Colaborar con Zona Negativa entre 2007 y 2011 fue una de las mejores experiencias de mi vida. En primer lugar, porque tanto en el equipo como en la sección de comentarios tuve charlas y entablé relaciones que, con el tiempo, se han convertido en hermosos recuerdos o incluso en amistades duraderas. En segundo, porque yo no empecé a escribir sobre cómics para informar de ellos, sino para organizar mis ideas, enlazarlas, documentarlas y, en cierta medida, profundizar en lecturas que me hubieran resultado cautivadoras, y hacerlo en Zona me dio la oportunidad de disfrutarlas, debatirlas y aprender muchísimo sobre el medio y sus autores. Y, en tercero, porque el trabajo que desarrollé aquí, mejor o peor, me abrió las puertas de la profesionalización en el sector, al principio como prologuista y luego como traductor. Así, pasé de leer sobre cómics a escribir sobre ellos, de ahí a presentárselos al lector, y de eso a adaptarlos al castellano. De igual manera, pasé de leer los nombres de los autores en los créditos a investigarlos, conectarlos con sus referentes, entrevistarlos, conversar con ellos y, en última instancia, tener la responsabilidad de ser el embajador invisible de sus palabras en nuestro idioma.
Si lo que me atrajo a la crítica especializada fue la pulsión por ir más allá de una lectura inicial para redescubrir nuevas claves a través del análisis formal y la comprensión de la voluntad autoral, del entendimiento de por qué un tebeo es así y no de otro modo, en la traducción hallé lo que significa «leer cómics» en el sentido más completo de esa expresión. Como traductor, aprecias los giros idiomáticos originales, eliges las palabras para que la articulación entre texto y dibujo sea óptima, rebuscas para entender esos matices antes que nadie y las referencias aún mejor, comprendes el estilo de la prosa, te tienes que fijar en los textos más minúsculos que aparecen en la viñeta, y has de asimilar los bocadillos lo bastante a fondo como para poder reformularlos con sentido en tu propia lengua. Sabes lo que se conserva, atestiguas lo que se pierde, tienes acceso directo al autor si algo se te escapa y, si el artista en cuestión habla español, puedes compartir con él las traducciones de sus neologismos, averiguar si buscaba tal o cual sonoridad al crearlos. Traducir exige comprender contextos, subtextos, estilos, intenciones y matices hasta un punto, el de la (re)creación activa, al que ni siquiera llega el mejor de los análisis críticos, y me siento un privilegiado por poder decir que ese proceso, para mí, forma parte ahora de la lectura y el placer de algunas obras.
Esa suerte de intimidad con el material a adaptar y con el creador que lo ha alumbrado se intensifica lógicamente cuando uno no solo traduce una obra menor o puntual, sino que tiene el honor de trasladar varios de sus mejores trabajos en una trayectoria que abarca años o décadas. Ahí, además de las facetas antedichas, uno atisba otra más: la evolución del autor y la de uno mismo como su traductor. Y lo cierto es que, cuando echo la vista atrás, pocos autores me han obligado a esforzarme y mutar tanto como Joe Sacco, a quien, con permiso del espléndido Marc Viaplana en las obras editadas por Random House, he podido traducir en cinco ocasiones para Planeta Cómic: Días de destrucción, Días de revuelta (2012), Historias de Bosnia –que recopila en un solo volumen El final de la guerra (2005) y El mediador (2003)–, Gorazde: Zona segura (2000) y, sobre todo, Palestina (1993-95), que de todas ellas es sin duda mi favorita.
