Capitán Meteoro Vol. 2 Cap. 7: Tunguska, Las Vegas (Parte 5, de 7)

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Por José Antonio Fideu Martínez con ilustraciones de José Antonio Fideu Martínez y Vicente Cifuentes

Capitán Meteoro, Archivos 8. Notas previas.

Título: “Tunguska, Las Vegas”

Sin duda, Conan Wild es, después del Capitán Meteoro, el personaje más popular creado por Vincent F. Martin. El superhéroe, secundario en principio de la serie de nuestro protagonista, pasó a tener colección propia en el año 48, y su popularidad creció, a partir de ese día como la espuma. Adorado por niños y grandes, el científico, filántropo y aventurero, tuvo pronto su propio serial radiofónico (“Aventuras Salvajes”), una serie de televisión de dibujos animados, luego una de imagen real, e incluso se empezó a realizar una adaptación cinematográfica (M.G.M.), con la participación de Cary Grant, que si no se llevó a cabo fue, únicamente por mala suerte.

Ya iniciado el rodaje (hablamos de 1958), un accidente de la estrella con fractura de hueso incluida -Grant se rompió un brazo y la clavícula montando a caballo-, obligó a paralizar la producción. Luego, recuperado el actor, problemas financieros impidieron que se reanudara el proyecto y, cuando finalmente se consiguió dinero, Grant se había embarcado ya en el rodaje de “Con la muerte en los talones” (1959), de Alfred Hitchcock. Sin embargo, rumores sin confirmar de los que se hace eco Martin en una carta a su esposa fechada por aquel entonces, sugieren que en realidad no existió lesión de Grant, que el actor estaba descontento con el contrato que su agente le había casi obligado a firmar y que se excusó alegando haberse lesionado. Realmente, en el libro de memorias de Robert W. Subirana “Biografía no autorizada y otros asuntos poco elgantes…”, el autor pone en boca de Grant una frase que es muy reveladora al respecto de su ilusión y su deseo de realizar la película.

-La verdad es que sentí un alivio enorme cuando me enteré de que habían encerrado a Wally –dice refiriéndose al productor, encarcelado por defraudar al fisco-. Espero que no se entere de que he dicho esto, pobre, pero ya no tenía edad para ponerme pijama y andar dando saltos por los tejados… No hubiese resultado elegante.

Siete años más tarde de aquello, finalmente se estrenó una película con Wild de protagonista. A pesar de lo modesto del presupuesto y del casting, casi exclusivamente formado con actores desconocidos, aquella producción fue un éxito que se ha convertido en un clásico de aventuras que muchos recuerdan…



“Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres de bien no hagan nada para impedirlo”.

Frase puesta en boca del propio Conan Wild en el episodio nº7 “El rayo de la muerte”, de “Las aventuras de Conan Wild”, serie de imagen real del año 1955, cuyo primer episodio se emitió a todo color con el sistema NTSC, desarrollado por RCA.

VII

Dicen que el auténtico valor de un hombre viene indicado por la talla de sus enemigos. Aunque, a decir verdad, yo disiento de esta afirmación -creo que, en realidad, para medir a una persona es mejor fijarse en sus amigos, en el número de ellos y en su catadura-, lo cierto es que, de contener un mínimo de verdad, aquel día crecimos hasta alcanzar dimensiones colosales… No creo que nuestros actos tuvieran demasiado mérito. No obramos de manera práctica ni inteligente, no conseguimos resolver el jeroglífico que el destino nos presentó y, si finalmente todo terminó bien, fue más por casualidad, porque una potencia superior dispuso que así debía ser, que por nuestras aptitudes y decisiones. Exceptuando los actos de Cornelius Wild y el sacrificio de Declam Odran, todo lo demás no valió mucho… Sin embargo, si nos fijamos en los enemigos a los que nos enfrentamos, entonces sí que ganaremos méritos. No todos los días los hombres retan a un adversario de la talla de aquel Ángel Exterminador.

