Por José Antonio Fideu Martínez
Capitán Meteoro, Archivos 10. Notas previas.
Título: “Cinco villanos…” Parte 1 de 2
Creo que los malos eran cinco… Sí, eran cinco. Vamos a ver si no recuerdo mal… El músculo del grupo lo aportaba “El Rey Tantor”, tenían un generador de energía –“Calambre”-, un tío con una dimensión de bolsillo dentro de un saco que se había bautizado a sí mismo, de manera ingeniosísima, “El Hombre del Saco”, un controlador mental no demasiado serio –“Yuyu”-, y un jefe, un cerebro recién salido de presidio, en plan soy muy duro y muy malo, tengo un poder original y puedo con lo que me echéis, llamado “Ácido”, no precisamente por el Ph de su humor…
En principio, un grupo de villanos normal; podrían haber tenido una larga y fructífera carrera en el negocio del transporte de dinero en metálico –de la caja fuerte del banco a sus propias huchas- de no ser por un pequeño detalle. Si sumamos los coeficientes intelectuales de aquellos desgraciados, entre todos apenas rozaban el cien, y eso teniendo en cuenta que más de la mitad de la razón del grupo, procedía del tal Ácido. En principio, vistos desde lejos no pintaban mal. Tantor impresionaba, desde luego. Tres metros de gigante peludo, un mamut humano con muy mal genio, que habría dado mucho de que hablar de no haber sido por la trompa. Aquel apéndice prensil, era famoso en el gremio; se hacían chistes nuevos, casi cada semana, en los que la protagonista era siempre la trompa del Rey Tantor. Me avergüenza confesar esto, no es muy serio, pero la verdad es que cuando peleábamos contra él, intentábamos siempre agarrarlo por ahí porque sabíamos lo mucho que le fastidiaba. Así que aquello se convirtió en un juego, en una especie de competición secreta entre superhéroes, con listas y todo, en las que apuntábamos los tantos después de cada encuentro con él. Había que aportar, al menos, una imagen en la que se viera claramente que se había cazado a la presa: una foto, una impronta metal o un reportaje de televisión valía, y creo recordar que, en alguna ocasión, incluso un testigo presencial de sobrada honradez fue presentado también como justificante… Lo cierto es que exceptuando aquel detalle nasal que, no sé muy bien por qué, terminó siendo el cachondeo padre, el resto de aquel tipo impresionaba de verdad. Una vez lo vi incrustar en el suelo al Halcón de hierro de un puñetazo, y hubo que sacarlo de allí utilizando una grúa y empujando desde abajo, desde un túnel del metro… Era todo músculo y furia cuando se ponía a barritar y a repartir…
Calambre era muy distinto, el ejemplo claro de un supervillano sin estilo. No lo había tenido al elegir el nombre, ni al escoger el traje (fucsia metalizado, verde y dorado, con un rayo que se iluminaba en su pecho y un casco en plan japonés, con más adornos de los que hubieran sido recomendables) y además tenía tanta confianza en sus poderes eléctricos, que apenas hacía ejercicio, lo que provocaba que la barriga le colgase sobre el cinturón (también fucsia), y que se balancease arriba y abajo cuando corría o cuando intentaba la más mínima acción violenta. Era peligroso, desde luego, podía dejar seco al más pintado de una descarga, pero nunca fue demasiado espabilado, no entendía la naturaleza de su poder ni llegó jamás a usarlo con maestría suficiente; no se paró nunca a estudiar los fundamentos de la corriente que su propio organismo generaba. De cualquier manera, el problema de Calambre, quizás provocado por la suma de todos estos elementos, su mayor problema, fue la falta de respeto de la que gozó por parte de sus adversarios… En nuestras peleas como en cualquier otro tipo de competición, ganarse el respeto del rival, es un requisito indispensable para realizar buenos partidos, para ganar de vez en cuando… Imaginaos, era el tirador del grupo, todo buen grupo debe tener uno, un tío que se encargue de los ataques a distancia, y sin embargo sus compañeros no se enteraron nunca de que era miope. Creyeron siempre que su costumbre de administrar descargas masivas, sin apuntar demasiado, se debía a un exceso de celo, a un intento por asegurarse siempre la presa de la manera más efectiva…
