cameron convertido en uno de los pocos directores de Hollywood al que nadie puede cuestionar profesionalmente. Trece años después de la puesta de largo internacional de la película primigenia, el pasado viernes 16 de diciembre llegaba a España la primera de esas secuelas, Avatar: El Sentido del Agua, con previas alabanzas casi generalizadas por parte de la crítica y unas altísimas expectativas después de tanto tiempo de espera. En Zona Negativa ya hemos podido ver el film y sin mas dilación ahí van nuestras primeras impresiones sobre el mismo.
Un servidor se acercó en septiembre a los cines aprovechando el reestreno de Avatar para ver qué tal había envejecido teniendo en cuenta que no la veía desde su estreno original en pantalla grande. Mis sensaciones fueron las mismas que trece años antes, la de asistir a un espectáculo audiovisual de primer orden, que también me produjo una genuina sensación de incomodidad por culpa de su sobredosis digital, cuyo rudimentario guion, que amalgamaba la historia de Pocahontas con Bailando con Lobos (1990) o El Último Samurai (2003), no estaba a la altura de la intencionalidad estilística de James Cameron. Porque más allá de su narrativa ciertamente Avatar ha superado con nota el paso del tiempo y su CGI se mantiene imperturbable y tan epatante como el primer día. Pues todas estas impresiones previamente apuntadas se pueden extrapolar a lo que ha supuesto ver por primera vez, en pantalla grande y con un 3D impecable, Avatar: El Sentido del Agua, la primera de las cuatro secuelas que están en camino dentro de la franquicia.
Evidentemente, si hacemos mención a que el apartado técnico de Avatar resulta en la actualidad tan intachable como en 2009, trece años de avances tecnológicos y un preuspuesto desmesurado deberían dar cómo resultado que el de Avatar: El Sentido del Agua arrojara unos resultasos incluso superiores y así es. James Cameron despliega un acabado estilístico en su último trabajo detrás de las cámaras sencillamente apabullante. El presupuesto estimado entre 350 y 460 millones de dolares luce en pantalla en todo su esplendor, convirtiendo esta secuela en una continuación hiperbólica de su predecesora, derivando en un producto a mayor escala, pero sin caer, al menos desmesuradamente, en la «secuelitis» propia de los blockbusters de Hollywood cuya ley no escrita pareciera obligar a sus artífices a entregarse al exceso y al «más todavía» para ofrecer al espectador en mucha mayor cantidad aquello que atrapó su atención con anterioridad.
Jake, Neytiri y el resto de los Na’vi, al igual que los parejes naturales que sirven como localización para sus aventuras, son capturados por la cámara de James Cameron con una definición y look visual abrumador, llegando a unos niveles de detalle tales que nos hacen dudar de, por poner solo un ejemplo, si la edpidermis azul de los protagonistas es real o diseñada con pixeles o si sucede lo mismo con las muchas criaturas marinas que pueblan el metraje. Aciertan en parte aquellos que consideran Avatar: El Sentido del Agua casi «la cinemática de un videojuego más cara de la historia», pero James Cameron es perro viejo y, como previamente hemos apuntado, no solo uno de los pioneros a la hora de que los efectos especiales generados por computadora evolucionen dentro del cine comercial estadounidense, sino un experto que sabe rodearse de equipos capaces de conseguir que estos sean lo suficientmente elaborados y precisos como para no perder calidad en periodos posteriores. Solo por la fuerza imersiva de sus imágenes y lo subyugante de su puesta en escena el visionado de Avatar: The Way of Water en pantalla grande se antoja indispensable.
No es menos cierto que el elogio a la factura digital que supone el film incita nuevamente al eterno debate sobre si la producción de James Cameron es verdaderamente cine o solo puro fuego de artificio cimentado sobre incontables metros de pantalla verde e inumerables equipos de captura de movimiento portados por unos actores que, todo hay que decirlo, ven capturados con mucha precisión sus expresiones faciales y corporales a la pantalla pese a estar ocultos bajo toneladas de CGI. Responder a esta pregunta dependerá no solo de la persona que se la plantee a sí misma o al resto de sus congeneres, sino a la concepción que cada uno de nosotros tengamos de lo que es el medio cinematográfico y si nuestra visión del mismo es más o menos encorsetada o flexible que la del prójimo a la hora de consinderar los taquillazos como el que nos ocupa piezas de cinematografía tan legítimas como los últimos trabajos de cineastas tan alejados de la sensibilidad artística de James Cameron como podrían ser Park Chan-wook, Ruben Östlund o su compatriota David Cronenberg, que también han estrenado largometrajes en el presente 2022.