La cronología en la que las he citado es inversa porque el ejercicio que me propongo es partir del ahora para abundar en el entonces. Y, ahora, Joe Sacco es un autor maduro y, también, un autor reconocido. Nacido en Malta en 1960, criado en Melbourne, formado como periodista en la Universidad de Oregón, exponente capital del Nuevo periodismo, pionero del periodismo historietístico, colaborador de diarios de gran tirada y ganador de numerosos premios, hoy en día Sacco es lo suficientemente conocido como para que los suplementos culturales de medio mundo le dediquen una plana completa a su última obra. O, también, para que Chris Hedges, periodista de The New York Times y ganador del premio Pulitzer, le proponga la coautoría de esa crónica de las minorías marginadas, las zonas depredadas y, a la postre, del movimiento Occupy Wall Street en Estados Unidos que es Días de destrucción, días de revuelta. Su compromiso con la izquierda progresista, con la dignidad de los desesperanzados y, muy especialmente, con aquellos forzados a la condición de esa «triste, impotente y contradictoria figura», víctima de la otredad en su hogar mismo, que Edward Said describió como la del «extranjero indeseable en su propia nación», se mantiene incólume, pero ahora sus cómics pesan, son relevantes y tienen impacto. En sus propias palabras, su trabajo es «más consciente de sí mismo» y él es «más consciente de lo que está haciendo», y lo que ha ganado en recursos, difusión o sistemática lo ha perdido, calculadamente, en frescura y soltura.
En la actualidad, Joe Sacco escribe obras unitarias que copan las secciones de novela gráfica de las librerías, y es por eso que comienza sus proyectos realizando un guion que cubra toda la experiencia sobre el terreno. En su colaboración con Hedges, por ejemplo, lo observamos viajando en equipo, concertando entrevistas con vecinos o asociaciones, accediendo sin dificultad a representantes públicos y documentándose mediante referencias fotográficas proporcionadas por el carrete eterno de las cámaras digitales o la Alejandría infinita de internet. También es un periodista veterano curtido en multitud de escenarios difíciles cuyo pulso ya no tiembla tanto o, si acaso, que ya no se expone a situaciones que lo hagan temblar en exceso, y todas estas condiciones se reflejan tanto en su estilo como, evidentemente, en la traducción que este exige.
En sus últimos proyectos, Sacco tiende a invisibilizarse, a desaparecer de las páginas en favor de los entrevistados. Y no solo figurativamente, sino a cualquier nivel de la narración mediante un recurso de lo más interesante: la cesión casi absoluta de la primera persona. No es que no lo veamos en las viñetas, sino que apenas lo atisbamos en los cartuchos o de cualquier otra manera. En cierto modo, lo que consigue así es destilar la esencia del testimonio como género periodístico, porque quien asume la pieza mediante entrecomillados y la protagoniza es el individuo objeto del reportaje. No hay mayor oralidad fingida que una leve revisión cohesiva del original, las analepsis se vehiculan con una exquisita rigurosidad histórica, el paisaje circundante se plasma con un naturalismo contemplativo sobrio, el narrador encuentra continuidad en su condición de busto parlante y, para las personas que pueblan el relato, se opta por un retratismo abocetado muy identificable, sintético, poco deformante, sombreado a base de líneas profusas o tramas de letratone. Es un estilo expositivo, contundente, tan comprensivo como distanciado, con el que Sacco parece decirnos que su misión, ahora, es prestar su espacio como autor consolidado al discurso del otro; un otro que no tiene voz y apenas voto, y que por un día o una página posee la capacidad de sobrecogernos con su verdad. Como lector, impacta; y la mayor dificultad como traductor es el cambio constante de voz narradora, cada una con sus localismos, su contexto, su idiosincrasia y… su vida.