En tercer lugar estaba el Hombre del Saco, un tío de Iowa vestido con una camiseta de los Rolling Stones -una de esas con el famoso dibujo de los morros rojos y la lengua de fuera-, que encontró un talego maldito en el que un demonio cazador iba encerrando las almas de los desgraciados que le debían cuentas a su señor. El artilugio, un objeto arcano de gran poder, era, en realidad, una especie de pequeño infierno, en el que él podía meter la mano de vez en cuando… Mientras se encontraba fuera, todo en aquel universo, ser animado o no, le obedecía respondiendo siempre a sus deseos con un sí. El Hombre del Saco llegó a encerrar a alguno de sus enemigos allí dentro, pero, sobre todo, utilizaba aquella herramienta de poder asombroso para guardar cosas… Parece ridículo, pero así era. Un averno convertido en bolso. Empezó robando en supermercados y gasolineras, luego pasó a las joyerías, y finalmente, cuando se dio cuenta de que allí dentro las dimensiones físicas no se mantenían tan constantes como en nuestro terco mundo, cuando comprendió que en el interior del saco mágico cogía casi todo, decidió usar su poder de maneras más creativas… Esconder una caja fuerte de un banco allí dentro, doblarlo todo con cuidado, meterlo en un bolsillo y salir del lugar con una fortuna que ni pesaba ni estorbaba, le pareció una idea muy creativa… En realidad lo era.
Por cierto, el Hombre del Saco no era hombre, aunque sí tuviera saco. Era un muchacho de diecisiete años, con restos de acné, melena grasienta y pantalones de campaña, aficionado al rock y a la mariguana, que un día cometió el error de esconderse dentro de su propio infierno en miniatura para huir de la policía –otra idea genial-, sin darse cuenta de que una vez dentro, los habitantes del lugar ya no lo verían como a un Dios, sino como a un vecino más. Dejó de ser la mano omnipotente que decidía destinos desde las alturas… y ya no salió jamás de allí. Una lástima, no era malo del todo…
El cuarto del grupo era Yuyu, un jamaicano bobalicón, también aficionado a la maría, con poderes mentales muy extraños. Poseía cierto nivel de telepatía, un poco de telequinesis, un grado de mesmerismo modesto aunque eficiente… pero de todas sus habilidades, la más llamativa era una que provocaba de manera involuntaria: tenía la capacidad de hacer enfermar a la gente, haciéndoles sentir muy mal de repente, bajando la tensión arterial del rival, subiendo su fiebre y provocándole mareos y nauseas… Al principio, sus escasos amigos, pensaron que el malestar que provocaba su presencia se debía a la mezcla de su olor corporal con el tufo dulzón de los cigarros de la risa que se liaba de continuo. Tal inconveniente, desde luego, no ayudó a convertirlo en el chico más popular de la parroquia. Ni siquiera cuando descubrió que, aún recién lavado, el efecto se repetía de igual manera, y a la gente no le quedó otra más que admitir la naturaleza psíquica del fenómeno, la cosa mejoró mucho… De cualquier forma, habría sido un enemigo digno de tener en cuenta de no haber sido por un detalle. Yuyu tenía escaso control sobre sus habilidades, nunca las trabajó demasiado. Tenía que hacer esfuerzos ímprobos para leer la mente de los demás o para mover objetos haciendo uso única y exclusivamente de su voluntad, y además, le resultaba extremadamente difícil anular su capacidad de provocar el desfallecimiento de los que le rodeaban. Hasta tal punto era así, que sus propios compañeros empezaban a sentirse mal si permanecían a su lado durante un rato largo. Él trataba de reprimir su habilidad, pero aún esforzándose, pasados cinco o diez minutos, les empezaba a doler la cabeza a todos y rompían a sudar, les faltaba el aire y sentían un calor impertinente y agobiante que terminaba provocándoles el desmayo… El problema se arregló de manera temporal con una réplica barata del casco neutralizador inventado por el doctor Svintus, pero el llevar aquel armatoste en la cabeza también hacía que Yuyu se volviera mucho más inútil en combate. Tenía que andar siempre liado con aquel cacharro –casi quince quilos-, ahora me lo quito, ahora me lo pongo, y eso en una pelea contra superhumanos, la mayoría de ellos hombres muy rápidos, ágiles e inteligentes, es un problema bastante grande… Un talón de Aquiles en la cabeza y muy llamativo…