Poco antes de que la nueva Sodoma fuera escarmentada con el fuego purificador, iniciándose así la siguiente fase en la programación del enviado, quizás seis o siete horas antes, Conan Wild llegó al lugar en el que había muerto el Doctor Odram. Sin mucha dificultad, manejando con maestría los mandos de La Maravilla, se posó en el centro mismo del valle. En el preciso momento en el que el vehículo tomó tierra, un denso telón de vapor se alzó de inmediato rodeando la carlinga, diluyendo el mundo al otro lado del cristal. El calor, que todavía escapaba de las turbinas, había deshecho la capa más superficial de hielo, excavando dos pequeños cráteres ovalados a los lados del aparato, en el suelo, justamente bajo las alas. Conan pulsó cinco palanquitas de colores del cuadro de mandos, cerró las válvulas de paso del combustible y apagó los motores. Sólo le quedó entonces agradecer para sus adentros el recién llegado silencio, estirar la espalda y encender un cigarro, antes de bajar. Sin pararse a pensar demasiado en el peligro que lo esperaba en aquel páramo helado, se subió la cremallera de la chaqueta hasta el cuello, cogió sus guantes y su mochila y descendió de un salto, muy decidido, yendo a caer en medio de uno de los charcos: estaba seguro de que aquel era el sitio, lo había sabido nada más verlo. De camino hacia allí, apenas unos minutos antes, mientras todavía navegaba entre nubes atravesando aquel reino de alturas colosales y simas que parecían infinitas, se había dado cuenta. Había fijado su mirada en el fondo del valle y, no sin dejar de sorprenderse, había encontrado lo que buscaba: una mancha ovalada, casi totalmente redonda, de color oscuro, bajo un manto de hielo que, desde las alturas, se antojaba muy delgado, transparente, totalmente sincero a la vista de un observador experto. Por mucho que uno sospeche la verdad, hay veces en que las verdades son tan parecidas a mentiras, tan extraordinarias y sorprendentes, que incluso su presencia frente a nosotros resulta difícil de admitir. Antes de aterrizar dio un par de pasadas, más por costumbre, para analizar posibles amenazas cercanas y para tomar nota del terreno, que para asegurarse. No hacía falta asegurarse… Era el sitio. La tumba del doctor Odran…

Conan empezó su combate en aquel mismo momento.

Sin moverse de su posición tomó cuenta de los primeros datos; examinó el paisaje, posibles peculiaridades y características ordinarias, midió distancias, buscó huellas, rastros de cualquier tipo y, sobre todo, aguzó el oído. De su primera aproximación a la escena del crimen, sólo le sorprendió una cosa: un hueco de sección circular abría paso desde la superficie hasta el subsuelo, desde la capa exterior de hielo, hasta la nave enterrada. Lo había visto desde las alturas, pero desde allí le pareció todavía más asombroso. Era lógico pensar que aquel pasadizo había servido para llegar hasta el misterio enterrado a los que llegaron antes. Seguramente, Odran había descendido por aquel agujero también. No encontró ninguna huella reciente por los alrededores, quizás dos o tres rastros, vestigios de antiguas pisadas que el viento y el tiempo habían terminado por relegar al olvido, pero poco más. Sin prisas se acercó al borde del pozo y, desde las alturas, miró al fondo. A pesar de lo repugnante de la escena con la que se encontró, apenas se sorprendió por lo que vio… Contó los cadáveres y sus posiciones, se fijó en las caras de los que miraban hacia arriba, máscaras asustadas por una muerte demasiado horrorosa, buscó posibles causas para esas muertes y sólo tras almacenar en su memoria todos los datos que pudo tomar, procedió a descender. Había cabos congelados todavía tendidos que le habrían servido para bajar, pero él prefirió hacerlo usando uno propio. El suyo no se rompería ni se desataría en un momento de urgencia; era cuerda nueva, puesta a prueba mil veces en su laboratorio y anudada por él mismo. Una colilla aplastada quedó junto al borde del pozo como recordatorio de su paso.