Esta depuración formal quizá tenga su eslabón nada perdido en la crónica de la guerra de Bosnia que el historietista ejecutó en Gorazde: Zona segura, que a título personal es el único tebeo que ha llegado a obligarme a parar de traducir no por su complejidad, sino abrumado ante la terrible magnitud de lo que estaba contemplando. Junto con sus dos pequeñas adendas posteriores, esta obra retrata el infierno sobre la Tierra, la maldad más descarnada y la capacidad del ser humano para sobreponerse, luchar por vivir y tratar de mantener una mínima esperanza en semejante escenario. Pero eso solo es la superficie, porque a Sacco lo que le vuelve a interesar, lo que siempre le interesó, es «el otro» como sujeto periodístico. Si el autor se centra en Gorazde y no en otras ciudades más tristemente «populares» como Sarajevo o Srebrenica es por la inaccesibilidad y el aislamiento del enclave, donde ese «otro» lo es para sus propios vecinos, que lo han deshumanizado hasta el punto de poder masacrarlo, para su propia geografía, que lo ha sitiado en territorio «enemigo», y para ese ente abstracto y desdeñoso, aún altivamente poscolonial, que es Occidente. Omitido e ignorado, Gorazde es un mapa al que los periódicos no le conceden territorio, una ciudad que opera como un lugar mitificado, antítesis de El Dorado o Shambhala, y por ende también mistificado, convertido en leyenda orientalista por quienes nunca se molestaron en pisarlo durante la guerra.
El Sacco que, en palabras de Christopher Hitchens, afronta la tarea de documentarlo en calidad de «dibujante por imperativo moral» es muy distinto al de Días de destrucción, días de revuelta. La diferencia más notable es que, para empezar, contaba con muy pocos medios económicos. Llegó a Zagreb a finales de 1995 antes incluso de terminar la seriación original de Palestina, sin contrato de trabajo, con una acreditación como periodista independiente firmada por una editora neoyorquina amiga suya y tras haberse granjeado un modesto colchón pecuniario dibujando fondos por encargo en Berlín. Por supuesto, no contaba con portátiles o internet, ni siquiera tenía un triste móvil, así que cualquier gestión debía hacerla desde cabinas telefónicas. Visitó Gorazde hasta en tres ocasiones a lo largo del año siguiente, y recogió su experiencia en un diario de 475 páginas más una colección de notas, grabaciones y fotos de referencia.
El cómic resultante, editado por Fantagraphics en un solo volumen por un anticipo de 5.000 $, combina lecciones de historia y política, recreaciones de hechos basadas en testimonios de primera mano, entrevistas personales y experiencias propias, todo ello reestructurado con un espíritu narrativo y didáctico, no siempre cronológico, que tiene en su núcleo los lazos íntimos y las buenas amistades que el maltés se granjeó allí. Por tanto, el autor sí hace esta vez acto de presencia en su propia obra, pero, salvo por unos pocos pasajes en los que se presta a ironizar sobre coyunturas inesperadamente cómicas, adopta el doble papel de narrador pedagógico y cronista figurativo, siempre apartado, discreto, respetuoso, sobrecogido por el horror. Si me atreviera a cometer la frivolidad de tratar Gorazde como una obra de ficción, los protagonistas indiscutibles serían Edin y sus convecinos, mientras que Sacco sería el Nick Carraway de Fitzgerald o, tal vez, el Charlie Marlow de Conrad: un secundario que solo está ahí para contar la historia de otros, y que solo se reivindica cuando le toca explicar cómo llegó allí. Inicialmente, pensó en emplear la aguada para plasmar gráficamente sus vivencias, y aunque justo esa es la técnica que usa en Navidades con Karadzic (uno de los pequeños relatos que componen Historias de Bosnia), acabó por descartarla en favor de sus tramas cruzadas y su sempiterno estilo abocetado, aquí antecedente del de Días de destrucción, días de revuelta en los pasajes históricos y testimoniales, rayanos en el expresionismo cuando aborda los hechos más pavorosos, y ligera o traviesamente caricaturescos al referir sus interacciones con las gentes más peculiares del lugar (Riki y las pazguatas a la cabeza).