Y por último tenemos a Ácido. El decir que tenía muy mala baba, en su caso, es afirmar un hecho literal, no representa una metáfora. Ácido era un chicarrón, de genética singular, que descubrió su capacidad más llamativa una tarde en un concurso de salivazos. Cuenta la leyenda que con no más de doce años, mientras participaba con otros tres muchachos de su barrio en unas olimpiadas barriobajeras, hundió el tejado de la casa de su vecina de un escupitajo… Había algo en su garganta, una especie de glándula, que convertía su saliva en un líquido viscoso de color amarillento, capaz de corroer la materia en pocos segundos… Un hecho tan extraño como ése habría convertido, desde luego, la juventud de alguien con menos personalidad en un infierno, habría arruinado la vida del más pintado, pero Ácido era un chico duro y utilizó su extraño don para superarse a si mismo. Primero se convirtió en el dueño del barrio, no hubo chico que se atreviera a hacerle frente, luego se hizo respetar en el ejército, y cuando lo expulsaron de allí, se labró una reputación bastante consistente como asesino a sueldo sin escrúpulos y ladrón de guante muy, muy negro… Era violento y sabía moverse por los barrios bajos. No tenía apego por nada más que por los billetes y, aún sin ser un cerebro privilegiado, tampoco era tonto del todo. Sabía manipular cuando había que manipular, sabía meter miedo cuando había que meter miedo, era bueno peleando, tenía un doctorado que le concedió la universidad de la calle en pillería y malas artes, y no dudaba en escupir cuando la cosa requería un poco de baba corrosiva…
En apariencia, al grupo sólo le faltaba un volador para ser un buen grupo de malos. Tener un tío que transporte que ataque desde las alturas es fundamental. Si es posible un par de superhombres del equipo han de poseer esta habilidad, y si son más, mejor. La superioridad aérea ha decantado muchas batallas, y si se carece de ella, buscar un aliado con teletransporte –un poder raro, pero muy importante-, o un telequinético decente, de los que no tienen que ponerse a meditar durante un cuarto de hora para mover objetos, son requisitos, creo yo, fundamentales. Es verdad que muchos grupos no tienen voladores, la mayoría de equipos clásicos no los tenían, pero no es menos cierto el hecho de que tenerlos ayuda mucho. En su estudio sobre “Estrategias del Combate Metahumano”, un manuscrito que sirvió de base para el “Manual de Batalla Creativa”, utilizado durante más de veinte años en la escuela del doctor Kosgüorz como libro de texto, Conan Wild afirma que un buen equipo de combate ha de construirse siempre sobre tres bases: creatividad, conexión entre los elementos del equipo y capacidad de maniobra. ¡Qué mejor manera de maniobrar que sobre el aire, a cientos de metros por encima de las vidas de los mortales normales! La mayoría de los veteranos estamos de acuerdo con él. Volar es poseer un plus en este oficio. No quiero parecer presuntuoso hablando así, pero he de reconocer que los que volamos formamos parte de una élite privilegiada en el mundo de los superhombres. Volar es, además de muy útil, un poder elegante que nos distingue como príncipes entre los nuestros. A esos tres factores yo añadiría un cuarto, que es la suerte, pero la discusión al respecto de este particular entra ya dentro del campo del debate y no es lugar éste para detenerse a examinarlo con la necesaria atención… No quiero perder el hilo de mi narración…
Sigamos. Por otro lado están los buenos en nuestra historia. Encontrar gentes a las que ese calificativo les ajuste con sinceridad no es tan sencillo como en principio pudiera parecer y, sin embargo, creo que en este caso, al segundo grupo de personajes de nuestra historia podría aplicársele, aunque estoy seguro de que Ácido y sus compadres de fechorías no estarían de acuerdo conmigo. Los buenos, si exceptuamos a los policías que acudieron con su circo de sirenas para tratar de solucionar el asunto, y los superhombres de rigor, entre los cuales me cuento, eran un grupo de jubilados de la residencia W. Eisner King que iban en un microbús de excursión al teatro y a pasar la tarde en un centro comercial. El más joven de ellos superaba la setentena con holgura. El conductor del microbús se llamaba Mordechai Goldsmith y era un judío de unos cincuenta años, culto y educado, que parecía haber sido bendecido por Jehová con el don de la eterna paciencia. Iba siempre vestido con chaquetas de punto que le tejía su madre, y su cabeza, eternamente forrada de gris por las canas, terminaba en un remate negro en la coronilla, el solideo propio de los suyos, que jamás se atrevía a quitarse y que le confería a su retrato un aspecto muy particular. Su cráneo era un proyectil de cañón, y por eso y por su afición a pisarle, a correr demasiado por esos caminos del señor conduciendo el transporte, los viejos lo habían apodado “Torpedo” Mordechai. Por parte de la institución, siempre era él uno de los dos representantes cuando se realizaba una salida y más de una vez le tocó realizar