ZN: Mis Diez Cómics Favoritos (Parte 7)

En mis primeros acercamientos a la obra de Hugo Pratt, Corto Maltés se me antojó un personaje antipático. El clásico sinvergüenza y truhán al que todo le salía inexplicablemente bien, y que iba por la vida con una despreocupada sonrisa sin que pareciera importarle otra cosa que el presente.

Primo hermano del Lupin de Monkey Punch, abuelo del Gambito de la Patrulla-X, pariente triunfador de Makinavaja… puede que todavía fuese demasiado joven para entender la grandeza de estos personajes, o que simplemente abordase la lectura de sus aventuras en el orden equivocado. El caso es que mi opinión de este tarambana de padre inglés y madre gibraltareña cambió radicalmente el día que ‘La Balada del Mar Salado’ cayó en mis manos.

La imagen de aquel náufrago crucificado cuya balsa era mecida por las olas en mitad de la nada, fue la génesis de un viaje a la aventura en el que Maltés brillaba con esa sugestiva luz que se consigue al surcar por los margenes de la historia. Perdidos a su suerte entre las aguas de los Mares del Sur, los jóvenes Pandora Groovesnore y su primo Caín se convertían en los conductores de un relato en la antesala de la Gran Guerra.

La Balada del Mar Salado era ante todo una historia de transición a la madurez en la que una pareja de adolescentes -de un todavía joven e idealista siglo XX- se veían obligados a crecer junto a extraños adultos, en una odisea como solo podrían haber conocido a través de los libros de aventuras. Pero también, la historia del indoblegable Corto Maltés, siempre rebelde y siempre con un as en la manga. De su complicada amistad con el turbulento Rasputín y sus demonios. La crónica del Teniente Slütter y su amargo sentido del honor. El enigma del misterioso hombre conocido como el Monje.

Hugo Pratt nos ofreció un melancólico relato de un tiempo en el que los Mares del Sur cambiaron que bien podría haber sido un guión de Sergio Leone si este hubiera cambiado las llanuras del oeste por las aguas del Pacífico. Una historia que nos invita a navegar hasta la última página, con la sensación de haber vivido una época inolvidable junto a Corto y el resto de los interpretes de ese escenario humano en el que se transforma La Escondida.

Para la gente de mi generación, Bola de Dragón tiene un fuerte componente mítico forjado entre tardes de Nocilla y bocatas de LaPiara. Una leyenda que solo se entiende con el intercambio de cromos en el patio de colegio, revistas escondidas entre los libros de texto y el descompressive del exceso.

Akira Toriyama fue creador y cautivo de un mundo único, fruto de la sinceridad multirreferencial de la imaginación de un niño. Alimentada con recuerdos que se mezclan para dar forma a un entorno disparatado y sin más sentido que el de sus propias reglas, en su imaginería podíamos encontrar elementos que iban desde la Leyenda del Rey Mono hasta Superman, pasando por Terminator, las películas de James Bond o Karate Kid.

Y aunque la serie protagonizada por Goku nunca dejó de mutar a lo largo de sus 11 años de historia, para mi siempre tendrá un lugar especial su apoteósico final de fiesta en el que Toriyama dejó de lado las expectativas, y se limitó a hacer lo que le venía en gana. Tras las peripecias del Goku niño y el más difícil todavía en que se había convertido su etapa como adulto, La Saga del Monstruo Buu fue para el universo de Bola de Dragón a una fusión imposible entre Muere Otro Día y Casino Royale.

Después del mortecino segundo acto de la saga de Célula, Toriyama decidió terminar la fiesta por todo lo alto, congregando en una sola saga todo lo que había hecho grande la serie: El torneo, la base por niveles de unos villanos sospechosamente parecidos a Pilaf y Picolo, Goku Vs Vegeta, las transformaciones y técnicas rocambolescas, Goku adulto, Goku niño… Todo aunado de forma irreverente y complice en una saga en la que el autor rompía sus propias reglas, recurriendo a un villano final de aspecto ridículo cuya especialidad era convertir a los enemigos en galletas.