Esta heterogeneidad de facetas y puntos de vista convirtió la traducción de Gorazde en una de las más dificultosas a las que me he enfrentado. Inmerso como está en una suerte de transición entre quien fue y quien será, Sacco se halla todavía madurando su estilo, y los saltos de género literario, tono emocional, voz narrativa y tiempo verbal son constantes. Tan pronto como realiza una reflexión retrospectiva desde su presente en Estados Unidos satiriza a los cascos azules de la ONU que conoció durante sus viajes a Gorazde, y de ahí salta luego a la gravedad de un exterminio étnico, la comicidad de una anécdota, el distanciamiento de un libro de historia o, de nuevo, la cesión de su voz narrativa a un amigo que le es cercano o a un testigo coyuntural. Esta complejidad jamás es caótica como lector, sobre todo porque el autor equilibra los segmentos con precisión y dispone una estructura que no por enormemente calculada se vuelve artificiosa, pero mi opción como traductor pasó precisamente por derribarla y reconstruirla siguiendo criterios temáticos y estilísticos; por agrupar esos segmentos dispersos –testimoniales, históricos, vivenciales– para otorgarles una continuidad coherente en nuestro idioma.
Dicho esto, tanto en calidad de lector como de traductor, Palestina es mi cómic favorito de Joe Sacco justo por los motivos opuestos. El autor comenzó a cuestionarse la «narrativa del conflicto» que ofrecían los medios occidentales a principios de la década de 1980, recién graduado en Periodismo, pasmado ante el apoyo armamentístico de su país al bombardeo israelí del Líbano y, finalmente, consternado por la masacre de Sabra y Chatila. El tema le siguió rondando durante los años siguientes, cuando decidió no ejercer la profesión por no encontrar un trabajo que le fuera gratificante. Se dedicó entonces a una antigua pasión, el cómic, que había cultivado desde su juventud y con la que consideró que podía ganarse la vida. Retornó a su Malta natal, se estableció en Berlín, volvió a Estados Unidos, colaboró con The Comics Journal, acuñó unas cuantas historietas seriadas y, a finales de la década de 1980, se propuso aunar sus estudios y su pasión (ahora ya profesión), regresar a Europa y acudir a los Territorios Ocupados para hacer un cómic a partir de sus experiencias allí; algo así como unos «diarios de viaje».
«Fui a los Territorios Ocupados porque me sentí obligado a ello», diría con el tiempo para explicarlo, y esa indignación, ese alocamiento improvisado, es lo que hace de Palestina un cómic tan especial. Sacco llega a la región durante el declive de la primera intifada en el invierno de 1991-92, y lo hace vía Egipto porque, básicamente, está «cagado» con la posibilidad de que los israelíes lo deporten en el mismo aeropuerto. Hace tiempo que ha leído La cuestión palestina de Said y El triángulo fatal de Noam Chomsky, pero en realidad se planta allí con la sana mentalidad de que no sabe un pijo de la zona, chapurreando dos o tres palabras en hebreo, consciente de ser un occidental con mentalidad occidental, pero con ganas de formarse una opinión por sí mismo. Va sin mayor plan que llevar al día ese diario que se proponía y tomar algunas notas (una metodología que lo acompañará toda la vida), y lo que intenta es mezclarse entre la población local con toneladas de caradura. Cuenta cada moneda que lleva en el bolsillo, se presta a atender el mostrador del hostal en el que se aloja para que le rebajen la cuenta, lo engañan en numerosas ocasiones, se cuela por donde puede, habla con quien se preste a conversar con él, realiza entrevistas, concierta viajes modestos, toma infinidad de taxis… «Palestina conserva una suerte de vitalidad impulsiva que, probablemente, jamás seré capaz de llegar a replicar». Y sí, seguramente lleva razón.
Cuando al cabo de los meses vuelve a Berlín y, después, a Estados Unidos, acepta la propuesta de publicación de Fantagraphics, con la que ya había sacado adelante su serie Yahoo, y se pone manos a la obra. Acomete la tarea de producir el cómic seriado de sus vivencias sin ningún tipo de estructura ni guion premeditado, en orden cronológico, siguiendo la corriente de conciencia de sus diarios sin miedo a la reiteración, entre otras cosas porque esas redundancias le servirán, en realidad, para «demostrar lo prevalentes que resultan los excesos de la ocupación y la frecuencia con que los mismos hechos suceden una y otra vez». Más aún, toma la vía vibrante y arriesgada del periodismo gonzo y se erige en el núcleo mismo del relato, prácticamente en lo único que vincula los sucesos descritos. Si en Días de destrucción, días de revuelta es un autor consagrado que opta por omitirse a sí mismo, en Palestina es un desconocido omnipresente. Incluso en las entrevistas que realiza, rara es la vez en que deja de mostrarnos dónde se sitúa en la viñeta y qué se le está pasando por la cabeza en los cartuchos. Su prosa y su oralidad rompen constantemente la cuarta pared, desafían al lector y lo vuelven una especie de cómplice de su ingenuidad, su sorna, su escepticismo y, a veces, su hartazgo. Encarna ese personaje extraterritorial que, por mera identificación ante un paraje desconocido, se convierte en nuestro guía y asidero para no extraviarnos por el camino.