labores de psicólogo improvisado, de mecánico, de juez de paz, de administrador y hasta de cocinero de campaña en una excursión. La enfermera Lawrence, solía acompañarlos también. Era una de las pocas mujeres que trabajan en la residencia con capacidad de autogobierno suficiente como para ir de viaje con los internos sin recurrir a la baja médica por problemas psiquiáticos en los días que seguían al acontecimiento. Era una señora muy seria, miraba siempre por encima de los medios cristales de sus gafas –“impertinentes” llamaban a aquel tipo de lentes-, y usaba las palabras justas para hacerse obedecer, ni una más ni una menos… A veces un poco déspota, religiosa en exceso y poco dada al compadreo, muchos de los ancianos pensaron en asesinarla en secreto sin atreverse a confesarlo nunca, y si la soportaban era porque su presencia suponía el diezmo que se debía de pagar para salir de la cárcel en la que residían trescientos sesenta días al año.
Los pasajeros eran diez, los contamos a estos también entre los buenos, aunque de haberle preguntado a Mordechai -ya digo, el santo Job reencarnado-, quizás no hubiera opinado así de alguno de ellos. Al lado del conductor, a su derecha y tras la puerta de delante, se sentaba siempre Jack Long, que tenía que repartir sus ciento treinta kilos entre dos asientos. Jack era también un hombre culto, que había recorrido la mitad de las bibliotecas del país sin fijarse en lo que había fuera de ellas y que disfrutaba charlando con Mordechai, el único ser humano de la residencia al que consideraba de su mismo nivel intelectual. El señor Long hacía las veces de guía turístico, y disfrutaba especialmente inventándose datos sobre los lugares que visitaban, nombres de calles y plazas, fechas de batallas e historias de lo más variopintas, sin que sus compañeros se dieran cuenta en absoluto de que era tanto lo fabulado como lo verdadero en su discurso. Tras Mordecai iban los señores Leerby, dos viejos bastante activos que se habían conocido en la residencia, casándose a los pocos días. Él se dedicaba al mantenimiento de las instalaciones y era bastante popular entres los internos por su buena disposición y su energía contagiosa. Ella era un ángel con una mala salud de hierro y modales decimonónicos, que había encontrado a la vejez la felicidad que nunca pensaba llegar a alcanzar; pensaba que moriría sin rozarla siquiera. Iban también en aquel autobús viejo Evelin Koike, viuda de uno de los pocos japoneses condecorados en la segunda guerra mundial por los Estados Unidos; Domenicos Evangeliopoulos, un griego de metro y medio y ochenta años, apodado El Sátiro, no sé si por la extraña malformación de sus piernas -eran inusualmente cortas y tenía los pies muy pequeños-, o por la energía amatoria con la que había sido bendecido por la naturaleza; los hermanos Bird, Alan y Kurt, jóvenes gemelos setentones ambos; el señor Azarello, inventor retirado con más de cincuenta patentes de objetos inútiles a su nombre; y los asientos del fondo los ocupaban Gastón Zorn y el Conde. Gastón era un tipo extraño que casi nunca hablaba y que iba siempre pegado a otro de los jubilados, el Señor Conde de Sighişoara, Vlad Ceauşescu, exiliado en nuestro país desde la llegada del comunismo al suyo, un hombre de piel cetrina, muy elegante y respetuoso, aquejado de porfiria y alérgico a casi todo. Usaba unas gafas de pasta oscuras para no quedarse ciego por efecto de la luz del sol, sombrero negro de ala muy ancha y bufandas de tamaño desproporcionado, con las que se cubría gran parte del rostro al salir a la calle. El pobre era un cadáver andante, pero todos le tenían cariño porque, por la noches, tras la cena, si se encontraba con fuerzas y su memoria le regalaba un trecho de lucidez, solía contar historias que ya eran propiedad del pasado, auténticas leyendas que narraban, no sin cierta dosis de fantasía, sus viajes por países exóticos, sus amoríos y sus aventuras de juventud. Aquellos relatos con acento europeo servían para dar color a sus grises veladas iluminando por un rato el cementerio disimulado en el que vivían… Todos se lamentaban en secreto porque sabían que, muy pronto la demencia se apoderaría totalmente de aquellas vivencias, llevándoselas para siempre al valle del olvido, y ya nadie más podría disfrutar con los cuentos del Conde, nadie volvería a visitar Londres, ni Varsovia, ni Parga, ni Brujas, ni los pueblos del Tirol con él, ni volvería a degustar los aromas a especia que sus recuerdos contenían.