La Saga del Monstruo Buu fue la última sonrisa para una serie mítica, en la que Toriyama abandonó el perenne soliloquio de Goku para dar un momento de gloria a todos sus interpretes. ¿Quién puede olvidar el enfrentamiento entre C-18 y el enigmático Hombre Enmascarado? ¿Quién no se emocionó con la despedida de Vegeta y su hijo? ¿Podría ser más genial esa sucesión de level ups con los que solo conseguían complicar todavía más la situación? Todo para terminar con uno de los mejores finales de la serie, en el que se reivindicaba al verdadero gran héroe de la serie (Mr. Satan) y se cerraba el círculo con un emotivo broche para una leyenda generacional que dejó huella entre muchos de los que estamos aquí.

Aunque a Jean Giraud ya lo conocía por los cómics de Blueberry, leer por primera vez Mayor Fatal fue una experiencia completamente diferente que me abrió las puertas a nuevas formas de entender el cómic. Moebius en estado puro.

Buscando un francés en vacaciones, me encontre atrapado entre las voluptuosas curvas de los lápices de Giraud, en un mundo cambiante que fluía con la virulencia de la imaginación del autor. El Jerry Cornelius de Michael Moorcoock se convertía en una suerte de Mr. Kurtz en El Corazón de las Tinieblas, dando pie a una intrincada búsqueda a través de varios planos de existencia como mera excusa para arrastrarnos al universo de la mente de Moebius.

Protagonizada por el simpar Mayor Grubert, la historia conformada por El Garaje Hermético y El Hombre del Cigurí es una trama caótica, confusa y muchas veces incongruente. Una trama que destroza la linealidad narrativa para envolver al lector con el magnetismo viscoso de una lámpara de lava con forma de cómic.

Mayor Fatal es el equivalente a dejarse llevar entre las notas de una febril actuación de jazz dibujada o una borrachera visual que desafía las leyes de la física con formas imposibles. Una obra completamente improvisada en la que el dibujante francés encontró la puerta para escapar de las barreras racionales y poner a su creativad desvocada en el asiento de piloto.

El Everest en la carrera de un autor que justifica el apelativo de “arte” que en ocasiones se atribuye a este entretenimiento voyeurístico encorsetado sobre cuadriculados cadáveres de árboles por entregas. Una obra lisérgica y -por desgracia- irrepetible, con la que Moebius cambió las reglas del juego, invitándonos a deslizarnos hasta ese espacio onírico en el que germinan sus sueños.

Ante la certeza de que no sería sincero conmigo mismo si no incluía en la lista una obra de El Mejor Personaje de la Historia del Cómic, la única duda era que cómic elegir. ¿Aquellos Neal Adams que recuerdo vagamente entre la apolínea figura de Adam West y el Batman de Superamigos? ¿El Alan Grant de los 80? También disfrute de La Caída del Murciélago o Tierra de Nadie, pero nunca se ha llegado a la perfección de The Animated Series de Paul Dini y Bruce Timm.

También merecían mención las versiones de Tim Burton y Christopher Nolan, el Batman de Greg Rucka gracias al que volví a meterme de lleno en los cómics o la compleja visión de un Morrison que comenzó a fascinarme desde tiempos de Arkham Asylum (estaba claro que Frank Miller no, puesto que ya se le sobrevalora lo suficiente).

Pero no, nada de nombres ilustres. Haré caso al objetivo de elegir nuestros cómics favoritos -que no tiene porque ir parejo con la respetabilidad de los mismos- y quedarme con una de las aventuras más fardonas del personaje: La Espada de Azrael. Sin más alardes que enfrentar a Batman contra un nuevo antagonista en una aventura arquetípica con principio y final, la historia de Dennis O’Neil es -aparte de una de mis historias favoritas del señor de la noche- la definición de todo lo que exijo a un cómic del Caballero Oscuro.

Empecemos por un rival complejo, con una mitología fascinante y unos paralelismos muy visibles con nuestro enmascarado héroe. Continúemos con la impagable caracterización de Batman y Alfred al más puro estilo Sherlock y Watson, en una de las mejores dinámicas que haya visto a la pareja (¿quién necesita a Robin con un Alfred como este?). Súmale el espectacular dibujo de Joe Quesada con el entintado de Kevin Nowlan, una amenaza que juega con la estabilidad mental de sus protagonistas -y que va más allá de lo que ven los ojos-, el impagable Nomoz y una historia que rompe el esquema habitual de la dinámica héroe antagonista.