Este enfoque vitriólico también se aplica, y de qué modo, a un apartado gráfico que abunda en la caricatura feísta y grotesca, deformante, expresivísima. Pese a que un famoso dramaturgo palestino-americano rompiera en pedazos la primera entrega con solo ver las calidades retratistas de Sacco, su intención original jamás fue irrespetuosa, sino una mezcla de costumbre (sencillamente, no sabía dibujar de otra manera) y necesidad de caracterizar psicológicamente a golpe de ojo a personas que apenas permanecen con nosotros un par de páginas. Dado que no tiene y nunca tendrá la costumbre de usar cuadernos de bosquejos, fía la reconstrucción visual de su periplo a la memoria y a unas pocas fotografías, complementadas con libros de fotoperiodismo que le ayudan a rememorar coches, armas y ropas en sus muchas visitas a la biblioteca. Hay, sin embargo, un momento en el que advertimos un cambio en el autor: su paso por Gaza, primer infierno sobre la Tierra de cuantos acabaría visitando, le borró la sonrisa de la cara y lo impulsó a aparcar su estilo para retratar las cosas del modo más preciso y sobrio posible; a considerar intolerable cualquier mirada irónica en una reacción que habría de marcar tanto su actitud en Gorazde como en toda su producción posterior.
Palestina se serió originalmente en nueve cómics de 24-32 páginas entre principios de 1993 y finales de 1995. Su formato idóneo aún no había llegado y su promoción fue deficiente, motivo por el que las ventas de cada entrega cayeron paulatinamente hasta alcanzar niveles espantosamente bajos. En 1996 se reeditó en dos volúmenes, pero no fue hasta su edición integral en 2001 y su comercialización bajo la etiqueta de la novela gráfica cuando conoció al fin el éxito. Desde entonces se ha convertido en un cómic de referencia y de muy largo recorrido en ventas, y recientemente, por motivos aciagos que todos conocemos, está agotando tiradas en muchos idiomas de publicación.
Traducir Palestina supuso para mí un deleite de principio a fin. Más que en ningún otro cómic, el autor te obliga a adoptar su mentalidad y su mirada, a afilar el verbo y la réplica ingeniosa, a desencorsetarte y acudir a un lenguaje rápido, mundano, repleto de frases hechas, giros idiomáticos equivalentes y fluidez oral. Los diálogos y reflexiones de este tebeo no pueden ni deben escribirse únicamente, sino que es conveniente declamarlos para ver si funcionan con vigor y naturalidad. Además, la personalidad del artista se impone de tal manera en su expresión verbal que no basta con localizar la traducción al uso general del castellano en nuestro país, sino que, personalmente, consideré que debían asignársele ligeras particularidades regionales, porque Sacco, esta vez sí como personaje, debe parecer de algún sitio, tener unas raíces intuidas, hacer gala de alguna variante dialectal que no pueda precisarse del todo, pero que permanezca ahí, sutilmente implícita, para otorgarle la autenticidad de quien existe más allá del papel.