Bien, pues presentados los personajes, el buen manual del narrador recomienda seguir con la introducción de la trama, la descripción del escenario y los hechos desencadenantes de la acción. Lo haré así.
La cosa comienza realmente con el intento de atraco al Banco Nacional, a la oficina de la calle Jules Verne -la que está al lado del teatro municipal George Reeves-, un día de diario del mes de noviembre de un año que no recuerdo bien, pero que os costará poco averiguar si consultáis una hemeroteca. El asunto, aún pareciendo anecdótico, fue sonado y la crónica de los hechos se publicó al día siguiente en la primera plana de todos los periódicos locales, también en algunos nacionales. A eso de las nueve y media, el grupo de los malos llegó a la sucursal. No querían despertar demasiado revuelo, al menos al principio, y por eso obligaron a Rey Tantor a esperar en un camión que aparcaron muy cerca de la puerta principal. Mientras el gigantón del grupo se aburría haciendo solitarios en el remolque, los otros cuatro, vestidos como personas normales, entraron allí y comenzaron a tomar posiciones según lo establecido en el plan de Ácido. La cosa sería sencilla: primero actuaría Yuyu. Casco fuera sólo por un momento. Intentando no despertar sospechas, se haría con el control de los guardias de la puerta. Concentrándose bastante, conseguiría ponerlos a dormir o hipnotizarlos o algo por el estilo. Luego, Calambre se dejaría llevar, descargando una buena dosis de electricidad salvaje sobre el cableado del edificio. Conseguiría con ello un doble objetivo: por un lado, se llevaría por delante todo aparato enchufado a la red, alarmas y teléfonos incluidos, y por otro, dejaría fuera de servicio también a dos o tres de los empleados que más cerca se encontraran de los enchufes y las tomas de corriente. Matarían varios pájaros de un tiro de manera rápida y sencilla. En el caso poco probable de que todavía quedase algún mínimo foco de resistencia, el asunto ya sería cosa de Ácido, que debería hacer uso de su capacidad para intimidar, encargándose del resto del personal. Sacarían las enormes pistolas que El Hombre del Saco había guardado en su bolsillo dimensional y comenzarían a liarla. Cuando todo el mundo se encontrara, por fin, con la nariz pegada al suelo, y la situación estuviera controlada, se quitarían los disfraces de gente normal y los colorines de sus uniformes de villano saldrían a la luz, entraría Tantor sin hacer demasiado ruido, abriría la caja fuerte, sacaría el oro y los billetes, lo guardarían todo en el zurrón mágico del Hombre del Saco y se irían de allí cagando leches. El plan de Ácido, establecía también la colocación de una serie de bombas señuelo en un par de oficinas bancarias cercanas, que entretendrían a los polis y desviarían la mayoría de miradas indiscretas. Además, pagaron a un mutante que se volvía intangible –Don Nadie-, para que asustara a los chavales de un colegio cercano, amenazando con desencadenar una carnicería entre los alumnos y los profesores… Con esas tres distracciones en la zona, ellos podrían circular por las calles con bastante libertad, de regreso a su guarida…
