Por José Antonio Fideu Martínez con ilustraciones de Vicente Cifuentes
Adaptación de José Antonio Fideu (con permiso de los herederos) de un guión para cómic, escrito en 1973 por Vincent F. Martin. Sería publicado, con ciertas modificaciones, dos años más tarde, ilustrado por Joe Kubert.
Pete Costanza dibujaría, al menos veinte números de las aventuras del capitán Meteoro, quizás alguno más, a finales de los años treinta y en la primera parte de la década de mil novecientos cuarenta. Estos números, objeto hoy de de culto por parte de coleccionista y aficionados en general, llevaron un subtitulo que se colocaba de manera indefectible, justamente debajo del rotulo de cabecera de la serie. Así, bajo el nombre de nuestro héroe, Capitán Meteoro, en esos años, aparecía siempre una palabra que hoy es considerada mítica por todos los que leyeron aquellas historias: ¡Reclutado! De esta forma, Vincent F. Martin se unía al esfuerzo de ganar una guerra de la mejor manera que podía. Habiendo sido excluido del servicio por un grave problema de visión –los que conocieron a Martin recuerdan siempre, de manera recurrente, su mirada atenta, sus enormes ojos deformados por los gruesos cristales de sus gafas-, al editor no le quedó mas remedio que mandar a su héroe, a su otro yo, a la guerra.
No sería raro encontrar tebeos del capitán en los petates de los soldados. Se le utilizó para explicar el funcionamiento de aparatos, apareció en manuales de instrucciones ilustrados y en carteles de propaganda y, más de uno, voló acompañado por él. Que se sepa, al menos catorce aparatos de las fuerzas aéreas americanas llevaron referencias a nuestro campeón ya en el nombre, ya pintadas en el fuselaje. Además, es popularmente conocido el apelativo informal que se aplicaban los muchachos de la tercera compañía aerotransportada de marines: “Los chicos del meteoro”, se hacían llamar…
“La guerra es un estado natural del hombre”.
Napoleón Bonaparte.
“En la guerra ocurre la siguiente iniquidad: todos se vanaglorian de haber contribuido a la victoria, y de las calamidades se da toda la culpa a uno solo”.
Tácito.
-Soy Berit Köller, la madre de Garin Köller… Seguramente usted conociera a mi hijo con otro nombre. En Alemania por aquel entonces todo el mundo lo conocía como End Panzer, aunque ese no fue el nombre que nosotros le pusimos… El Reich lo exhibía como garantía de la victoria. Se colgaron carteles por todas partes en los que aparecía un dibujo suyo y un texto en letras rojas en el que se aseguraba que mi pequeño era el más claro ejemplo de la superioridad de la raza aria. ¡Pobre Garin…! Nunca nos gustaron aquellos carteles, ni a mí ni a su padre… Sí, seguro que lo recuerda –la mujer, una señora mayor de aspecto firme, vestimenta humilde y gesto severo, me hablaba en un inglés con acento traidoramente teutón-. Usted lo mató, ha de acordarse…
Hubo una vez una guerra, quizás continuación soterrada de la última gran campaña del siglo, que se libró sin demasiados tiros, más en lujosos despachos y en la televisión que en el campo de batalla; una guerra de golpes bajos, escaramuzas invisibles y miedo, que a punto estuvimos de perder todos. Fue una guerra rara, que empezó sin una declaración y terminó sin un armisticio. Como cualquier otra guerra, también tuvo sus caídos, aunque pocos fueron los que se tomaron la molestia de honrarlos.
Que yo sepa, no se levantó un sólo panteón en memoria de aquellos muertos, y ningún discurso clamó jamás en su honor, en pago a su sacrificio… Sería quizás porque la mayoría de ellos no tuvieron pasaporte ruso, ni americano, ni inglés. Muchos ni siquiera contaron como tales: se les escondió, como se esconden los pecados más inconfesables y sus muertes fueron congeladas en el olvido. Con el tiempo he llegado a pensar que tal vez por ellos, por todos esos cadáveres, se le dio a aquel periodo su nombre… Llamaron a esa contienda la Guerra Fría…
Muchos de nosotros, veteranos de la Segunda Guerra Mundial, no quisimos luchar en ella, habíamos tenido bastante con lo que vimos en la de antes, y sin embargo, demasiadas veces, puede que sin querer, lo hicimos… Yo me acuso, participé en la pantomima también, y ahora, pasado el tiempo, me avergüenzo de haberlo hecho. Me creía un soldado entonces, y sin embargo no fui más que otra arma, una amenaza exhibida frente al enemigo para amedrentar; otro objeto de muerte sin cerebro, un misil viviente con capa y traje ajustado… Sin embargo, todo aquel disparate me sirvió para algo. Hasta aquellos años, las cosas habían estado muy claras para mí; en realidad lo estaban para todos nosotros. Sabíamos perfectamente quienes eran los buenos y quienes los malos antes de aquello. No nos costaba distinguirlos a la hora de luchar… A partir de entonces se acabó la niñez. En unos años despertamos del idílico sueño americano, dándonos cuenta de que en parte, para mucha gente, había sido una pesadilla.