¿Resultado? Una miniserie que disfruto releyendo con más asiduidad que otros supuestos “clásicos” del personaje, y que siempre acaba tocandome la fibra sensible al llegar a su emotivo clímax final.

Antes de hablar de From Hell, quizás debería dar gracias a Zebulon por haber visto la adaptación de los hermanos Hughes antes de leer el cómic (probablemente la razón por la que me pareció una película simpática, y no la versión for kids! de la obra de Alan Moore y Eddie Campbell que es).

Siempre he sentido atracción por el retrato de personalidades turbias dibujado por psycho-thrillers como ‘Psicosis’, ‘El Estrangulador de Boston’ o ‘Henry, Retrato de un Asesino’, por lo que una obra que ahondase en las circunstancias y repercusiones de los crímenes de Jack el Destripador me habría resultado interesante incluso antes de saber quien era Alan Moore. Sin embargo, el bardo de Northampton y su compinche fueron mucho más allá, realizando una disección de la sociedad victoriana con la precisión del escalpelo de Sir William Gull.

From Hell va más allá del retrato de la hipotética identidad del asesino que estremeció a una ciudad de Londres hacia la que se aproximaban vientos de cambio. Es mucho más que un ensayo sobre la sociedad de una Inglaterra turbulenta que se preparaba para la entrada del nuevo siglo. Es una diabólica obra de arquitectura narrativa que se extiende por el tiempo y el espacio a partir de cinco mortales puñaladas en el corazón de Whitechapel.

Realidad y ficción se confunden con las densas brumas londinenses en una obra milimétricamene medida en torno al enigmático asesinato de cinco prostitutas en la Londres decimonónica. Sobrecogedora y absorbente, funciona tanto como radiografía del cambio de siglo como angustioso relato de horror en una era en la que los valores y la vida se pagaban con la moneda equivocada.

Con una estética que emula a las tiras de prensa de la época y un poderío narrativo que brinda episodios como la prensentación del asesino o el extremecedor El Mejor Sastre del Mundo, From Hell es una mirada a los abismos a partir de un pavoroso crimen no resuelto que sigue avivando nuestra imaginación más de un siglo después de que tuviese lugar.

Tan denso que es posible extraerle jugo aun tras varias relecturas -siendo recomendable tener siempre a mano una libreta y el apéndice- y con un broche perfecto que es toda una declaración de intenciones, From Hell es uno de los clásicos incuestionables ante el que no queda más remedio que rendirse. Rendirse y contemplar el hipnótico relato que Moore y Campbell nos ofrecen, pronunciando Loor a Ganesha cuando la mano del verdugo lo solicite.

De entre todos los entornos de ficción superhumana, ninguno me parece tan sugerente como el de los X-Men. La razón es una conjunción sinpar entre la nostalgia, un trasfondo repleto de temas sociales fácilmente reconocibles y el ser uno de los pocos grupos de superhéroes que han tenido una trayectoria coherente a través de cincuenta años de Historia. De hecho podría decirse que nadie encarna mejor el espíritu de Marvel que Spider-Man y los X-Men, e incluso hoy que los Vengadores ostentan el rol de buque insignia, lo hacen apoyados sobre los cimientos del entorno mutante.

Gente como Stan Lee, Neal Adams, Chris Claremont o John Byrne contribuyó a que creciera mi devoción por esta parcela del universo Marvel, pero si tuviera que elegir una sola etapa de la Patrulla-X, me quedaría con los New X-Men de Grant Morrison. ¿La mejor andadura del grupo? No partiendo de la base que bebe mucho de la herencia de Claremont. ¿La que encaja mejor con mi visión de los X-Men? Sin duda.

Y es que Morrison debe ser el autor que con más hincapie ha tratado el aspecto simbólico de los X-Men, condensando en 42 números todos los grandes temas de la franquicia con una visión renovada para el público del siglo XXI. El paralelismo de los mutantes con las minorías sociales pasa de la persecución al fenómeno contracultural, abordando su discurso evolutivo desde el ámbito biológico, comunitario, generacional, personal e incluso metatextual.