El plan era bueno, nueve de cada diez veces habría salido bien, sin embargo, aunque ellos no lo supieran entonces, aquella sería la vez que hacía diez. Veréis, esto no ha salido en los periódicos, casi nadie sabe que ocurrió así, pero es la pura verdad. Lo juro. La mala suerte quiso que un virus estomacal afectara de manera bastante violenta a dos de los componentes del grupo poco antes de entrar en acción. Lo cierto es que Ácido no vio normal que Yuyu y Calambre se pasaran media mañana en el retrete, pero atribuyó aquel repentino descontrol fecal a los nervios por su próxima actuación. Llegó a pasársele por la cabeza el anular la operación, pero no lo hizo porque pensó que la cosa no iría a mayores, y creyó, inocentemente, que aquel pequeño inconveniente no afectaría en gran medida a sus planes. Los retortijones son como los ovnis, aparecen y desaparecen de manera traicionera, cuando menos preparado estás para recibirlos, y aunque sólo el abducido cree en ellos, están realmente ahí, jodiéndole la vida al que los tiene que soportar sin que nadie más les conceda la importancia que merecen… Bien, pues terminada la primera fase del plan, tras ejecutarla con toda la precisión posible tratándose de ellos, cuando los villanos estaban dentro de la sucursal con la clientela suficientemente atemorizada y la mayoría de los empleados incapacitados, los retortijones, efectivamente, llegaron. El Rey Tantor y Ácido discutían sobre la mejor manera, la más rápida, de abrir la caja fuerte. El jefe, con buen criterio, sugería arrancar los enormes goznes de acero, mientras que el mamut humano, no tan delicado, intentaba agujerear la puerta a puñetazo limpio.
-Bueno, hazlo como quieras, pero date prisa. Muy pronto empezarán las explosiones… Tenemos menos de cinco minutos.
En segundo plano, a su espalda y algo alejados del epicentro de la acción, Yuyu y Calambre, se miraban, sin atreverse a hablar, bastante nerviosos, empezando a sudar… Ambos reconocieron sin lugar a dudas aquel dolor seco que subía y bajaba, recorriendo sus intestinos y gruñendo de manera impertinente, presionando para que alguien lo dejara salir… pidiendo libertad. Al cabo de un rato que a ambos les pareció una eternidad, Yuyu optó por la rebelión, y quitándose el casco trató de comunicarse con su compañero sin que nadie más lo notara.
-Me cago –susurró el telépata directamente en la cabeza de Calambre.
-¿Qué dices? –preguntó en voz alta su compañero aparentemente hablando con un fantasma.
-¡Calla imbécil! –le replicó de nuevo Yuyu, comunicándose a través del pensamiento-. Cierra la boca, no hables, sólo escucha. Si Ácido se entera de que me estoy saliendo del plan, me mata… Te estoy hablando con telepatía, nadie más me oye… ¿No ves que me he quitado el casco?
Calambre hizo un gesto que era en realidad una interrogación, como instando a su compañero a continuar.
-¡Me estoy cagando vivo! Tengo un ascensor en las tripas, algo muy malo sube y baja por aquí sin parar –señaló la zona de su barriga con el dedo-. Tengo escalofríos y me estoy quedando sin fuerzas para luchar contra los retortijones. Estoy peor que esta mañana. Creo que no voy a poder contenerme por mucho tiempo… ¡Me estoy cagando en medio de este puto circo!
De nuevo la interrogación. Esta vez Calambre mostró las palmas vacías de sus manos a su compañero esperando instrucciones. Él también se sentía muy mal, y desde que Yuyu se había quitado el casco, la cosa iba empeorando por momentos.