La historia que voy a contar transcurre en esa época gélida, no obstante sus raíces se extienden mucho tiempo en el pasado. Cualquier historia sólida tiene raíces que se clavan en el ayer… Ésta en particular, comienza una tarde en Zurich, el día en que la infancia terminó para mí, aunque yo me creyera ya un hombre y no me diera cuenta de ello entonces. Es extraño comenzar un relato por el final, pero en este caso he de hacerlo así, ya entenderéis el por qué si tenéis fe suficiente en mí y continuáis escuchándome…
-Claro que me acuerdo de su hijo, señora… Luché contra él en la guerra, pero yo no le maté, puede estar usted segura…
Fue a la salida, tras la primera recepción, cuando en la escalinata, Berit Köller consiguió hacerse un hueco entre los periodistas y me asaltó con sus reproches. Esperó agazapada a que todos se hubieran marchado y, en el momento en el que el gentío se perdió tras los políticos y yo quedé abandonado, se acercó hasta mí y me habló. Eran los sesenta, plena Guerra Fría. El presidente norteamericano y el primer ministro ruso habían convenido una entrevista en Suiza con el fin de hallar un entendimiento entre sus dos naciones, y nos llevaron a nosotros como guardaespaldas…. Al menos eso dijeron. Se temían posibles atentados y nuestra misión sería la de proteger a los peces gordos. Cada uno al suyo, claro… En realidad, yo fui porque John Huet me lo pidió personalmente. Aunque él no lo sabía, habíamos sido compañeros de colegio, y pese al poco aprecio que sentía por su recuerdo, lo consideraba un buen presidente, un hombre valiente y abnegado que buscaba lo mejor para su país…
Y además había usado medias de colores en el pasado; había sido del gremio.
El ruso apareció también escoltado, seguido a un palmo por el camarada Glezarov, Don Iván, más conocido como el Centinela Rojo, un titán comunista duro por fuera y por dentro, que durante muchos años fue considerado el símbolo del poder soviético encarnado. ¿Casualidad? Creo que no. Ambos nos habíamos enfrentado en otras ocasiones, y volvimos a hacerlo allí, sin darnos cuenta y sin cruzar un golpe. En realidad, nuestros jefes nos exhibieron como matones que alardearan de sus pistolas, y raro fue que no nos pidieran una demostración de fuerza a cada uno, con el fin de satisfacer sus egos e infundir un temor en el corazón del contrario que les diera la victoria definitiva en aquella nueva batalla.
-No me tomes por una chiflada, yankie… Sé de lo que estoy hablando. Llevo más de diez años buscando explicaciones, rebuscando entre la basura…
-Lo siento señora, pero se equivoca de hombre. Yo peleé con su hijo, eso no se lo niego, pero no le maté… Aunque quizás se lo mereciera…
-He oído por ahí que eres un buen hombre, Meteoro… No hables así de un joven patriota alemán…. Mi hijo no hizo más que defender a los suyos…
-Su hijo, señora, fue cómplice del asesinato de millones de hombres inocentes. Defendió un régimen fascista que asesinaba niños, mujeres y ancianos… Judíos, comunistas, gitanos, disidentes políticos, sacerdotes, enfermos, locos… Yo no lo maté, ya le digo, aunque lo mereciera…
-He pedido audiencia con tu presidente mil veces, pero no me escuchan… Los políticos no me escuchan. Mi propio gobierno me acusa de estar vendida al enemigo, y nadie me ayuda…
-Lo siento, señora –dije apartándola con delicadeza-, pero no tengo tiempo…
-Mi hijo era malo y vosotros erais buenos ¿verdad? –me increpó volviendo a colocarse en mi camino-.
Es lo que quieres decirme… Luchabais por la democracia y la libertad y él era un malvado nazi… ¿no es así?
