Ya tenemos entre manos el nuevo tomo de Bogavante Johnson. Y en esta ocasión, Norma Editorial recopila en él no una sino dos miniseries consecutivas (muy breves, eso sí: de tan solo tres episodios cada una) dedicadas al personaje.
En la primera, Los Monstruos de metal del centro de la ciudad (sí, es curioso que se haya intercambiado el orden en el título del volumen, pero efectivamente esta es la primera) tres robots aparecen en el centro del Nueva York de los años 30 para lógico estupor de los asombradísimos ciudadanos. El trío de bestias mecánicas siembra el caos y la destrucción a su paso, sin que ni las fuerzas de policía de la gran manzana ni el justiciero pulp titular de la serie (ayudado, por supuesto, por sus habituales colaboradores) consigan detenerlos, ni usando todos los medios a su disposición. No solo falla la fuerza bruta, sino que además es complicado seguir un hilo de investigación que lleve a dar alguna clave sobre estos autómatas, dado que sus caóticas acciones no parecen seguir objetivo ni beneficio alguno.
Con El Fantasma del Pirata, nos reencontramos con el líder mafioso Arnie Wald, oponente habitual en esta cabecera. Wald ha tenido que pasar a la clandestinidad, acorralado por El Bogavante, y desde su exilio planea formas de volver y vengarse del justiciero. Además, como pudimos ver en anteriores entregas, su inquietante lugarteniente Isog le ha ido proporcionando piezas históricas del enigmático puzzle que componen la figura y el linaje de su enmascarado adversario. El jefe mafioso tiene en posesión la mano disecada de un supuesto antepasado del Bogavante, un sanguinario pirata. Y, ya sea por obsesión o porque realmente el fantasma del bucanero ha empezado a aparecérsele y darle consejos, comienza a desplegar un nuevo plan. Y mientras tanto, El Bogavante y sus hombres siguen escarbando en el mundo criminal para averiguar el paradero de Wald.
La primera historia es un apasionante divertimento, tan entretenido con los choques entre moles mecánicas, y de estos a su vez con el mundo urbano-criminal con tintes pulp de Bogavante Johnson, como intrascendente para la continuidad de la serie. Se trata de una aventura más, quizás incluso más espectacular que las vistas hasta ahora, pero sin mayor consecuencia para las subtramas que se han ido desarrollando hasta ahora. Por supuesto, esto no la hace inferior, ni muchísimo menos; simplemente puntualizamos. Y eso sí, es patentemente parte de una continuidad mayor, la del universo Hellboy en la que se enclava, ya que la referencia a lo que pudimos ver en la saga Las Tierras Huecas de la serie AIDP es fundamental en este relato. Y, sin embargo, en un alarde de genialidad por parte del guionista John Arcudi (quien, recordemos, tomó las riendas de AIDP en su día para usar historias anteriores a él como Las Tierras Huecas y llevar la serie a sus más altas cotas de grandeza) para nada es imprescindible haberla leído para disfrutar plenamente de esta historia del Bogavante. Si es así, tienes un elemento contextualizador más, un pequeño, digamos, obsequio como lector. Si no, esa ausencia no interfiere para nada en la compresión y placer de esta lectura. Lo que debiera ser siempre el buen uso de ese concepto comiquero que es la continuidad, vaya, y que desgraciadamente tan mal se gestiona habitualmente. Resaltamos a Arcudi com guionista porque, aunque figura como tal, se sabe que Mike Mignola tan solo ejerce plateando los argumentos.
También asistimos a una escena que ya habíamos visto antes, en forma de flashback, en la serie de AIDP, protagonizado entonces por un allí anciano Harry MacTell. En esa misma línea, la de la continuidad, y la de ése miembro del elenco de agentes del Bogavante, llegamos a un punto de inflexión de uno de los hilos secundarios que han ido caracterizando esta serie: el de la relación entre MacTell y la periodista Cindy Tynan. La evolución de esta pareja ha sido uno de los puntos fuertes de la serie, por su encanto y atipicidad (un romance interracial entre la arquetípica periodista de los años 30 a lo Lois Lane, y no el héroe titular, sino su admirable y afroamericano ayudante), y ver su comprensible crisis, consigue llegarte como lector y que duela un poco. Sobre todo cuando parte de ella es debida a un interesante factor que cobra especial relieve aquí: la inhumanidad del justiciero de la pinza, y de su política de que el fin justifica los medios.
Mención aparte merece, siempre en esta serie, el espectacular trabajo de Tonci Zonjic al dibujo. Hay que decirlo más: éste es uno de los mayores talentos en activo en toda la industria norteamericana, y el texto firmado por el pintor Clem Robbins que acompaña al tomo, ensalzando la figura del artista Croata, no exagera un ápice, Y para muestra, tenemos justo a continuación de ese escrito unos formidables extras en forma de bocetos de Zonjic que son para dejarnos con la boca abierta.
En fin, que siempre les recomendamos esta colección con cada tomo que aparece de la misma. Una pena que no tenga tanto predicamento como otras, ya que a gusto particular del que escribe estas líneas, esta es la serie más disfrutable de entre todas las que componen, con un nivel medio ya de por sí altísimo en general, el universo de Hellboy creado por Mike Mignola.