Ya en el fondo, mientras caminaba entre los cadáveres de aquellos desdichados, Conan pudo observar con detalle los cuerpos. Todos habían sufrido suertes parecidas: bien a cuchillo o a dentellada, se les había ajusticiado sin piedad, y a decir de sus propios rostros, sin escatimar en ellos el miedo ni el dolor en sus últimos momentos. Y sin embargo, a pesar de lo feroz de las heridas, apenas quedaban rastros de sangre en las cercanías. En buena lógica, todo aquel suelo debía ser una siniestra alfombra granate, y ni siquiera las ropas estaban demasiado manchadas… Tres de los cadáveres, decapitados, le parecieron especialmente curiosos. Se había encontrado con sujetos de aspecto extrañamente parecido en alguna correría con Tozeur por la zona de Europa del este… Más datos que Conan analizó: el frío y la nieve se habían encargado de enterrar sin permiso a algunos de ellos. Se fundían con el hielo que había subido, como una marea inmisericorde, atrapándolos para siempre y, sin embargo, alguien se había encargado de despejar un camino, a pico, de manera que la grieta del fondo no quedara cegada como la mirada de aquellos desdichados. La hendidura daba paso, sin duda, al interior de la nave sepultada. Necesitaba saber más. Desenfundó su pistola de fotones, ajustó la potencia al máximo y siguió por allí.

Unos pasos después Conan se encontró con el cadáver del doctor Odran. Perpetuamente condenado a repetir el momento de su final, permanecía tendido al principio de un oscuro pasillo, boca abajo, como si acabara de exhalar el último suspiro, herido en la espalda… Una daga alemana, una de esas que les entregaban a los oficiales de las SS en la Guerra Mundial, había sido su perdición… Conocía bien aquel tipo de arma y le pareció sorprendente que un objeto tan sencillo hubiera sido la causa final de la muerte de alguien tan asombrosamente genial.. El doctor era un hombre formidable, acostumbrado a enfrentarse a todo tipo de enemigos. Su asesino sería, sin duda, un contrincante temible, habría sido un error menospreciarlo. Bajo el cuerpo incorrupto del irlandés sí que había sangre, un charco seco bastante llamativo, cubierto de escarcha, que chispeaba de vez en cuando, cada vez que la escasa luz que se colaba desde el exterior se atrevía a rozarlo. Un murmullo lejano, surgido de las entrañas de la nave, un lamento parecido al rezo de un hombre, le hizo detener su inspección de golpe… Reconoció el idioma: hebreo antiguo y, de vez en cuando, algunas estrofas en arameo…

-Aquí estoy, sucio irlandés. Vengo a hacer las paces…

Conan avanzó con cuidado, sin perder de vista el fondo del corredor y se arrodilló junto al cuerpo de Odran. Suspiró. A lo lejos un fulgor extraño, cambiante en color e intensidad, le indicó que la oscuridad no continuaría si decidía avanzar hacia el corazón de aquel misterio alienígena. Intuyendo la rigidez del cuerpo, se abstuvo de moverlo, luego habría tiempo. En aquel momento lo único que interesaba era seguir obteniendo respuestas, analizar las lesiones, buscar entre las cosas del As, en su bolsa, tratar de leer en cada pequeña pista, en cada señal… Y así lo hizo: de la mochila sacó una libreta con notas, fotos y un mapa, que le hablaron de una misión alemana de búsqueda; de la daga, confirmación de la nacionalidad del enemigo; de las otras heridas, su nivel de fuerza y velocidad, su ferocidad… De un relicario tirado en el suelo, muy cerca, la certeza de que, en verdad, Odran era el ser más afortunado de la Tierra…