-No quiero ofenderla señora. Si no quiere escuchar cosas que no le gustará oír, mejor será que se aparte…
-Mi hijo nació con un don y decidió usarlo por el bien de su país. No tenía mucha idea de política, pero era joven…. Usted fue joven también, ya sabe lo que ocurre cuando se es joven, la cabeza está llena de pájaros y de ideas grandiosas que no te abandonan hasta que la experiencia las desocupa de ahí arriba… Marchó al frente con sólo veinte años, y no lo hizo por un ideal, aunque tampoco hubiera sido raro, muchos buenos alemanes lo hicieron. Lo hizo porque vio que todos sus amigos se iban a luchar y no quiso dejarlos solos… Si usted hubiese sido alemán, habría luchado al lado de mi Garin…
-Puede… Pero, ya le digo, yo no lo maté. No sé dónde está su hijo, señora. Discúlpeme…
-Si mi hijo fue culpable de algo ya pagó con su vida –de repente una sombra de tristeza profundísima nubló la mirada de Berit Köller y yo sentí pena por ella y algo más, algo muy parecido al remordimiento-. Sólo quiero saber dónde está enterrado… qué pasó con su cuerpo. ¿Es mucho pedir para una madre…? Quiero, al menos, tener un sitio para ir a rezarle…
Por un momento dudé. Las palabras de aquella mujer eran sinceras, demasiado parecidas a las palabras que podría haber pronunciado mi propia madre de haber nacido yo en Berlín o en Hamburgo o en cualquier pueblo de Alemania. En verdad, había peleado con su hijo en varias ocasiones, y aunque siempre me pareció un enemigo duro nunca lo creí un ser malvado… Fue siempre un adversario, nunca un enemigo. Lo que decía la vieja era cierto. Su hijo era un gigante invulnerable que cargaba el cañón de un tanque sobre el hombro, podía haber hecho mucho más daño del que le vi hacer…
-Piensa, Meteoro… Dicen que eres listo, que no eres otra marioneta… Los buenos y los malos no están en este bando o en el otro… Los malos son los que mandan matar a gente inocente, y los buenos son los que mueren por ellos, como mi hijo. Los malos son los que mandan asesinar niños judíos en cámaras de gas, sí, pero son también malos los que lanzan bombas atómicas sobre ciudades, cuando podrían haberlas lanzado sobre bases militares alejadas de la población civil, y los que queman a los negros clavados en cruces o los que encierran a los indios en reservas…. No sólo el pueblo alemán está manchado por el pecado. Los malos esclavizan a las gentes sencillas con mentiras, no seas tan necio como para dejarte embaucar por ellos tú también…
-Señora, no sé qué pretende de mí…
-Quiero solamente que me ayudes a encontrarlo, por favor… Necesito encontrar a mi hijo. Si es verdad que tú no lo mataste, investiga –me rogó, agarrándose a mí con una fuerza que yo jamás habría sospechado en una mujer de su talla-, tú puedes. Pregúntale a tu presidente y al de los rusos… Quizás yo sea una vieja loca, pero no creo…
-Bueno –dije finalmente conmovido-, veré qué puedo hacer…
-Sí, es verdad lo que dicen: eres listo. Mira, Meteoro…Yo no soy tonta tampoco. Una madre ve cosas que a otros les pasarían desapercibidas… No sé qué hicieron con mi hijo, ni siquiera estoy segura de que esté muerto, pero aquí hay algo muy raro… ¿Has visto a ese grupo de hermanos que los rusos han presentado como sus soldados definitivos…? Los llaman los Hijos del Pueblo. Tu presidente sí que los vio, y se asustó mucho… Por eso convocó la reunión…
-Sí, los conozco –era verdad lo que decía, aquella nueva generación de superhombres soviéticos había hecho cundir el pánico en la Casa Blanca-, ¿qué pasa con ellos…?
-Verás. Es que, todos ellos son idénticos, no sé si has visto las fotos. Son gemelos perfectos unos de otros…
-¿Y?
-Pues que se parecen demasiado a mí Garin: los mismos ojos, los mismos labios, la misma nariz que su padre… Son mi Garin repetido…
Esa noche, me sentí profundamente triste. Berit Köller había conseguido sembrar en mi interior una semilla de duda, pena y remordimiento que durante toda aquella tarde de recepciones de alto nivel, regada por la falsedad y la soberbia de los políticos, no hizo más que germinar en mi interior, horadando mi determinación y mi ánimo. A mi vuelta a casa me sentí sucio, no me habría sentido peor de haber pasado la tarde arreglando porquerizas, e hice intención de limpiar mi conciencia al día siguiente. Hablaría con Huet, le enseñaría la carpeta que me había entregado Berit Köller y le pediría explicaciones. Trataría de que recibiera a la vieja… Me quedé dormido pensando en su hijo y soñé con el tiempo en el que estuvo vivo… Soñé con la guerra otra vez…