Trece años han tenido James Cameron y sus colaboradores, entre ellos los responsables de la magnífica trilogía precuela de El Planeta de los Simios, para configurar un guion que nos quitara la sensación de escasa elaboración del que sirvió como base para la primera Avatar que, como ya hemos afirmado, no era proporcional a la calidad de las imágenes que derivaban de su escritura. Ese largo periodo de tiempo hace más sangrante el hecho de que el libreto de esta secuela caiga en practicamente los mismos fallos que el del film de 2009, con algunas arbitrariedades bastante cuestionables y algún desarrollo de personajes del todo inverosímil. El interesante mensaje antimilitarista, anticolonialista y proecologista de la anterior entrega se potencia en Avatar: El Sentido del Agua, pero sigue en su línea de ser tan necesario como planteado con un cuestionable trazo grueso. A eso debemos sumar la forzada y rocambolesca decisión de recuperar a los personajes de Stephen Lang y Sigourney Weaver, fallecicdos con anterioridad, para que puedan formar parte de esta secuela, algo que, por otra parte, finalmente agradecemos.
Pero el caso más flagrante en lo referido a la irregularidad argumental y narrativa de Avatar: El Sentido del Agua es todo lo concerniente al personaje de Spider, interpretado por el actor Jack Champion. No vamos a desvelar el secreto tras dicho rol secundario que deriva en uno de los más importantes de la película, pero sí es necesario mencionar lo mal ejecutado que está su arco dramático, lo inverosímiles que se antojan la mayoría de actos en los que ve implicado y cómo este desarrollo de su personalidad choca con el desenlace que de su subtrama que nos ofrecen James Cameron y sus colaboradores. A esto debemos sumar no pocos tópicos y lugares comunes relacionados con el concepto de familia acuñado por los componentes de la familia Sully y algunos giros de guion tan peregrinos que se ven venir a kilómetros. De manera que sí, una vez más el guion es el talón de Aquiles de una de las entregas de la franquicia Avatar.
A pesar de la carencias de su escritura que hemos mencionado Avatar: El Sentido del Agua es un espectáculo cinematográfico merecedor de ser visto y disfrutado que en su primer fin de semana ya ha recaudado más de 400 millones de dólares en la taquilla internacional. James Cameron consigue depositar un verdadero corazón humano dentro del armazón digital de su ropuesta y su sesión continua de impresionantes secuencias de acción se interconectan on otras más intimistas llegando emocionar a un espectador al que nunca le pesan los 192 minutos de un metraje perfectamente estructurado en el que cada plano ha sido diseñado milimétricamente durante años. En resumidas cuentas, solo aquellos que salieron aburridos o decepcionados del visionado de la primera Avatar deberían eludir «sufrir» esta nueva entrega, ya que el resto del público generalista que fue en masa en 2009 al cine y sobre todo los fans irredentes de los Na’vi y Pandora se encontrarán aquí con una de las producciones más esperadas de los últimos años que, otra cosa no, pero pan y circo ofrece en cantidades industriales, con todo lo bueno y malo que ello implica.
Dirección - 8.5
Guión - 6.5
Reparto - 7.5
Apartado visual - 8.5
Banda sonora - 7.5
7.7
Al igual que su predecesora una experiencia audiovisual de primer orden sustentada en un guion rudimentario, tópico y con algún desarrollo de personaje muy cuestionable. Pese a todo una obra con corazón bajo su coraza digital
Visualmente es una gozada, pero su exagerado metraje es un lastre.
Coincido en que el guión es flojo, muy flojo. Las acciones y actitudes de la mayoría de personajes no tienen sentido ni coherencia ninguna.
No se me escapa la ironía de que, en una película con un marcado mensaje naturalista y anti tecnológico, su principal reclamo (para mí el único) sea que es la película más avanzada técnicamente en cuanto a imagen. En el fondo, todas esas bucólicas imágenes de paisajes y criaturas no son más que datos procesados por los más avanzados ordenadores que puede pagar Mr. Cameron.