Superada la marginalidad desde que se transformaron en un fenómeno superventas, Morrison pasa del miedo por lo desconocido a la fascinación por lo subersivo. De los fanáticos religiosos anti-mutantes a cultos new-age basados en la cirugía estética y terapias génicas. De los Morlocks a los barrios suburbiales. De la seclución a la franquicia. De los Nuevos Mutantes a la Banda Omega. Del virus Legado a la droga Coz. De Gambito y Masacre a Fantomex. De Onslaught y el lado oscuro de Xavier a Cassandra Nova. Del sempiterno Lobezno-Jean-Cíclope a la introducción de Emma Frost como nueva Mariposa Mental.

La suya es una etapa llena de mutaciones secundarias, centinelas de diseño, zagales caídos del nido y fly girls, con interesantes revisiones de sagas como La Saga del Fénix, Arma-X, Días del Futuro Pasado o La Guerra de Magneto (así como una magnífica caracterización de los personajes). No entendiendo muy bien porqué algunos guionistas se empeñan en tratarlos como superhéroes cuando funcionan mucho mejor cuando lo hacen desde su identidad propia, ya solo el hecho de que apostase por una revisión de los uniformes de Kirby fue un punto a favor de una de las etapas más mutantes de los X-Men.

Condensando todos los elementos que han engrandecido a la franquicia, y jugando con ellos para crear ideas nuevas y arriesgadas, los Nuevos X-Men de Grant Morrison fueron el revulsivo necesario para sacar a la franquicia de la desidia, y firmar uno de los más interesantes discursos que se hayan hecho nunca sobre el rol del Homo superior en el universo Marvel.

Avisame si lo habías escuchado antes: Desde que empecé a oir hablar de Garth Ennis el guionista de Dicks, Kev, La Brigada de los Fusileros, The Pro, el primer volumen de Furia MAX o Punisher: La Conjura de los Necios se ganó mi animadversión de forma automática. Tampoco es que nada de lo que había leído del guionista ayudase a tener una imagen suya que fuese más allá del habitual gallito de bar, siempre con un comentario soez o un chiste desagradable con el que burlarse del personal.

Ateniéndome a que en la mayoría de sus series se dedicaba a mofarse de los cómics de los demás para destacar lo mucho que molaban sus personajes, no dejaba de preguntarme quién @#$%& era aquel tío, y porqué había tanta gente dispuesta a reirle la gracia.

Pero entonces, Nacimiento cayó en mis manos y fue como si Ennis hubiera bombardeado mi cerebro con napalm, y de entre las llamas emergiera una implacable figura de terrible simetría. ¿Qué mano inmortal pudo concebir el brillante fuego que ardía en los ojos de aquel jinete pálido que cabalgaba a lomos de la muerte?

Acababa de mirar a la cara del abismo mientras nombres como El Puente sobre el Río Kwai, Grupo Salvaje, Apocalipsis Now o Sin Perdón resonaban en mi cabeza. Dirigir hacia el enemigo, dirigir hacia el enemigo… La advertencia de la M18 Claymore se convertía en el siniestro mantra del tenebroso territorio al que nos llevaba Ennis de la mano del justiciero de la calavera.

Un viaje a los más oscuros rincones del alma humana en la que Punisher tenía el cargador lleno y le sobraban balas para todos. Con Darick Robertson y unos irreemplazables Goran Parlov y Leandro Fernández como mejores aliados, la andadura de Garth Ennis se aferraba a las tripas con la fuerza de una granada de fragmentación, arrastrándonos sin remedio a un viaje a través de un viaje sin retorno por la larga y fría oscuridad.

Valley Forge, ¿me recibes? Al final, la guerra de Punisher fue una historia como otra cualquiera. Es la historia de cómo los norirlandeses comenzaron a matarse entre ellos mismos por una guerra que ya no le interesaba a nadie. De cómo los soviéticos ahogaban sus penas en el recuerdo de una gloria pasada y como los Estados Unidos traicionaron a todo por lo que lucharon por un puñado de dólares. Un relato sobre como los tiburones de Wall Street se dieron un festín con sus propias tripas y como las viudas de la guerra fueron complices de las más terribles atrocidades.