Durante la Segunda Guerra Mundial, el Capitán Meteoro era joven y Jerome T. Gold también. Hoy sólo la primera parte del binomio se mantiene en forma. Mientras mi yo verdadero ha envejecido, he de reconocer que menos de lo que debiera, el superhéroe se mantiene casi intacto, con la misma cara de galán con la que apareció por primera vez frente a mi espejo en los años treinta. Es lógico, si la fuerza que mantiene vivo al Capitán proviene del mismo universo, he llegado a pensar que quizás su destino sea vivir mientras exista éste… A veces siento miedo porque creo que llegará un momento en el que Jerome será tan anciano, que no podré volver a él, y me atormenta la idea de quedar atrapado eternamente en el cuerpo perfecto de mi otro yo, viendo morir a todos los que me rodean sin poder hacer otra cosa más que observar… En aquellos años yo no me preocupaba de estas cuestiones. Una tarde, mientras trabajaba en mi laboratorio, un extraño meteorito cayó sobre mi cabeza y de golpe me vi convertido en un titán. No me pregunté entonces si merecía aquel regalo, y puede que en muchas ocasiones lo usara con ligereza, pero ya digo, era joven. De repente podía hacer todas esas cosas que siempre estuvieron fuera de mi alcance: podía correr más rápido que ninguno, tenía fuerza para derrotar a cualquier hombre, volaba… podía ser un héroe. ¿Por qué iba a preguntarme si era merecedor de aquellos dones? Lo cierto, si he de argumentar algo en mi descargo, es que las circunstancias se precipitaron de manera sorprendentemente rápida y extraña, para mí, en aquellos años. Antes de llegar a conocer el verdadero alcance de mis nuevas habilidades, llegó la guerra, y con ella la amenaza a la patria y la movilización. Cuando los superhéroes vimos como millones de jóvenes marchaban al frente a dar su vida por los que se quedaban, no pudimos escondernos. Lo que me había dicho Berit Köller era totalmente cierto… Más que un ideal, lo que nos movió a casi todos fue el orgullo y un sentimiento de deber ineludible, que sólo he llegado a sentir en circunstancias como aquellas. Una tarde, acompañé a Marie a despedir al novio de una amiga suya que partía para Europa. En el puerto sentí vergüenza por no marchar con él, y doy gracias de haberlo hecho después, porque de no haber sido así, jamás habría podido volver a levantar el rostro al pasear por la calle… Nos enrolamos los dos, Jerome y Meteoro, y a pesar de todo lo que vi en esos años, en cierta medida, me alegro de haberlo hecho. Ese chico, el novio de la amiga de Marie, regresó a casa en un ataúd de pino y fue enterrado a la sombra de un sauce, en el cementerio de su pueblo, al año y pico. Estoy seguro de que su fantasma me habría perseguido eternamente, riéndose de mi cobardía, si yo no me hubiera marchado al frente a las pocas semanas también…
Aunque tuvimos cierta autonomía, los superhéroes, siempre voluntariosos, quisimos integrarnos de manera sumisa en el engranaje del ejército. Queríamos ser ejemplo porque sabíamos que todo el mundo estaba atento a nosotros. Algunos hicimos nuestras primeras apariciones entonces, y los soldados comenzaron pronto a ponernos motes, nombres de guerra patrióticos e incluso nos dieron graduación. Yo, ya lo sabéis, llegué a capitán, pero hubieron también sargentos, tenientes, coroneles y si no recuerdo mal, incluso algún general. La tela de uniforme roja, blanca y azul fue la más vendida y llegó un momento en el que pensé que escasearía. Llegué a pensar que sería imposible diseñar un nuevo atuendo con los motivos de la bandera, porque había visto casi todas las combinaciones de barras y estrellas posibles en una camiseta. Esperábamos atentos a la nueva aparición de otro muchacho vestido así, para ver en qué se diferenciaba del último superpatriota. No nos importó, participamos de aquel circo, lo veíamos normal, y sin embargo no entendimos que los superhombres alemanes llevaran uniformes, adornaran sus cuellos con cruces de hierro y lucieran gamadas en el brazo…
John Huet fue uno de los que apareció un día por allí vestido con los colores de la bandera americana. Nada más verlo lo reconocí a pesar del antifaz y pensé en acercarme a saludarlo. El niño que yo había conocido se había transformado en un héroe, y me sentí tentado de ir hasta él para decirle que, el pequeño y gordito Jerome, se había convertido en otro. No lo hice porque eso habría supuesto revelar mi otra identidad. Si le hubiera dicho a ese joven que el Capitán Meteoro y su antiguo compañero del colegio, Jerome, eran la misma persona, habría arriesgado algo más que mi vida. Aún confiando plenamente en él -no era así-, cabía la posibilidad de que cualquiera de nuestros enemigos usara esa información en el futuro para hacerme daño o hacérselo a mi familia… Al menos esa fue la excusa que me puse entonces… En el fondo me mentía a mí mismo. En realidad me costó retenerme y no tomar venganza por haberse reído de mí durante los años de escuela, por no haberme escogido nunca para el equipo de béisbol, por haberme abandonado a la llegada de la pubertad por amigos más guapos y populares, y, sobre todo, por no haber sido capaz de ver entonces al héroe que ya habitaba dentro de aquel cuerpo pequeño y asmático de colegial… No lo hice y quizás ese fue mi mayor acto de heroísmo y voluntad durante la guerra.