Sin embargo, pese a este disfrute, debo decir aquí que Palestina es un cómic que me ha marcado mucho más como lector que como traductor. Hoy en día, parece que hayamos asumido la noción de que vivimos en la era de la manipulación, la desinformación y el bulo prediseñado, posibilitado y amplificado por la solapada ingeniería social de unos algoritmos orwellianos, pero yo tiendo a estar ligeramente en desacuerdo con eso. En mi opinión, si algo caracteriza esta época es la necesidad de autoafirmación, de ser o parecer alguien relevante e importante, alguien preclaro que lleva la razón y, más aún, al que los hechos le dan la razón. Estamos tan obsesionados con que el algoritmo es un demiurgo digital diseñado para manipularnos que no vemos que en realidad no cambia exactamente nuestra opinión, sino que refuerza positivamente la que ya tenemos. En 2024, O’Brien no es un siniestro miembro del partido que nos lava el cerebro mediante la tortura psicológica de un muro infinito, sino un compadre digital que no para de darnos palmaditas en la espalda mientras nos dice «sí, eso es, exacto, llevas razón, toda la razón, el resto miente o está claramente equivocado». Y, aun así, dudar, informarse, formarse, aprender, contrastar, refutar o falsar nunca ha sido más asequible que ahora.
La misma facilidad con la que nos exponemos a la simplificación desinformativa nos garantiza acceder a medios de comprobación de hechos, herramientas de contraste de hipótesis, revisiones por pares, líneas editoriales alternativas, textos legales en origen, publicaciones especializadas o bibliotecas online. Desarmar un bulo o un discurso tendencioso es sencillo y no lleva más de unos minutos. Si no lo hacemos es porque no queremos hacerlo, y si no queremos hacerlo es porque no queremos ponernos en la situación de estar equivocados, de reconocer nuestra propia ignorancia, de consentir que sea el otro quien lleve la razón y, por tanto, gane. Esa otredad, esa deshumanización, esa demonización, es a la que Joe Sacco le ha dedicado en el fondo toda su vida creativa.
Cuando Sacco decide ir a Palestina a principios de la década de 1990, la única manera de informarse sin acudir a libros especializados es la radio, la prensa y la televisión. Y ahí, casi invariablemente, el palestino es retratado como un terrorista. La misma idealización romántica que hizo de Oriente Medio un paraje exótico, misterioso y hermético para el europeo del siglo XIX se empezó a retorcer hasta convertirlo en un territorio hostil, reservado y peligroso, y el ciudadano medio tenía muy pocas herramientas para combatir ese imaginario. Sí, las obras de los citados Edward Said o Noam Chomsky ya estaban disponibles en librerías y en ciertos circuitos universitarios, como también los trabajos académicos del historiador Rashid Khalidi o los estudios económicos de la investigadora Sara Roy desde la Universidad de Harvard (censurados en alguna ocasión), pero las voces que el gran público tenía a su disposición para equilibrar el discurso público eran escasas. Como mucho, cabría mencionar a la periodista Amira Hass cuando se trasladó a los Territorios Ocupados como enviada del diario israelí Haaretz o a la corresponsal de guerra Gloria Emerson cuando publicó Gaza, a Year in the Intifada, ambas despeñadas desde el techo de cristal, denostadas como izquierdistas y con furibundas campañas mediáticas en su contra. Este fue el panorama informativo frente al que se rebeló Joe Sacco, y la única forma que tuvo de poder hacer algo al respecto, de sacudirse su indignación, fue plantarse sobre el terreno, hacer un estudio de campo y contrastar el relato a base de empirismo puro y duro.
Su aproximación es muy inusual. Llega claramente concienciado con la causa palestina, pero, en sus propias palabras, su idea no es hacer un cómic objetivo, sino uno honesto, uno cuya finalidad no es la del periodista en busca de una noticia o la del militante que acude a concretar una agenda política, sino, como lo describió Said, la de una persona que solo pretende «pasar tanto tiempo como le sea posible con los palestinos». No en vano, Sacco sabe que no es experto en nada, y no comete la arrogancia de pensar que conoce el territorio por el mero hecho de haberse estudiado el mapa. Tiene conciencia de ser occidental, pero no se siente especialmente culpable por ello, sino únicamente extranjero, ajeno a una cultura que enfoca con curiosidad y muchas ganas de aprender.
