Edición original: Née quelque part (Guy Delcourt, 2004).
Edición nacional/ España: Nacida en cualquier parte (Glénat, 2007).
Guión, Dibujo y Color: Johanna Schipper.
Formato: Novela Gráfica cartoné con sobrecubiertas, 112 págs.
Precio: 14€.
Lo bueno de estar siempre buscando propuestas diferentes, caminos no trillados, jóvenes promesas, autores olvidados o simplemente desconocidos es que amplías tu visión del mundo, no te quedas encasillado en una confortable zona de seguridad y descubres cosas nuevas y estimulantes; lo malo es, por supuesto, que no siempre aciertas, bien sea porque excede la configuración de tus gustos o porque, en realidad, el anonimato tenía su razón de ser. Nacida en cualquier parte, escrito y dibujado por Johanna Schipper (Taiwan, 1967), es un poco este último caso. ¿Por qué, entonces, voy a perder mi tiempo y el de ustedes dedicándole unas líneas? No está en mi ánimo ensimismarme con tebeos mediocres. Sin embargo, este fracaso puede ser muy ilustrativo tanto para analizar qué busco en un cómic como para reflexionar sobre algunos de los males que aquejan al medio, en este caso en la vertiente “autoral” por oposición a la “industrial”.
“Nadja nació en Taiwan, la antigua Formosa. Podría haber nacido en África, en Oceanía o en cualquier otra parte. Eso dependía de su padre etnólogo. Nadja quiere averiguar por qué y cómo sus padres acabaron allí. Aprender más sobre su nacimiento, sobre su infancia. Así que emprende un auténtico viaje de exploración. Recorre las calles de las ciudades del norte al sur de la isla, avanza descubriendo su pasado oculto, el suyo y el de su familia.”
[de la solapa del libro]
El propio título juega al despiste. Tras un azar familiar, un desarraigo, un “no importa dónde nací sino lo que soy y dónde estoy”, que parece evocar la frase “Nacida en cualquier parte”, se oculta sin embargo una búsqueda de las raíces, una melancolía por los lugares de la infancia, una recuperación de las sensaciones inasibles que debe ser satisfecha antes de poder seguir adelante. Un error de concepto que lastra todo el libro. Hasta tal punto es perjudicial que la sinopsis descrita, que podría ser la de una obra de Cosey (Viaje a Italia) o Taniguchi (El almanaque de mi padre), resulta inadecuada. Sí, Nadja viaja, en teoría, con esas intenciones. Solo que regresa, aparentemente satisfecha, lista para reanudar su vida en París, sin haber encontrado ninguna de las respuestas que buscaba. ¡Ojo! No dudo de que la travesía haya servido de algo a la autora. Desgraciadamente, poco ha apreciado el lector. ¿Por qué?
Días atrás, luego de una charla sobre Watchmen, distendidos ya alrededor de unas cervezas, la periodista Elisa McCausland lamentaba que muchos autores, escudándose en una supuesta libertad creativa que ampara el resbaladizo concepto de Novela Gráfica, despreciaban, incluso con soberbia, las más elementales exigencias de este arte, las más sencillas técnicas que echan a andar una historia. Temo que el diagnóstico se ajuste a este paciente. Johanna se ha lanzado a escribir y a dibujar páginas y páginas confiando en el interés intrínseco de su peripecia, sin preocuparse lo más mínimo de hacerla atractiva ni siquiera para sí misma. Elige, por comodidad, la apariencia de diario. Pero, al contrario que Frédéric Boilet en La espinaca de Yukiko (apasionado por el punto de vista, obsesionado incluso por las cualidades inquisitivas de la mirada), Johanna cae sistemáticamente en errores de novato, casi un prontuario de la bisoñez: estructuras narrativas rutinarias, casi siempre usando la página como secuencia (o sea: como unidad de tiempo, lugar y acción), repetitivas (una y otra vez emplea el truco de la viñeta a sangre con la imagen de un mapa, una carta, una fotografía -es decir: un elemento iconográfico inmóvil- para situar la acción, un equivalente de los planos de archivo de los exteriores de los edificios en muchas series de tv); los textos repiten lo que vemos en la viñeta o, peor, se ponen poéticos sin venir a cuento, como extractando las frases que gustan de una canción o novela; la voz de la autora es tan invasiva que borra al resto de personajes, yugulando cualquier posible interacción o empatía; los fondos no están lo suficientemente trabajados para sumergirnos en las localizaciones extranjeras, pero tampoco los rostros son lo suficientemente expresivos para conducir la historia por sí solos; curiosamente, el estilo de dibujo está lejos de ser amateur, tanto en el trazo como en el uso del color: de un vistazo gusta y atrae. No en vano estudió cómic en l’Ècole Superieure de l’Image de Angouleme y se fogueó en la serie infantil Phosfées antes de abordar este, su primer trabajo de envergadura. Sin embargo, carece de habilidad narrativa, no sirve de vehículo para la historia y tampoco resulta tan hermoso como para admirarlo por su exclusivo valor estético. Todo el rato es un “quiero y no puedo”, como si la autora no se hubiera tomado la molestia de buscar la mejor forma de transmitir su vivencia, como si no hubiera elaboración alguna más que presentar los hechos de manera comprensible. La antítesis de lo que hizo Judd Winick en Pedro y yo, donde en cada plancha se apreciaba la dedicación concienzuda por ser expresivo, por seducir al lector, por adornar con detalles. Y a años luz de virtuosos como Vittorio Giardino (Jonas Fink), quien con un relato de estas características nos hubiera presentado un Taiwan inolvidable, o de propuestas más ambiciosas como Un pequeño asesinato, de Alan Moore y Óscar Zárate, que -bajo toda su sofisticación- no deja de ser un intento de recuperar la propia identidad sepultada aún en los lugares que amamos.
El libro está editado con primor, en tapa dura, y con páginas que reproducen la tinta y el color hasta en sus menores matices. Se nota una intención de trascendencia, de contar esa pequeña historia universal por lo local, de quien Taniguchi es uno de los más egregios exponentes. Y, siendo sincero, tampoco es un tebeo atroz, un mata neuronas de esos que la industria expide regularmente para satisfacer nuestros bajos instintos. Precisamente esa es la pena, como si el resultado debiera más a la indolencia que a la verdadera ineptitud. Como si fuera un capricho destinado más a la autosatisfacción que a la lectura. En definitiva, Nacida en cualquier parte ejemplifica la dificultad de seducir al lector con esas pequeñas historias cercanas al slice of life que, en manos de autores talentosos, parecen maravillosas e infalibles, sin artificios, pero que encierran bajo esa capa de sencillez una precisión y sabiduría al alcance de poquísimos cultivadores.