Antes de continuar hacia el interior, Conan se detuvo un momento. La mochila le pesaba demasiado. Si tenía que pelear con el verdugo del As de Tréboles, ir cargado como un dromedario no le ayudaría mucho. Antes de abandonarla junto al cadáver del irlandés, rebuscó en su interior para ver con lo que contaba. Quizás alguno de los cacharros que su mujer había metido dentro podría serle útil: la radio, nada; las herramientas, seguramente tampoco; la cantimplora, no; el transformador de quantum, no; el proyector de hologramas, el generador de agua, el sonar gontariano, la cuerda, la linterna, las mudas –un par-, la brújula, el saco de dormir y el levitador, le parecieron poco interesantes dadas las circunstancias; unas bombas de plasma, quizás… Después de revolverlo todo durante un rato, le llamó la atención algo que su esposa, seguramente sin otorgarle la menor importancia, había colocado al fondo. Recordó haberle pedido antes de salir que metiera todas sus cosas en la mochila. Ella, bendita fuera, había obedecido, protestando y refunfuñando como de costumbre, pero lo había hecho… Conan cogió el aparato y se lo echó al bolsillo. Si su enemigo era quién él sospechaba, lo que él sospechaba, iba a llevarse una sorpresa muy desagradable.

Lo último que hizo antes de continuar avanzando, fue coger el relicario y colocarlo sobre el cadáver. Le costó despegarlo del suelo helado. Cabía la posibilidad de que él muriera también allí, no era tonto y lo sabía. En ese caso se aseguraba así, al menos, de que nadie profanara el cuerpo de Declam Odran… Luego, con una disculpa muda, se puso en camino.

Durante un buen rato Conan avanzó por un laberinto de pasillos iluminados. Le extrañó que su enemigo no se diera más prisa por encontrarse con él… En ningún momento se escondió, ni disimuló su avance. Más bien al contrario, abandonó todo recato y trató de hacerse notar. Haydn sonó, silbado, tarareado, y a veces hasta acompañado de percusión, y sin embargo, aunque se sintió observado siempre, nadie salió a su encuentro. Sin encontrar ningún impedimento fue avanzando hacia el interior, atravesó pasadizos y tres o cuatro salas enormes, tan sorprendentes como el resto del vehículo. Sólo una moneda abandonada, recordatorio acuñado del ego del doctor, le hizo estar seguro de que Odran había pasado por allí. Era una moneda de oro con un trébol de cuatro hojas en una cara… El doctor llevaba un saco de cuero lleno de doblones como aquellos, colgado del cinto, en el momento de su muerte.

-Seguramente -pensó Conan-, las utilizaste para marcar una ruta y no perderte en este laberinto… Buena idea. Dinero bien gastado. Yo lo habría hecho también, de haberlo necesitado… Por suerte, siempre fui más listo que tú…

La última sala era mayor que las demás, y desde luego, mucho más sorprendente; un autentico mausoleo de luz, cristal y metal pulido, en el que las formas se combinaban de manera aparentemente caótica formando estructuras enormes: columnas que se enraizaban en el suelo y el techo, salientes que parecían brotar de las paredes, sin sentido, arcos extrañísimos que unían partes del techo lejanas y otras vecinas, muy cercanas, rebordes desiguales que cambiaban de forma y de color en apenas segundos…. Siguiendo el reclamo de aquel extraño rezo, le fue fácil llegar hasta ella. Una vez superados los pasillos del principio, el camino no tenía mucha pérdida. Al entrar, Conan quedó tan sorprendido que, durante un buen rato, apenas pudo moverse. Si increíble era el continente, mucho más lo era el contenido. En el centro mismo de la estancia, un hombre flotaba, en posición fetal, protegido en el interior de una cápsula de luz, girando sin parar, en un estado híbrido a medio camino entre el sueño y la vigilia… Era él el que rezaba… A Conan le fue fácil interpretar las señales: un judío –circuncidado-, un hombre de talla media, fibroso, muy moreno y herido en un costado, con marcas terribles en la frente y en las muñecas… Posiblemente llevase haciéndolo dos mil años… Dos mil años pidiendo perdón y rogando por su pueblo…