Nos reunieron a todos en una sala para darnos instrucciones. Exceptuando a los supercampeones con nómina en las fuerzas armadas, un pelotón entero de muchachos americanos que se habían presentado voluntarios para probar nuevos fármacos milagrosos y lo último en armamento experimental, el resto de nosotros acudimos con nuestras galas de siempre… El primero en llegar, por lo que yo sé, fue el Doctor Odran, que lo hizo esposado, como casi siempre, acompañado por cuatro paracaidistas escoceses. Luego debieron entrar La Antorcha de la Libertad y el propio John Huet, que por entonces se hacía llamar Bandera, el Hombre del Mañana, Lord Uther, más británico que el té de la cinco, Jackie Bala y la maravilla tecnológica, Mekániko. Yo llegué cuando Conan, que apareció con un casco y pertrechado como si él sólo fuera a intentar el asalto final sobre Berlín. Cartucheras, mochila, granadas, una Thompson, e incluso una cantimplora, que conociéndolo, debía ir, seguramente, cargada hasta el tapón de ginebra… Entramos en la sala sonriendo, charlando amigablemente de nuestras cosas, yo riendo por algo que me contó y él dando la última calada a su pitillo, y los militares que nos esperaban nos miraron muy serios, como si acabáramos de cometer sacrilegio en suelo santo. Sin duda, estar contento en aquellos años y en aquel lugar debía ser un pecado…
– Llegan tarde caballeros. Por favor, siéntense y atiendan… Van ustedes a tener el honor de colaborar con el ejército aliado en la sagrada misión de defender la democracia. Den gracias por ello. Cuando pasen los años recordarán este día y se sentirán orgullosos. Seguramente sea lo mejor que hagan en toda su puñetera vida… Me llamo Roy Urquhart y estoy al mando de la Primera División Aerotransportada Británica. Soy el encargado de este circo y ustedes son mis payasos, aunque si se creen que son el número estrella, van listos –nos hablaba un militar con bigote, boina y cara de vendedor de perritos calientes, subido a una tarima, que en otras circunstancias y con otros modales, hasta me habría parecido simpático-. Ninguno de ustedes, exceptuando a esos chicarrones tejanos de allí –señaló sonriendo de manera artificial a los supersoldados americanos-, es militar. Desconfío de los civiles en las operaciones militares, para mí son un mal necesario, pero mal al fin y al cabo, así que ahora están todavía a tiempo de salir por esa puerta. Si albergan alguna duda sobre si deben estar aquí o no, es que no deben estar. Esto no es una broma. Miles de vidas dependerán de sus actos, e incluso ustedes mismos arriesgarán las suyas –Se detuvo un momento sopesando el significado de nuestro silencio y luego siguió con su animado discurso de recibimiento-. Bien, pues el que calla otorga… Ahora están ustedes bajo mi mando, y mi primera orden será que olviden estas dos palabras: libre y albedrío. Ahora ustedes ya no son ciudadanos con derechos y opiniones, son soldados y obedecerán cualquier orden que reciban de un mando superior sin rechistar… ¿Está claro?
Era la tarde del quince de septiembre de mil novecientos cuarenta y cuatro. Frente a una pizarra y un mural de mapas y fotografías en blanco y negro, el mayor general Urquhart nos contó por encima como sería la operación que dos días después los aliados llevarían a cabo. Nosotros nos lanzaríamos con ellos… Se trataba de un temerario ataque sobre tierras holandesas que ha pasado a la historia con el inofensivo nombre de operación Market Garden. Los altos mandos de los ejércitos de los Estados Unidos e Inglaterra, en un alarde de optimismo que resultó mortal para miles de los muchachos que saltaron aquel día con nosotros, concibieron una compleja y costosa operación, cuyo objetivo principal sería el de capturar una serie de puentes sobre los principales ríos de los Países Bajos, mantenidos, hasta entonces, bajo ocupación alemana. Se planeó para este fin una maniobra con fuerzas aerotransportadas que serían combinadas con unidades blindadas terrestres. Una vez ocupados los puentes, se establecería un corredor a través del cual las fuerzas aliadas podrían cruzar el río Rin, la última barrera natural antes de entrar en Alemania, dando así un golpe definitivo al Tercer Reich y terminando la guerra de un plumazo… Eso, claro está, asumiendo que todo en el Plan del estirado de Montgomery saliera a la perfección: que los alemanes aceptaran dejarnos esos puentes libres sin hacer demasiado ruido, que se lograra coordinar sin errores a los casi treinta y cinco mil paracaidistas que saltaron -el doble de los que intervinieron en la invasión a Normandía-, que todo en la complicada logística aérea funcionara bien, que las naves de transporte, las de protección y las de suministro llegaran a sus destinos con puntualidad británica, que las radios transmitieran, que los vehículos, los Jeeps y los camiones no se averiaran bloqueando la carretera que unía los puentes, que las ametralladoras no se encasquillaran y, sobre todo, asumiendo que los héroes que la propaganda nazi mostraba orgullosa al mundo, fueran mucho más cobardes, débiles y dóciles que nosotros… Era demasiado suponer, creo yo.
Alguien decidió enviarme a mí en vanguardia hacia el último puente, el puente de Arnhem. Lord Uther y yo acompañaríamos a los soldados ingleses y tomaríamos una posición que, según se suponía, estaría pobremente defendida. Seríamos, por tanto, el extremo norte de la operación, y junto a la Primera División Británica, Los Diablos Rojos, formaríamos la avanzadilla que luego esperaría la llegada del resto de las tropas.