Una historia que no deja de repetirse una y otra vez, y en la que nunca faltan los que reciben de la vida una patada en la boca por nacer con el color equivocado, la chica que lo comenzó todo llorando bajo la lluvía y aquellos para los que simplemente no quedan palabras.

“Siempre me pareció que la parábola del hijo pródigo encerraba, pese a no estar exenta de cierta belleza, un trasfondo conceptual enormemente tramposo…”. Llegado el turno de hablar de Lucifer estuve tentado de limitarme a reproducir el fantástico artículo del compañero José Torralba dedicado a la serie de Mike Carey (aunque mejor me limitaré a esta cita inicial). A pesar de que siempre he tenido la impresión de que sus intenciones suelen estar por encima de los resultados, las ideas con las que juega el británico en algunas de sus obras se me antojan tan sugerentes que al final daba igual si al final se quedaba oscilando en torno una órbita cercana.

Siendo Lucifer y The Unwritten las obras que mejor responden a esta descripción, mi duda entre el viaje para la reafirmación personal del Lucero del Alba y la epopeya de Tom Taylor a través de las bambalinas metaficcionales sobre las que se construyen las historias acabó decantándose por la primera por el simple hecho de ser la que está completa (y que siempre es más fácil valorar una obra cuyo final conoces que aquella que no).

Cualquiera de las dos obras sin embargo podría definir que es lo que me fascina de sus historias, y de esa particular habilidad para entretejer relatos a partir de diferentes hilos que tiene Mike Carey. En ambos casos, Lucifer y Tom Taylor ejercen como catalizadores de un crisol de historias ajenas en las que muchas veces solo tienen un papel tangencial. En las dos, la habilidad del guionista para apelar a principios abstractos que juegan con la etimología de las ideas se muestra pareja con la química que profesa junto a los dibujantes Peter Gross y Dean Ormston.

A favor de la serie protagonizada por el diabólico David Bowie presentado en las páginas de The Sandman cabe destacar además el irresistible carisma de un ángel caído obcecado en escapar a la predestinación, así como del inolvidable elenco de secundarios que se suma a lo largo del viaje. Lucifer es en otras palabras la definición de cómo sería mi modelo de cómic perfecto. Un cómic que juega de forma creativa y valiente con conceptos más viejos que el mundo y que transmite esa sensación de cuento de antes de dormir de las historias que alimentan los suñeos. Un cómic en el que no hay una línea moral clara más allá de los intereses personales de los personajes centrales, y en el que estos saben hacerse a un lado cuando toca dar cobijo a esas pequeñas historias que de verdad importan.

Un cómic que narra una gran historia que es a su vez la suma de un mar de historias, tentándote desde la estantería a perderte entre sus páginas. Da igual si es para una relectura completa de los 11 tomos, o si es para coger uno al azar y aventurarte con lo que puedas encontrar allí. Lucifer siempre tiene una historia para el viajero que se deje engatusar por el piano que suena en el Lux de Los Angeles.

Cuando se habla del belga Andre Franquin lo habitual es referirse a Gaston LaGaffe, Spirou y Fantasio, Modesto y Pompon o Marsupilami. Básicamente estamos hablando de la piedra angular del cómic europeo y uno de los historietistas más influyentes que haya dado el viejo continente (que se lo digan a Ibañez).

Puede que fuera por la época que lo leí o porque me pillara completamente bajo de guardia, pero en mi caso ninguna de sus obras me ha fascinado tanto como lo hizo su Idées Noires. En plenos años setenta y tras 30 años llenando de jovialidad y color las historietas que salían de su mano, Franquin dio un giro radical a su carrera con una colección de tiras plagadas de humor negro y fatalismo vital, con una feroz acidez en ocasiones difícil de digerir.

Abandonando los colores vivos de sus anteriores obras, el creador de Spirou y Fantasio tiró del blanco y negro para crear una asfixiante batería de dardos envenenados con los que no dejaba títere con cabeza. Demoledora, terrible y con poco hueco para el optimismo, Ideas Negras no es el mejor cómic para dejar en las baldas más bajas de una biblioteca ni a manos de un lector con con tendencias maniacodepresivas.