En un principio Conan no supo cómo reaccionar. Me contó que un pánico terrible se apoderó de él. Durante unos minutos se olvidó de enemigos, de Odran, de su familia y del mundo entero… Cuando su cerebro terminó de administrar toda la nueva información recibida y de recolocar gran parte de la que había ido almacenando con los años, por fin, pudo moverse. Sin apartar la vista de la figura que flotaba en el centro de la sala, Conan avanzó hacia una especie de consola situada al fondo. Una vez colocado frente a ella, su mente analítica comenzó a funcionar, de nuevo, a ritmo normal. Primero vio a un judío siendo abducido, seguramente en tiempos de Poncio Pilato. Luego pensó en un extraño viaje de aquel elegido entre las estrellas, hacia un reino que no estaría en nuestro mundo, y pensó también en su regreso. Pudo intuir un accidente de origen desconocido que hizo zozobrar el transporte interestelar a su vuelta, la caída y el olvido, enterrado en aquel panteón de hielo. Seguramente Odran, tan agudo como siempre, había hallado el pecio abandonado y, seguramente también, se había encontrado allí con algún tipo de fuerza, humana o no, interesada en ocultar su hallazgo. Juntando las piezas de un puzle tan complicado, fue haciéndose una composición de lugar que terminó con la daga clavada en la espalda de Odran y con las referencias a la misión alemana de búsqueda. Evidentemente, a ningún nazi le habría gustado aquel regalo que el destino había devuelto a la Tierra. Conan había hecho los deberes perfectamente. Antes de salir, había revisado informes y archivos desatendidos durante décadas. Una lista de todos los adversarios alemanes que habrían podido actuar como su enemigo invisible, de la que borró inmediatamente a gente como el coronel V-3, Steinschlag, Blitzkrieg, Ciclón-B, el Conde Negro, Sturmgeschutz o Stuka. Al final de aquel inventario una leyenda oscura hablaba de un torturador convertido en asesino que bebía sangre y cuya piel ardía al contacto con la luz del sol. El Coronel Orlok, lo llamaban… Todo terminaba de encajar. Sólo una pregunta quedaba por responder: ¿Por qué? ¿Por qué, aquel enemigo escondido le había permitido llegar tan lejos? ¿Qué pretendía…?

Conan sintió una presencia cercana que le erizó el cabello. Miró a su alrededor sin encontrar nada y, receloso de tanta soledad, regresó a la figura del judío. Una revelación llegó entonces hasta él, iluminando su camino futuro. Seguramente Orlok había llegado a aquel lugar antes que Odran, los últimos informes sobre acciones suyas se remontaban a la mitad de la guerra. Si no se había marchado de allí en tantos años, era por un motivo claro, porque no había conseguido completar su misión. Sin pensarlo dos veces improvisó un rápido experimento. Sacó la moneda del As que guardaba en su bolsillo y la arrojó hacia el centro de la sala. El pequeño trébol de oro quedó un instante suspendido en el aire, rodeado por un halo luminoso de la misma naturaleza que el que protegía al viajero de las estrellas, y luego, salió despedido en dirección contraria, cayendo al suelo. Cuando Conan se acercó a recogerla, la moneda quemaba y ya no era tan perfectamente circular como antes. La energía la había fundido parcialmente, convirtiéndola en una remedo deformado de lo que había sido… Sin duda un campo de fuerza de esa naturaleza sería imposible de atravesar. Estuvo seguro de que intentarlo supondría una experiencia dolorosísima y muy frustrante, y comprendió lo que su enemigo pretendía de él.

