Capitán América vol. 8 nº 26 y 27

 

Edición original: Marvel Comics – enero-marzo 2013
Edición España: Panini Comics – marzo-abril 2013
Guión: Rick Remender
Dibujo: John Romita JR
Entintado: Klaus Janson
Color: Dean White
Portada: John Romita JR, Klaus Janson, Dean White
Precio: 2,50 euros / 3,25 euros (números 26 y 27 de la serie regular de treinta y dos y cuarenta y ocho páginas).

 

Después de la larga etapa de Ed Brubaker al frente del Capitán América son Rick Remender y John Romita JR los que toman el relevo en una franquicia que a día de hoy goza de buena salud, en parte por la labor del amigo Bru –cuya duración en la serie es sólo comparable con la de Mark Gruenwald- y en parte porque al Capi le pilló la ola cinematográfica marveliana. Durante casi diez años –cifra mágica a la que pocos llegaban antaño y que ahora se antoja inalcanzable por obra y gracia de los sucesivos relanzamientos, reseteos y demás- don Ed movió las piezas del mundo del abanderado imprimiendo un tono realista (al modelo de las películas de espías más modernas), recuperó a “Bucky” Barnes (en un ejercicio de “retrocontinuidad” que generó en su momento la consabida polémica) le dotó de una personalidad y una historia interesantes (y acordes con los juegos de engaño y muerte inherente al espionaje que parecen serle tan caros al guionista) y le convirtió en el nuevo Capitán América. Casi habría que empezar a pensar en una tradición no escrita por la cual cualquier guionista que haya pasado por la colección del cabeza alada intente convencernos de que el héroe es algo más que la bandera y el escudo, otorgándole el uniforme o disfraz a otra persona distinta de Steve Rogers. Los experimentos ya sabemos cómo terminan, pero son pocos los “sustitutos” que han podido sobrevivir a la experiencia de ¿disfrutar? del legado del Capi. John Walker, el U. S. Agente sigue por aquí después de veinticinco años y James Barnes puede estar eternamente agradecido a Bru por haberle rescatado del limbo de la edad dorada y el catálogo de los compañeros tirando a inútiles para convertirle en un personaje que ya forma parte del paisaje de la editorial, saliendo en videojuegos, series de animación y próximamente en la continuación de la película del vengador abanderado. Quizá esté divagando pero para afrontar la lectura de esta nueva etapa de las aventuras del Capi –de sus inicios, para ser más exactos- hay que echar la mirada atrás y ver qué es lo que acaba de terminar. La etapa de Brubaker pasará a la historia del personaje como una de las más importantes, definida por el ya mencionado tono realista y sus oportunas dosis de oscuridad. Quizá para una parte de la afición esas tendencias chocaban un poco con el carácter colorista y estrafalario que tenía una parte de la franquicia tricolor (resulta un poco complicado ver como amenazas serias a Batroc el Saltarín o al doctor loco Arnim Zola) pero el resultado solamente puede etiquetarse como positivo, aunque Bru pasara un poco de largo de ciertos aspectos definitorios del personaje (como su oposición constante a arrebatar vidas). Fue una pena que el estatus de Steve Rogers como supersoldado al frente de la seguridad y la coordinación de los distintos equipos con sanción oficial y James Barnes como Capitán América no continuara, por los motivos que ya sabemos y porque según otra ley no escrita de un tiempo a esta parte el último en salir tiene que dejar todo ordenado para el que venga después. Así pues, tenemos a don Steven como el Capitán América, uno cada vez más parecido en su uniforme a la versión “ultimatera” y consecuentemente a la cinematográfica.

Conscientes de que las comparativas iban a ser inevitables, Remender y Romita JR han optado por contar historias tributarias de otra tradición de la larguísima trayectoria del Capi. Aquélla que, como rezaba el prólogo del tomo Calles envenenadas hace casi veinte años, indicaba que el personaje, como buen hijo de Kirby que era y es, se componía de colorido, acción (y el Cráneo Rojo). Al tono oscuro y la narrativa de arco largo han venido a sucederlas un comienzo trepidante y un paseo por dimensiones alternativas con criaturas raras y científicos locos. Estos dos primeros números son, evidentemente, de toma de contacto en los que podemos encontrar referencias a algunas historias del pasado del personaje. Para empezar se mantiene su relación con Sharon Carter, pareja oficial de Rogers que ha rondado por la franquicia desde que fuera recuperada hace casi veinte años -¡uf!- por Mark Waid. En el primer capítulo ambos hablan sobre el futuro de la relación y se plantean la posibilidad de dar el paso de formalizar definitivamente la misma y contraer matrimonio. Una conversación que bien podría acabar en bodorrio, bien en el enésimo recordatorio de que Steven está casado con su patria y bla, bli, blu. ¿Alguna vez se planteó el buen Capitán dejar eso de pecar y convertir a su pareja en una mujer decente? Tirando de la siempre poco fiable memoria me sale su compromiso con Bernie Rosenthal (he estado a punto de escribir Bernie Wrightson) personaje introducido por Roger Stern y John Byrne que J. M. DeMatteis, Mike Zeck y Mike Carlin matuvieron pero que Gruenwald se encargó de mandar a estudiar Derecho en una Universidad de fuera de Nueva York, rompiendo el futurible enlace y manteniéndola de fondo para que un día perdiera a un catatónico Dennis Dunphy y otro fuera asesora legal de una atribulada Iguana. Don Mark lo aprovechaba todo.

El primer arco argumental evoca –al menos a mi disparatada cabeza- a una historia de DeMatteis y Zeck en la que el Capi acababa viajando, por involuntaria cortesía del primer Deathlock, a un futuro cercano postapocalíptico cuya existencia debería –y conseguiría- evitar (siempre dentro del desbarajuste que supone lo de manipular la corriente temporal, cuyas implicaciones varían en función del escritor). Aquí una línea del metro se convierte en el pasaporte ideal para visitar un mundo pródigo en pesadillas genéticas realizadas por cortesía del científico nazi Arnim Zola. En esta realidad el Capi se convierte, como no podía ser de otra manera, en adversario de aquél, mientras sus esperanzas de regresar a casa quedan en barbecho. En dos números Remender se ha encargado de variar el rumbo y ofrecer algo distinto que agradará a quienes estuvieran un poco cansados de la impronta de Bru.

En la parte gráfica, como se ha dicho, tenemos a John Romita JR haciendo una etapa por una de las pocas colecciones marvelianas clásicas que le quedaba por visitar. Su labor se halla en la línea de las precedentes y un poco alejada del nivel al que nos tenía acostumbrados hasta no hacía tanto. Figuras angulosas, bloques a tutiplén, manos y dedos como piezas de Lego y un entintado de Klaus Janson que se las ve y se las desea para enmascarar el evidente bajón en la calidad de los lápices de un caballero que no hacía demasiado era apuesta segura. La portada reproducida en el interior del segundo número –la del Capi junto a una niña pequeña- es el más palpable y doloroso ejemplo de los lápices de don John. Quizá su edad –hablamos de un señor que ya tiene cincuenta y pico años, si no me falla la memoria- o el trabajo constante durante más de treinta años –el otro día comentaba su aparición en la colección del Hombre de Hierro- estén empezando a pasar factura, pero en tal caso no sería mala cosa que Marvel racionara un poco las apariciones de un artista que ha sido su estrella más fiable desde hace mucho, pero mucho tiempo.