Batman: Tierra Uno

 

Edición original: Batman: Earth One (julio de 2012); DC Comics.
Edición nacional/ España: noviembre de 2012, ECC ediciones.
Guión: Geoff Johns.
Dibujo: Gary Frank.
Entintado: Jonathan Sibal.
Color: Brad Anderson.
Formato: tomo de 144 págs. encuadernado en cartoné.
Precio: 15,95 €.

Los foros del fandom son una evidente arma de doble filo: si bien resultan un filtro fiable para descubrir obras que de otra forma pasarían de largo entre la marabunta de títulos mensuales, son un dilema a la hora de evitar este o aquel spoiler o tomar como válidas algunas opiniones un tanto cerradas e incluso fanáticas que, de medrar, habrían hecho que me perdiese obras como ésta, por ejemplo.

Que sí, mucho se ha hablado y escrito de este acercamiento al mito de Batman desde la perspectiva de Johns y Frank, más para mal que para bien, pero la única manera de hacerle justicia a un trabajo de dos monstruos –con todo lo que ello conlleva- del cómic norteamericano actual es, finalmente, darle una oportunidad. Y no sólo me arrepiento, sino que me alegro de haberlo hecho.

Si tomamos la perspectiva, totalmente necesaria, de contemplar el producto como lo que es –un giro adulto para un mercado ídem; o una “ultimatización” para nuevos lectores-, Batman Tierra Uno cumple. Con creces. Ya no sólo por ser una obra que se lee de un tirón, con personajes atractivos, bien estructurada y mejor dibujada, sino porque verdaderamente supone contar el origen del cruzado enmascarado desde una visión singular, que la separa de todas las anteriores. Aunque beba de muchas de ellas. Pero, por suerte, propone caminos nuevos, que, si nada se tuerce, se desarrollarán en próximas entregas. Y si tienen el trazo de Gary Frank, tanto mejor.

Porque esto no es Batman, amigos, y es Batman del todo. Es un giro de ciento ochenta grados, tan radical o más que el perpetrado por Nolan y compañía en la reciente saga cinematográfica. Lo que demuestra que el personaje es tan maleable, tan rico, que va a poder soportar los embates del tiempo y de las modas durante otros setenta años. Seguro. Pues ole y que yo lo vea.
Al lío. ¿Qué tiene de nuevo entonces esta aproximación firmada por el ubicuo Geoff Johns? Pues de entrada, la pareja protagonista, Bruce Wayne y Alfred, cuyo lavado de cara los aleja fuertemente del canon –si es que hay alguno-. Aquí no encontraréis al detective sagaz –éste, si no llega a ser por Snyder, hace años que hubiera desaparecido-, ni al guerrero ninja. En su defecto, un muchacho ingenuo, obsesionado con vengarse de la muerte de sus padres a manos del alcalde. Y para ello, busca la ayuda de su padrino/mayordomo, un Alfred reconvertido en antiguo marine. A priori no suena bien, lo sé. Pero gracias a cierta alquimia imposible –y al buen hacer visual del bueno de Frank-, la historia funciona. ¿Por qué? Porque Wayne no es un héroe, ni llega a serlo a lo largo del tebeo sino hasta el final. Es más bien patoso, arrogante e incluso iluso, con sacos de suerte a sus espaldas. Pero que con empeño, logra mejorar en su misión. Aunque no mucho. Le vemos sufrir, padecer los golpes, darse de bruces contra una realidad plasmada a golpe de matices crueles y violencia cruda. Es decir, Johns lo aleja del pulp o del noir y lo muestra desde un punto de vista descarnado y moderno, donde los villanos escucharían rap en vez de jazz.

Y esto funciona no sólo por los guiños al universo del murciélago, con nombres y referencias a lo que está por venir. Funciona porque Johns logra que el personaje protagonista desprenda cierto patetismo, cierta compasión ante su cruzada ingenua, que logra humanizarlo. Esto se ve extrapolado a nivel visual a través de una serie de decisiones pequeñas a priori, pero brillantes en su ejecución. Por ejemplo, la inutilidad de algunos gadgets, el uso de un disfraz que no parece una armadura o sobretodo, los ojos azules al descubierto bajo la máscara, obviando los constantes triángulos blancos, tan dramáticos, pero inviables en un acercamiento como éste. Ayuda a su vez la crudeza de las peleas, donde cada golpe duele, o donde saltar de un edificio a otro supone un serio problema. Las balas silban y chocan contra objetivos que sangran y las navajas cortan.
Funciona porque parece que Johns tiene carta blanca no sólo para darle un giro a los personajes, sino para hacerlos evolucionar en la trama. Ni Gordon ni Bullock resultan los mismos tras los sucesos narrados. Lo mismo que Wayne o Alfred. Y eso los hace más interesantes, sí, los acerca al lector y los hace avanzar, dejan de ser estatuas que sueltan frases hasta llegar al final. El escritor, listo como pocos, digan lo que digan, sabe que la única manera de hacerlos atractivos de nuevo es logrando que lo que suceda les afecte. Como en las buenas series de TV, o en las mejores novelas, donde los personajes realizan un viaje a través del cual jamás volverán a ser los mismos. Ojalá pueda el Señor Johns seguir esta senda dramática en las siguientes –e imagino que inevitables- entregas.

Es momento de hablar de Gary Frank. El dibujante inglés llamó mi atención en aquellos primerizos números de Hulk, se consolidó junto a Straczinsky en la –injustamente olvidada- Midnight Nation y se consagró junto a Johns en Action Comics, logrando, para quien esto escribe, una de las mejores plasmaciones gráficas de Superman. De todos los tiempos. A quien le haya picado el gusanillo, que se acerque a las páginas de la saga de Brainiac, por ejemplo, y disfrute. Así que las ganas de ver lo que iba a hacer con un Batman adaptado a las nuevas generaciones eran poderosas. Y no sólo no defrauda, sino que ha dado un salto cualitativo. Si bien ciertos de sus tics siguen ahí –la similitud de ciertas facciones, lo estático de algunas posturas-, su trazo ha vuelto a mejorar: los encuadres están cuidados y pensados, el storytelling vía viñetas tiene un ritmo propio que podría leerse a veces sin diálogos, el abanico expresivo de los rostros es cada vez más amplio. En fin, una delicia visual, que bien vale el precio del tomo. Desde luego, da lecciones a esa extensa cantera de dibujantes hot incapaces de más que de poses y bocas llenas de dientes.
En definitiva, un placer inesperado.