La duda consistió entonces en decidir su siguiente acto, si complacerlo o no. Se encontraba frente a un artefacto alienígena, frente a ingeniería y mecánica infinitamente distintas a las que había estudiado, y sin embargo, estaba seguro de que si se lo proponía, tarde o temprano, terminaría dando con el botón adecuado para desactivar el campo de fuerza. Se trataba de buscar un interruptor y de pulsarlo, y eso, hablásemos de tecnología de este planeta o de cualquier otro, no sería tarea muy complicada. Sin embargo temía que, al hacerlo, su enemigo consiguiera, por fin, vencer en esta larga guerra. Haciéndolo podía estar abriendo una caja de Pandora de consecuencias nefastas para toda la humanidad. Tozeur había hablado de un Apocalipsis, y no quería ser él el encargado de desencadenarlo por un acto insensato… sin embargo, también había hablado de demonios conspirando para que no se encontrara el cadáver de Odran, y allí de pie, pudo entender el porqué.

Tenía que tomar una decisión, y tenía que hacerlo rápidamente… No le fue difícil. Entendió la oración del hombre como un ruego y no pudo negarle su piedad. Sabía que en el momento mismo en el que desactivara el sistema, su enemigo caería sobre ellos como una hiena hambrienta, que intentaría matarlos a ambos, sobre todo al judío, pero tenía fe en sí mismo, en que podría defenderse. Por un momento trató de comprender el suplicio al que había tenido que enfrentarse aquel hombre, encerrado durante milenios, rogando a su Dios que lo liberara, rezando sin perder la fe nunca. El cuerpo seguía rotando ajeno a la llamada de la gravedad, frente a él, esperando. Y así, el rostro del judío, fue acercándose poco a poco hasta quedar enfrentado con el suyo. Entonces pudo verlo con total claridad: se trataba del rostro de un hombre, uno normal, el rostro de un prisionero que se lamentaba y que pedía una liberación. Se sintió sobrecogido ante la presencia de aquel semblante sereno, ante la fe de sus plegarias…

Conan cuenta siempre que en ese preciso momento, una oleada de culpa por todos sus pecados le golpeó el pecho como una maza. Se sintió avergonzado de sus faltas. Es muy difícil escucharlo hablar de esa manera, Conan es racional, a veces demasiado, cínico y descreído. Habla como si no se tomase nada en serio, aunque no sea así. Ha visto y vivido demasiado como para creer en los milagros, y no suele hacer mención, casi nunca, a aquella aventura, pero si se da el caso, lo relata todo de manera conmovedora. Una vez le vi emocionarse al referirse a este suceso y me parecía, al escucharlo, estar escuchando a otro hombre, otro Conan mucho más inocente…

El caso es que, una hora más tarde, había entendido los rudimentos básicos del funcionamiento de aquella máquina. Relacionó figuras, hizo algunas probaturas fallidas y. al final, dio con una combinación de símbolos, en realidad prismas que sobresalían de la superficie más o menos uniforme de la consola, que, pulsados en un orden concreto, desactivaron el campo de fuerza que protegía al judío. Despojado de su protección, el cuerpo del hombre descendió hasta posarse en la plataforma de cristal sobre la que había flotado tanto tiempo. Se oyó un suspiro y, por fin, dejó de rezar…

-Muchas gracias, yanqui –escuchó decir a su espalda, e inmediatamente después notó un golpe seco, un golpe fortísimo que lo tiró al suelo, arrojándolo contra una de las paredes, a varios metros de distancia. Lo esperaba y, aún así, le sorprendió la violencia y la fuerza con la que lo golpearon. En la caída perdió el arma, que salió despedida de su mano, rodando también.

Orlok era todo cuanto había escuchado y mucho más. En su retrato destacaban dos ojos negros -“ojos como pozos sin fondo” había oído decir-, engarzados en una cara que, con el paso de los años, había terminado por convertirse en un sudario arrugado y aterrador. Unos labios descarnados, mueca de desprecio marcada a cincel por el dolor, el ansia y la soledad, y tras ese telón fruncido, dientes como los de un tiburón, agudos y desordenados, deseosos de morder y rasgar. Sí, se trataba del rostro de un animal rabioso, de un demonio enloquecido por la sed de sangre y el fanatismo. Y bajo esa cara, un cuerpo delgado y fibroso como el de una serpiente, enfundado en un traje de cuero a juego con el color de los ojos. Brazos y piernas que se movían sin prisa, seguros de que podían pasar a ser relámpagos mortales en cualquier momento…

-No sabes la carga que acabas de retirar de mis hombros… el bien que has hecho…

-No me lo agradezcas –dijo Conan, todavía conmocionado-. Así no, por lo menos…

Orlok avanzó un par de pasos sin quitarle la vista de encima.