Temas como el suicidio, el antropocentrismo, los desastres ecológicos, la estructura social o los accidentes cotidianos se abordaban de forma incendiaria e incómoda. Un cocktail Molotov gráfico contra la consciencia de nuestra sociedad, al que se le olvidó la mesura en casa y corroe todo lo que toca como una lluvia de ácido esparcida a diestro y siniestro.

Yang para el resto de su Ying, Ideas Negras es una obra única, así como la antítesis todo lo que hizo Franquin a lo largo de su carrera. Antojándose como una suerte de válvula de escape con la que dar salida a todos los pensamientos retorcidos y macabros que había guardado para si mismo, su eclosión trajo consigo un puñetazo visceral y sin completaciones como pocas veces se haya visto en el mundo del cómic.

Pese a que Spider-Man fue el protagonista de un buen puñado de las lecturas, series de televisión y películas con las que crecí, me tiré una buena temporada sin saber de él. No por ninguna Saga Clon o Mefistazo que me obligara a renegar de nuestro amistoso vecino Spider-Man, sino como estos amigos de la infancia con los que pierdes progresivamente el contacto y con los que no vuelves a reencontrarte hasta años después.

La excusa para volver a leer Spider-Man fue un cúmulo de factores entre el resurgir de las películas de superhéroes, el lanzamiento de la línea Ultimate, el recuerdo de las sagas originales de los Seis Siniestros y que aquel día llevaba tres Euros y medio de más en el bolsillo. Atendiendo fielmente a mi cita mensual con The Ultimates y Ultimate X-Men, una portada en la que aparecía el Hombre Araña Definitivo peleando contra uno de sus pertinaces enemigos me animó a sumar la serie a mis compras.

Aunque tampoco era nuevo a las actualizaciones de las historias del personaje (y no señalo a nadie John Byrne), aquel tratamiento fresco y cercano me encandiló lo suficiente para mantenerla entre mis lecturas regulares e incluso agenciarme todo el material atrasado. Siendo mi primer contacto con aquel guionista polémico del que tanto hablaba la gente en las redes, mi experiencia con la serie fue era generalmente positiva a pesar de alternar sagas brillantes frente a otras que daban ganas de estrangular a Bendis.

Los años siguieron pasando y Ultimate Spider-Man se convirtió junto a X-Factor en el último cómic de la pila de grapas de cada mes. ¿Por ser los que menos me gustaba? Todo lo contrario: Porque eran los que me aseguraban terminar con una sonrisa en la cara. Y entonces, llegó el día en el que me di cuenta que mientras las demás series perdían interés y frescura Ultimate Spider-Man no dejaba de crecer para dejar de ser una tantas y terminar por convertirse en La Serie.

Daba igual que el tema fuera el regreso de Harry Osborn, que Spider-Man y Kitty Pryde comenzasen a salir juntos o una versión de la Saga Clon. Bendis y Bagley siempre estaban ahí para cumplir con nota, con la familiaridad de aquel joven Spider-Man a quien habíamos llegado a conocer como una persona de carne y hueso. Después vendrían Stuart Immonen, la Guerra de los Simbiontes, Ultimatum, David LaFuente… y una anunciada tragelia que nos dejó desolados antes de dejar resurgir la vida con la forma de Miles Morales.

Trece años de un cómic que sin artificios, sin necesidad de reinventar la rueda ni ser más que una lectura ingeniosa y divertida (al más puro estilo de aquellas que nos engancharon al medio cuando empezamos a acercarnos al medio). Así que, ¿cual es el mejor cómic del mundo? ¿Aquel que lo pone todo patas arriba en un par de números y luce bonito en nuestra biblioteca con todo su prestigio internacional o el que nos acompaña durante la mitad de nuestra vida sin decepcionarnos ni una sola vez? Personalmente lo tengo muy claro, y el caso es que Watchmen no aparece en mi lista.

Hay personajes de cómic que te seducen lentamente. Personajes con los que vas familiarizándote poco a poco hasta que sientes esa humana necesidad de saber que ha sido de ellos que tanto le disgusta a Alan Moore. En otros casos el flechazo es tan inmediato como lo que me ocurrió con el personaje de Matt Wagner.