Tampoco adopta una mentalidad redentorista, ni una adhesión incondicional a la causa palestina. Se centra en ella y obvia la sobrerrepresentada visión israelí de las cosas, sí, pero también desconfía profundamente de la política, la uniformidad, los lemas nacionalistas, los estallidos patrioteros, la deriva religiosa fundamentalista o la «mentalidad propagandística castradora», hasta el punto de que su cómic, como todos los que le sucederán, se erige como una reivindicación del individuo sobre el colectivo. La fuerza de su trabajo está en la entrevista clásica «de sofá», en el tú a tú que surge de un encuentro imprevisto y casual, ya sea en un taxi, en la calle o en una casa. Y cuando a esas situaciones espontáneas se les unen convidados de piedra nada espontáneos, siempre deja patente que le impiden seguir el hilo u obtener respuestas que él considere genuinas, pues contaminan la verdad de la persona con el discurso autorizado.
Primar la magnitud cuantitativa de un hecho, hablar como si uno representase un bloque monolítico de voluntades, resumir, simplificar, categorizar, demonizar, cargarse de autoridad con descripciones rápidas y soluciones fáciles no es algo que le importe. Es más, lo detesta, porque toda abstracción es un constructo, y esos constructos son la base de la otredad deshumanizadora que siempre ha combatido con sus trabajos, la etiqueta que nos permite prejuiciar cómo es alguien a partir de cómo se comporta, supuestamente, el colectivo al que pertenece. En ese mar de abstracciones, la obra de Sacco se centra en lo concreto, en el individuo, en la desconstrucción de los andamiajes mediáticos que moldean el imaginario colectivo. Lo único que le importa a él es quién eres y cuál es tu historia, qué piensas, cómo tratas a tu vecino no como entidad teorética, sino como ser humano que existe, que está ahí, que tiene un nombre, una familia y un pasado a cuestas. En un mundo ensimismado con la propensión a hablar sin saber, la obra de Joe Sacco nos anima a asumir nuestra ignorancia, empezar a conocer escuchando al otro y disolver la barrera que nos separa de él. Y, en estos tiempos, diríase que nada es más importante o urgente que echarla abajo de una vez.
Gracias por tanto Jose, esta será siempre tu casa.
Qué bueno y enriquecedor leerte como viejo compañero, José, un placer y muchas gracias por este texto!
Brillante.
Que maravillosa noticia sería volver a tener a Don José Torralba por aquí de vez en cuando, regalándonos sus maravillosos textos.
El Más Grande.
Gracias por este pedazo de artículo, José. Me parece que está escrito como los ángeles y repleto de reflexiones que me han resultado súper enriquecedoras.
Me ha encantado especialmente el segundo párrafo, con esa descripción de las diferentes formas de leer un cómic y, sobre todo, la manera tan especial en que la labor de traducir una obra hace que te sumerjas en ella.
La primera obra de extensión considerable que tuve la suerte de traducir como profesional fue un documental llamado «Helke Sander: Cleaning House». A menudo pienso en que, si hubiera visto ese documental como un espectador más, seguramente lo habría disfrutado de una manera más o menos intrascendente. Con el tiempo, se habría ido diluyendo en mi memoria como la mayoría de obras que se posan ante mis ojos.
Sin embargo, la labor de profundización que tan fantásticamente describes en este artículo me hizo descubrir una infinidad de capas con las que quedé completamente prendado. La conexión emocional que llegué a sentir con la obra y sus autoras al terminar esa traducción me otorgó un enriquecimiento y una plenitud que quizás deban vivirse para entenderse del todo.
Entre tanto, tus palabras son la mejor alternativa para la comprensión de ese sentimiento que he encontrado hasta ahora. Me las guardo con ilusión y con la seguridad de que las acabaré citando con frecuencia.
¡Gracias de nuevo por el artículo y enhorabuena por todo tu trabajo para esta nuestra santa casa comiquera!