-Sí, sí que te lo voy a agradecer… Te voy a dar una oportunidad única, y lo voy a hacer únicamente por gratitud. Yo puedo ser cualquier cosa, menos un ingrato –colocado frente a Conan, Orlok siguió con su parlamento. A su espalda, el judío continuaba tendido, inmóvil-. Mira, yanqui: tu sangre va a servir para fortalecerme, me dará el brío que necesito para salir de aquí. Con ella estarás sirviendo al cuarto Reich, estarás ayudando a instaurar un nuevo orden en el mundo. Y la suya también –señaló a su espalda, al hombre desnudo que le había servido de compañía durante tantos años-. Pero antes, necesito que me ayudes en una cosa. Será una tarea sencilla. La cumplirás para mí, y luego te mataré todo lo rápidamente que pueda… Te premiaré así por servirme… y te permitiré seguir sirviéndome después de muerto.

-Tienes muy poca fe en mis posibilidades, sanguijuela…

-Saldrás y retirarás el relicario del irlandés…

-¡Y una mierda! –dijo Conan poniéndose en pie con dificultad.

-Te aseguro que lo harás. Te arrastrarás ante mí y me suplicarás…

Sin mediar más palabra, Orlok se lanzó sobre él. Mi amigo Cornelius ha sido siempre un hombre excepcional, uno de los mejores luchadores que conozco, capaz de enfrentarse a adversarios mucho más fuertes y veloces, entrenado en multitud de tipos de lucha, ágil y atento cuando hacía falta, intuitivo y buen fintador cuando había que esquivar, excelente fajador cuando lo que tocaba era encajar un golpe y, sin embargo, Orlok lo superaba ampliamente. Apenas pudo defenderse de sus primeros envites. Eran demasiado rápidos, demasiado certeros y violentos. Las manos del alemán caían sobre él como maldiciones, y nada de lo que intentaba lograba detenerlas. Si paraba un puño, el daño sufrido era casi tan grande como cuando no lo hacía: el último que se atrevió a frenar, con el antebrazo, le causó un dolor profundísimo, el dolor que se siente cuando un hueso se troncha. Si trataba de esquivar, yéndose hacia la derecha, entonces le llovía una ola de golpes, violentísima e inesperada, por la izquierda, con lo que lo perdido era siempre más que lo ganado. Antes de darse cuenta se encontró otra vez en el suelo, vapuleado. El vampiro nazi jugaba con él, lanzándolo de un lado para otro, rompiendo costillas cuando quiso romper costillas, mordiendo y cercenando cuando quiso herir, golpeando, con una fuerza descomunal, cuando quiso demoler el ánimo de su presa, y si no lo mató a la primera, fue, realmente porque necesitaba mantenerlo vivo para salir de allí…

-Está bien, perro –Conan se arrastraba por el suelo, a sus pies, respirando con dificultad. Llegó a pensar que, quizás, había calculado mal, que había subestimado a su enemigo y que ese fallo podía costarle la vida. Estaba muy malherido y sangraba de forma escandalosa por el cuello-. No quiero seguir perdiendo el tiempo –Orlok se arrodilló junto a él-. Puedo hacerte mucho daño, soy experto en mantener vivo a un hombre haciéndole sufrir durante horas. Ese fue mi trabajo durante años, y te aseguro que no me he olvidado de nada de lo que me enseñaron –la lengua del nazi rozó ligeramente la piel manchada de sangre de Conan. Se había colocado a su espalda, y lo agarraba por los cabellos, tirando de él hacia atrás, manteniéndolo así levantado. Cuando comenzó a beber de su cuello, Conan se sintió desfallecer. Apenas le quedaban fuerzas, era el momento de atacar, el momento de resolver aquella pelea de una vez por todas, el momento de vengar a Odran y de salvar al mundo.