Partiendo de uno de los mejores diseños de la Historia del cómic, Grendel es una creación de una nitidez tan brillante que es imposible no caer prendado como una colegiala ante su determinación por El Juego. En un mundo mediocre y gris, marcado por el mortecino letargo al que nos condenamos a vivir a cambio de una holgaza de pan y un cazo de caldo, Hunter Rose es el depredador hambriento que todos llevamos dentro.

Dinero, sexo, fama, presitigio… Simples baratelas cuando se puede disfrutar de una vida de adrenalina constante, riéndose de la muerte y siempre al borde del abismo. Ese es el juego de poder de esta antítesis perfecta de Batman, y que armado con su horca se convirtó en el implacable señor del crimen de Nueva York.

Wagner tenía material para convertir a su creación ern un personaje de aventuras ad finitum, pero en su lugar decidió dar un volantazo y escribir una leyenda. El demonio, el lobo, la intimidad de la azotea y la muerte pendiendo sobre ambos. El centro de gravedad sobre el que gira toda la mitología de Grendel y sobre el que Wagner acaba volviendo una y otra vez. Siempre añadiendo nuevas capas, siempre poniéndose a prueba a prueba los límites de la narrativa y siempre con un nuevo desafío. Porque Grendel es el juego, el fuego primordial, la materia prima que infunde de arte el lápiz y la letra de Wagner para dar vida a su arte cada vez que el evangelista y su demonio vuelven a coincidir.

Cada dia, decenas de personas mueren en la ciudad de Tokyo. Accidentes ferroviarios, ajustes de cuenta entre la yakuza, enfermedad, suicidio… nada en común, excepto por la salvedad de que varios de ellos despiertan en un apartamento sin más contenido que una esfera perfecta de color negro.

Así de potente es el comienzo del perverso juego de supervivencia que nos ofrece Hiroyu Oku en este popular manga en el que varias personas anónimas se ven forzadas a participar en la caza del monstruo con unas reglas muy sencillas: Matas y puedes recuperar tu antigua vida hasta que de comienzo la próxima partida; fallas, y estás muerto. Sobre las razones de incluirlo como épilogo en mi lista es que por un lado de una obra con unas características tan “peculiares” que me andaría con ojo antes de recomendárselo a nadie y por otro -demonios- es el cómic de catarsis perfecto.

La mejor forma de describir Gantz es como una gran paja. Un cómic en el que a partir de una premisa con gancho Oku se las vale para meter todo lo que mola: Hostias como panes, pistolones gigantescos, trajes de combate de estética sado-cyberpunk que dejan más bien poco a la imaginación, desmembramientos gratuitos, desnudos todavía más gratuitos, figuras de Playmobil asesinas, dinosaurios, alienígenas, estatuas del renacimiento antropófagas, tasas de mortalidad disparatadamente altas, poderes psíquicos a lo Carrie, sexo sin previo aviso, vampiros con indumentaria a lo Kill Bill, más alienígenas… Tú pide que lo más probable es que Oku ya lo haya hecho en este espectáculo hedonista enfermizamente imaginativo que haría llorar de emoción a Paul Verhoeven.

Todo con un grado de descompressive que hace que un tomo de 200 páginas equivalga a una grapa de 48 páginas de Brian Michael Bendis, y un nivel de fanservice de vergüenza ajena para arriba. Pero paralelamente Gantz es una obra con una deriva de personajes sumamente interesante en la que su autor nunca deja de abordar a los protagonistas como personas corrientes atrapadas en una situación ridiculamente atroz. Tu abuela, tu hermano pequeño, aquel compañero del instituto del que llevabas tiempo sin saber, la chica que te gustaba en el colegio, tu perro, un oso panda… Cualquiera puede convertirse en este macabro juego sin más sentido que matar o morir y que alcanza unos niveles de intensidad espectacularmente altos en todo el tramo que abarca desde la misión del templo Buda hasta la invasión.

Pudiendo valorarlo únicamente como un cómic malo cojonudamente bueno, tenía que incluirla como epílogo de mi lista porque sí. Porque ni el cómic, ni el cine ni la televisión han tenido nunca los redaños de congregar tal grado de comomolismo pirotécnico con todos los ingredientes para ser el divertimento más descaradamente sexy que he disfrutado a lo largo de mi vida como lector de cómics.