Aterrizamos sin demasiados incidentes y, de acuerdo con las instrucciones del mando, nos separamos. Ayudé a bajar a algunos de los muchachos con problemas en el paracaídas y luego cada uno de los batallones se fue por su lado. Mientras una parte avanzaba hacia el puente de Arnhem, la otra mitad de los solados, aproximadamente, permanecería en la zona de aterrizaje, durante la noche, para defenderla. Yo me uní al Segundo Batallón, encabezado por el teniente coronel John Frost, un hombre templado e inteligente que fue capaz de sobreponerse al miedo lógico para buscar una ruta segura que nos condujera a nuestro objetivo. A una orden suya, me elevé sobre la arboleda y oteé el horizonte. Me pareció despejado, aunque no por ello menos incierto, y al descender, le informé de posibles caminos alternativos por los que el enemigo no nos entretendría. Esquivando la resistencia alemana tomamos una ruta hacia el sur y rodeamos las vías más obvias hacia Arnhem. Llegamos al extremo norte del puente por la tarde y los hombres comenzaron a establecer allí posiciones defensivas, convencidos de que pronto obtendríamos el premio a nuestro merecido esfuerzo. Ignorábamos entonces que unos días antes, el Comandante del segundo Cuerpo Panzer SS, de camino a Maastricht, había descubierto un tren abandonado, cargado con cuarenta piezas de artillería pesada y que, tras apropiarse de ellas, se había encaminado hacia Arnhem, a donde llegó poco después con sus nuevos refuerzos. Además, para nuestra mala suerte, coincidió también que la novena División Panzer SS corrió a reunirse con su división hermana también allí, precisamente en Arnhem. Entre las dos sumarían seis o siete mil hombres y End Panzer y Gesichtsverband, su amigo el monstruito telépata, los acompañaban.
Esa fue la primera vez que nos encontramos, y desde luego, nadie que viera aquella pelea diría que yo lo maté… todo lo contrario. Me dio una paliza de muerte…
Los primeros tanques comenzaron a aparecer al poco de llegar nosotros allí. Los paracaidistas ingleses son tipos duros, es difícil amedrentarlos y, sin embrago, la visión de aquellos monstruos de acero en la otra orilla del río supuso un mazazo demasiado doloroso para la moral de la mayoría de ellos. Cuando los proyectiles comenzaron a volar y los cascotes a saltar por los aires, cuando los primeros muchachos cayeron destrozados por el fuego alemán, la situación comenzó a tornarse insostenible.
-Capitán –gritó Frost señalando al enemigo-, necesito que haga algo con aquellos tanques. Si no los neutraliza van a hacernos picadillo. Tenemos que resistir en este puente hasta que llegue la caballería y con esos cabezas cuadradas disparando con tanta mala sangre no aguantaremos ni cinco minutos…
– Haré lo que pueda, señor…
Contesté con humildad porque mi padre me enseñó a hacerlo así de niño, aunque para ser sincero, he de decir que pensé que la división entera no me duraría demasiado. Recuerdo que cuando me elevé, comenzando a almacenar la potencia del universo, hice cálculos rápidos y pensé que en menos de un cuarto de hora el puente sería nuestro. Ataqué sin demasiados reparos, esa es la verdad, y concentrando un rayo de energía bastante potente, comprobé la dureza de la armadura de la primera línea de blindados. Entonces no pensé que dentro pudiera haber personas, simplemente tensé los músculos y un rayo de muerte roja se extendió hasta el primer vehículo. Era el enemigo, había que destruirlo o el nos destruiría a nosotros: matarían a nuestros hermanos y a nuestros amigos, conquistarían nuestras tierras, violarían a nuestras mujeres y esclavizarían a nuestros hijos… Había que destruirlo… El metal se fundió sin ofrecer resistencia y me sentí orgulloso de poder ayudar así a los chicos ingleses… Los tres primeros tanques explotaron como palomitas en una sartén al poco de recibir mis disparos, y nadie salió del interior… Lógicamente: la explosión de la munición había acabado con la vida de los soldados que iban dentro y el vehículo fue su ataúd. Entonces no me di cuenta, pero ahora veo lo generosos que esos hombres fueron conmigo, obviamente, sin pretenderlo. Su muerte supuso un acto involuntario de piedad hacia mi persona. No viendo sus cadáveres, el crimen pareció no existir en aquel momento… Con el tiempo he rememorado este día mil veces y he buscado en mi cabeza posibles alternativas a mis actos. No las he encontrado nunca. Si hubiera actuado de otra manera, quizás yendo hasta los Panzer para desmontarlos a golpes, puede que aquellos pobres muchachos alemanes no hubieran muerto, pero, sin duda, los tanques habrían tenido tiempo de disparar varias salvas y ahora me lamentaría por la muerte de los chicos ingleses… De cualquier manera, las almas de los muertos, de uno u otro bando, me perseguirían con sus querellas, y la conciencia no entiende de banderas. Para sobrevivir, intento pensar que no fui yo quién asesinó realmente a aquellos soldados, si no la propia guerra. Quizás eso me ha ayudado durante estos años a sobrellevar el peso de mi culpa sin torturarme demasiado…
Y entonces apareció End Panzer. Avanzó sin prisa desde la segunda línea de vehículos tras la que había esperado agazapado, acaso sopesando el nivel de la amenaza a la que se enfrentaba, y se colocó frente a mí, retándome con un gesto de la mano. Parece que lo estuviera viendo ahora mismo.