-Mira tío, voy a pasar al retrete un momento y luego entras tú si quieres. Si no voy, vamos a tener que salir de aquí nadando en mierda… Intento ser rápido, mientras esos dos se encargan de la caja, y así ni se enteran…
Serían las diez menos veinte cuando Yuyu abandonó su puesto para ir la váter. Calambre y el Hombre del Saco quedaron solos para vigilar la entrada y la recepción del banco. En ese momento, el viejo autobús de la residencia W. Eisner King aceleraba calle arriba tras haber girado a la derecha en el cruce de la avenida Adams con la Sexta. Mientras el vehículo se dirigía inocentemente hacia la calle Jules Verne, el telépata de nuestra banda de supervillanos, echaba el cerrojo y se abandonaba sobre el inodoro, liberando su esfínter anal de la terrible presión a la que aquel virus cruel lo había sometido durante gran parte del día. Fue curioso, Ácido se percató de la falta de su compañero en el momento justo en el que la desgracia comenzó a desencadenarse. Miró hacia atrás, iba a preguntar por él, pero ya no tuvo tiempo, ocurrió algo sorprendente. En el instante mismo en el que Yuyu se rindió a la libre defecación, un placer inmenso, casi obsceno, recorrió todo su cuerpo haciéndole temblar. Soltó el problema y se quedó a gusto, totalmente relajado. El dolor había pasado y hasta que llegara un nuevo retortijón no dejaría de sentirse el hombre más aliviado del mundo. La liberación fue tal que algún fusible en su extraña cabeza se fundió, produciendo, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, una corriente de ondas mentales que se extendió por los alrededores de manera concéntrica, arrasándolo todo a su paso. Aquel alud de energía tuvo consecuencias muy dispares. La mayoría de los rozados por él sólo fueron partícipes del placer de Yuyu, se sintieron tan recién cagados como él, pero nada más les ocurrió; en el caso de Calambre la cosa fue distinta, recordemos que el rayo humano del grupo esperaba su turno para pasar al retrete, apretando el culo como un gnomo de jardín, angustiado por los mismos retortijones que un segundo antes habían obligado a su compañero a desertar hacia los servicios… Fue incapaz de contenerse, durante un instante sus ideas se confundieron de tal manera que llegó a creer que era él mismo el que reposaba sobre el trono de porcelana blanca, y cuando se dio cuenta de que que se había cagado encima y de que estaba en medio de un atraco a un banco, vestido de fucsia, verde y amarillo, rodeado de rehenes que comenzaban a hacer gestos extraños y a murmurar, señalándolo, ya fue demasiado tarde. El descontrol intestinal llevó además a un inmediato descontrol eléctrico, y con el tremendo pedo de Calambre, se liberó también una oleada de energía sin demasiado control, quince mil voltios de electricidad con consecuencias nefastas para el plan de Ácido. La mayor parte de esa corriente desbocada fue a condensarse frente al mutante eléctrico, y como era precisamente ése el lugar en el que se encontraba el Rey Tantor tratando de abrir la caja fuerte, fue él, el que con más crudeza sufrió las consecuencias. El fortachón del grupo cargaba con la enorme caja sobre su cabeza, la había arrancado de cuajo con su último estirón y, todavía convencido de que golpeándola la abriría antes que forzando las cerraduras o las bisagras, se preparaba para arrojarla contra el suelo con toda su fuerza. No pudo hacerlo. Las ondas de Yuyu, autentico placer destilado, se mezclaron en el interior del Rey Tantor con las descargas eléctricas escapadas del cuerpo de Calambre, cortocircuitando momentáneamente su sistema nervioso. Flojeó apenas un segundo, tiempo suficiente para que aquella caja enorme de acero reforzado del tamaño de una habitación, le cayera encima, aplastando su cabeza y dejándolo sin sentido.
Ácido no podía creerlo, en cosa de un segundo, todo su plan se había venido abajo. Rey Tantor, el único capaz de abrir aquel armatoste, había caído, Yuyu se había esfumado y Calambre no paraba de maldecir: se había cagado encima a media operación…
-¡Ha sido Yuyu! –dijo tratando de disculparse, casi sollozando-. Se ha metido en el retrete, pero ha sido cosa suya… ¡Ese bastardo se ha colado en mi puta cabeza para joderme…!