Dos metros y medio de guerrero ario, pelo rubio y la musculatura de cien hombres concentrada en el cuerpo de uno sólo, el pecho cubierto por un chaleco de metal con remaches y los reglamentarios pantalones grises… Cargaba un enorme cañón al hombro de ciento veintiocho milímetros como quien carga un fardo de alfalfa, y con una velocidad inverosímil para alguien de su talla, en un gesto seguramente ensayado mil veces, apuntó hacia mí, amartilló y disparó. Me odiaba, lógicamente…
En un primer momento pensé en esquivar el proyectil, no me habría costado demasiado apartarme de su trayectoria, y sin embargo no lo hice. Detrás de mí, los hombres de Frost aguardaban a que yo actuara y de haberme quitado, el golpe hubiera sido para ellos. Tensé los músculos y permanecí en el sitio, no me quedaba otra opción. El impacto dolió, desde luego, por un momento quedé casi sin respiración, pero pronto entendí que no me mataría. Ningún disparo procedente de ese cañón me mataría. Apretando los dientes avancé un poco más y esperé con los puños cerrados a que el alemán volviera a disparar. Estuve preparado para los siguientes dos cañonazos, aparté los proyectiles con las manos, de sendos golpes, y la metralla, desviada, fue a caer al río, a mis espaldas. Dos enormes columnas de agua, una a mi derecha y otra a mi izquierda, anunciaron con estruendo la inutilidad del arma nazi en mi persona. Escuché los vítores de los paracaidistas ingleses en retaguardia tras cada manotazo mío, y el juego continuó así hasta que End panzer comprendió que necesitaría una fuerza superior para derrotarme: la fuerza de sus brazos…
Le tocó entonces avanzar a él y yo opté por pagarle con su misma moneda. Concentré energía entre las palmas de mis manos y esperé a que se acercara un poco para dejarla escapar. El rayo impactó de lleno en el pecho de mi enemigo, y aunque estoy seguro de que, a pesar de su fortaleza natural, debió dolerle, él apenas si aflojó el paso. Tal si lo estuviera rociando con una manguera, apartó la cara, frunció el ceño y siguió derecho hacia mí. Gritaba en alemán ofendiendo a mi madre y juré que le haría tragar sus palabras… Incrementé la potencia del rayo. Era evidente que la descarga le hacía daño, aunque la merma, aún utilizando ese nivel de fuerza, era lenta… La táctica estaba clara, me elevaría y desde el cielo lo bombardearía una y otra vez hasta que doblara la rodilla…
Dicho y hecho: intenté rápidamente poner en práctica el plan aunque enseguida comprobé que la cosa no saldría exactamente como yo esperaba. Me fue imposible alzar el vuelo. Un dolor inmenso se clavó de repente en mi sien, taladrando mi disposición. Las fuerzas me abandonaron y apenas pude moverme. Como atrapado en una pesadilla febril, mis miembros se volvieron pesados y mortalmente lentos. Antes de recibir el primer puñetazo de Panzer pude ver al causante de mi desmayo. Elevado sobre las líneas alemanas, recortado sobre el cielo anaranjado de la tarde, un ser extraño vestido de negro me señalaba con el dedo… era Gesichtsverband, el niño prodigio del Reich, un monstruo de cabeza enorme y piel albina, que ocultaba su rostro tras una máscara parecida a las que usaban los soldados, en la Primera Guerra Mundial, para protegerse del gas Mostaza. Alguien le había contado a aquel pequeño engendro ario que la causa de todos sus males se encontraba en el enemigo. Son extraños los mecanismos que la mente usa para ocultar la realidad cuando ésta es tan dolorosa… ¡Qué poco le costó creerse toda aquella propaganda! Lógicamente, los que lo habían transformado en una aberración, los que habían causado sus deformidades, los que lo dotaron con el poder de leer la mente de otros hombres, obligándole a escuchar siempre el desprecio en los pensamientos de sus vecinos y le negaron la posibilidad de hacer oídos sordos, los que lo hicieron enfermar hasta el punto de no poder siquiera respirar el aire normal como cualquier otro muchacho de su edad, los que lo mandaron a la guerra y lo usaron para hacer daño, fuimos nosotros, sus enemigos… Los médicos del Reich, poco tuvieron que ver con sus males, se dedicaron simplemente a tratar de ayudarle… Os prometo una cosa, sentir el odio fanático de ese bastardo en mi cabeza resultó más doloroso que cualquier golpe de Panzer, y recibí muchos aquel día… Entendí entonces qué es el fascismo, su esencia última: el fascismo es odio, miedo y envidia, destilados. Todos los totalitarismos lo son.