La gente comenzaba a murmurar, pequeños grupos de rehenes se miraban extrañados. Ácido comprendió rápidamente que debía hacer algo con urgencia si quería seguir manteniendo el terror, tan necesario para sobrevivir en estos casos. Sabía que el miedo era lo único que los separaba de una batalla campal en la que tendrían que enfrentarse a todas aquellas personas. Si aflojaban la presa, aquellos señores rehenes tan respetables de traje y corbata, terminarían convirtiéndose en una turba asesina con deseos de venganza. Decidió dejarse llevar por su furia para volver a conseguir silencio y atención de los clientes secuestrados. Ignorando el cuerpo caído de Tantor, se fue para Calambre dispuesto a escupirle en la cara para enseñarle una lección. Por suerte para el hombre eléctrico, en ese mismo momento Yuyu regresó de su escapada, cerrando la puerta del baño a su espalda y colocándose de nuevo el casco de manera despreocupada…
-¡Joder! –dijo-, que a gusto se queda uno cuando lo suelta –el silencio se podía cortar con un cuchillo, solo se escuchaba la respiración de Ácido, que bufaba como un toro, loco de furia frente a Calambre. Cuando Yuyu entró de nuevo en escena, cometiendo el último error de su vida, todos se volvieron a mirarlo, Ácido también… Me imagino que debió de ser horrible la muerte de aquel pobre desgraciado. No usó la pistola con él. Lo encontró la policía, tirado en el suelo, poco después. Estaba apoyado contra la pared, junto a la puerta del retrete, y su cráneo se había convertido en una cáscara vacía, sin cara, que humeaba desprendiendo un tufo a quemado dulzón y tercamente desagradable.
-Vámonos –ordenó Ácido dirigiéndose hacia la calle-. Ya arreglaremos cuentas luego, inútiles.
A las diez menos cuarto, según los testigos, los tres atracadores salieron de la sucursal del Banco Central de la calle Jules Verne decididos a montar en su camión. Pretendían, seguramente, marcharse de allí protegidos por el desconcierto que las explosiones programadas y la amenaza en la escuela primaria de la calle Kant les proporcionaría. La mala suerte quiso que justo en el momento en el que se disponían a subir al remolque, “Torpedo” Mordechai pulsara un botón en el salpicadero de su viejo microbús, las puertas se plegaran y los ancianos comenzaran a descender frente a la entrada del banco, lenta y despreocupadamente, dispuestos a disfrutar de su día de libertad…
-Esperad –dijo Ácido mirando fijamente al señor Long a través de la ventanilla. Acababa de tener una idea. El anciano se esforzaba para ponerse en pie, fatigado ya antes de haber empezado a moverse-, mejor cogemos otro transporte… Seguramente estos buenos señores se presten a acompañarnos… -de una sola zancada, subió al vehículo, colocándose justamente al lado del conductor. Todos lo miraron asombrados, sin entender nada-. Nos vamos de aventurillas, ¿eh, abuelos…?
A las diez menos diez, el minibús de la residencia W. Eisner King, cargado con tres supervillanos, uno de ellos manchado de mierda hasta las cejas, un conductor judío, una enfermera y diez rehenes, arrancó con rumbo desconocido, circulando disimuladamente por entre las calles ajetreadas de la ciudad… Nadie lo supo entonces, pero los malos y los buenos se habían encontrado por fin.
Despues de los ultimos eventos de tragedia, viene la comedia. Gracias Fideu!
Y gracias de que no hayamos tenido que esperar al martes!
¡Grandísimo Fideu! Una reelaboración del Quinteto de la Muerte (ancianitos incluidos, ya me lo veo venir) con todo el regusto cómico y el patetismo de los Coen. Eso sí, Ácido me recuerda más a Guiness que a Hanks por su toque siniestro y cruel, alejado del gentleman cuasibonachón que compuso el segundo.
Por lo demás, comedia superheroica en condiciones, con un ritmazo y excepcionalmente narrada.
Me encanta, me encanta y me encanta!!! Fideu no escribe historias típicas: el hombre del fin del mundo, infancia de los superhéroes, amistad, amor entre superhéroes y esta vez ancianos con un toque de humor. Qué más se puede pedir??? Vamos, que no me aburro porque sé que siempre me voy a sorprender.
Feliz año 2010!!!!!!!!!!!
Ni siquiera en la comedia dejamos de aprender sobre táctica y estrategia para conformar grupos de superhéroes y supervillanos altamente efectivos. Eso sí, las risas que tenemos a costa del quinteto son muy de agradecer después de amenazas apocalípticas y profundas disquisiciones sobre amor entre superseres.
Feliz 2010 para los autores y amigos del Capitán Meteoro y su tropa!!!
Ha sido bastante divertida… Un buen contraste…
Un abrazo…