Perdí el sentido al poco rato. El tanque viviente alemán me golpeó una y otra vez hasta que caí rendido y el mundo a mi alrededor desapareció. No sé el tiempo que estuve en el limbo de los derrotados, pero debieron ser varios días… Cuando desperté entre el fango, la batalla había terminado. El puente de Arhem seguía en manos de los soldados alemanes y en la orilla que había sido nuestra, no quedaba ni rastro de los Diablos Rojos. Me enteré luego de que, después de mi fiasco, los hombres de Frost habían intentado un segundo ataque guiados por Lord Uther. Fracasaron también. Dicen que a Panzer y Gesichtsverband se unió un tercer supernazi volador. Uther fue capturado y, finalmente, los ingleses, diezmados, faltos de munición y desesperados ante la tardanza de los refuerzos prometidos, no encontraron más opción que la retirada. Tuvieron que salir de allí con el rabo entre las piernas para refugiarse en las calles de Oosterbeek. Aguantaron heroicamente tres días…
Abrí los ojos a la orilla del río y miré al cielo. Era de noche y el agua estaba muy fría. Posiblemente, uno de los últimos derechazos de Panzer me había mandado allí, no lo sé… Seguramente los soldados alemanes me habían buscado después de la pelea para ofrecerme al Führer como trofeo, pero perdida mi fuerza, Meteoro dio paso, como siempre, a Jerome, al débil y vulgar Jerome. De haberme localizado, los exploradores alemanes no me habrían reconocido. No se habrían molestado en cargar conmigo…
Mi derrota fue la derrota de los aliados. Todos los libros de historia relatan aquella batalla como el mayor descalabro de nuestro ejército en la guerra. Durante un tiempo así lo creí yo también. Hoy me doy cuenta de que, en realidad, en las batallas todos pierden. Si no estoy equivocado, más de veinte mil hombres murieron allí… nunca he llegado a perdonarme del todo, muchas de esas muertes pesan sobre mi conciencia todavía hoy. Evidentemente, la de Garin Köller no fue una de ellas, pero eso da igual…
Esa fue la primera vez que nos encontramos, y desde luego, nadie que viera aquella pelea diría que yo lo maté… En nuestro segundo encuentro la cosa sería muy diferente.
Esto pinta muy bueno…
Esperemos a la siguiente entrega para ver que es lo que ocurrre… Ansias!!!
Mucho ánimo y p’alante (yeeehaa!!)
Como todos los miércoles, felicitaciones para Fideu y Cifuentes. Pero no podeis hacernos esto, una saga semanal de cinco entregas…Es muy duro aguantar hasta la semana que viene…
Por otra parte, fantásticas las reflexiones sobre la guerra y el papel que los metahumanos juegan en la misma.
Cada vez más interesante.
Mucho ánimo!!!
¡Estupendo como siempre! Muy entretenida sobre todo la parte de la batalla… las reflexiones sobre la guerra a su vez, muy buenas para la mentalidad de un héroe, aunque yo suelo ser más cínico («Cuando preguntamos por qué medios una idea está en vigor, nos encontraremos con que, dado que la Fuerza siempre está del lado de los gobernandos, los gobernantes no se apoyan en nada más que la opinión»).
¿Y qué decir del dibujo? Lo mejor para definirlo sería «titánico» … aunque eso sí: viendo la descripción del nazi en el texto y la bandera que porta en la imagen, podría calificarse de spoiler (si bien el diálogo con Berit Köller ya es muy indicativo de por dónde van a ir los tiros). ¡¡A seguir así!!
PD. Por cierto, la documentación para el período, excelente.
Hola amigos:
Una semana más seguimos con el Capitán, esta vez con sus memorias de guerras pasadas…
Muchas gracias por vuestras palabras de apoyo. Como siempre nos dan fuerzas…
Con respecto a la ilustración: el Capitán Meteoro, representando al bloque americano, y el Centinela Rojo, al soviético… Confrontación de fuerzas inamovibles y de ideales opuestos… o no tanto.
Muy pronto una de End Panzer…
Un abrazo y gracias.
Comienza otra secuela mas, esta vez de 5 numeros. Esto promete… Aunque visto el nivel anterior, seguro que va a ser bueno. Tenemos que esperar hasta el proximo miercoles?? Un avance por favor…..
ahí estamos…
esto va a haber que publicarlo antes o después, no?
Hola, aquí estoy otra vez para decir lo mucho que me ha gustado esta nueva historia. Lo que más me ha impactado en esta ocasión es la madre de End Panzer. ¿Qué habrá sucedido? Ya tengo ganas de leer el siguiente capítulo para averiguarlo.
¡¡Cómo es esto!! ¿El Capitán Meteoro inflado a ostias por el malvadísimo villano nazi? ¡¡Esto no puede quedar así!! Magnífico el desarrollo y el contexto del relato. Felicidades.