-Está bien –dijo-. Tú ganas… pero déjame respirar un momento…

-Así me gusta -El vampiro se puso otra vez en pie, a su lado, mirándolo con desprecio desde su posición, con la boca manchada y sonriendo. A Conan le pareció estar frente a un gran escualo hambriento.

-¿Quieres salir…? –dijo jadeando-. Vas a salir, yo te ayudaré… Pero antes quiero que mires una cosa que te he dejado en el bolsillo… Es un regalo… por Odran, por todos aquellos de los que has bebido sangre y, sobre todo… por hijo de puta…

-¿Qué dices? –preguntó Orlok extrañado- ¿Ya deliras…?

-Anda, mira en el puto bolsillo, nazi de mierda… Verás qué risa…

El alemán obedeció. Algo en el tono de voz de Corneluis Wild le apremió a hacerlo. Efectivamente, encontró una cosa: un pequeño artefacto de metal parecido al mecanismo de un reloj de cuco, que no debía estar allí… Y eso fue lo último que notó. Lo último que vio y tocó. Automáticamente fue teletransportado. Todo su yo, la materia que componía su cuerpo entero, desapareció de allí para materializarse inmediatamente, tres pisos por encima, justo un par de metros sobre el suelo helado de la superficie. Cuando eso ocurrió, Orlok ya no era Orlok, era un amasijo de materia orgánica desordenada, que ardió como una tea al contacto con la luz solar.

-Compota de manzana, hijo de puta –dijo Conan. Y luego se dejó caer rendido…

Aproximadamente a la misma hora en que Cornelius Wild encendió el que creía que sería su último cigarro, yo morí a las afueras de Las Vegas, calcinado por la ira imparable del Ángel exterminador. Después de su pelea con Orlok, Conan, herido de muerte como estaba, apenas tuvo fuerzas para arrastrarse a fuera a comprobar que todo había terminado. Efectivamente, lo único que encontró como mención humeante a lo que había sido el nazi, fue un montón de cenizas y huesos retorcidos, tan caóticamente deformados, que poco recordaban el esqueleto de un ser humano. Luego regresó dentro, encendió una de las balizas señalizadoras de la Guardia Solar y, sentado junto al cadáver de Odran, intentó suturar la herida de su cuello sin demasiado éxito. Tenía los dos brazos rotos, posiblemente heridas internas de gravedad, y además, no era médico ni poseía el instrumental necesario. Podía hacer trabajos humildes como enfermero, entablillar piernas, coser una herida sencilla, extraer una bala quizás, pero cuando miró su herida en un espejo, comprendió que el detener la hemorragia era algo que excedía de sus posibilidades. Sentía mareos, primera señal de que la dulce muerte comenzaba a rondarle. Había perdido demasiada sangre…

-Bueno, viejo –dijo tirando del cuerpo tendido de Odran hacía sí-. Creo que esto será suficiente para que me perdones… Yo, por mi parte no te guardo rencor alguno. Espero que, por fin nos encuentren y que te entierren a la sombra de ese árbol en Galway –Conan respiraba cada vez con mayor dificultad-. ¿Sabes?, tengo miedo… A morir, desde luego, pero sobre todo a convertirme en un ser como ése, en otro puto vampiro… Me ha mordido, ese hijo de perra me ha mordido, y si lo que he visto en las películas es cierto, estoy bien jodido… Necesito una transfusión de sangre urgente…

Conan recuerda haber buscado una carga incineradora en su mochila. Dice que la buscó para usarla en el último momento, en un desesperado intento por evitar un destino tan oscuro. Dice que prefería morir consumido por las llamas a convertirse en algo como Orlock. A pesar de haber comprobado que el proceso de vampirización no se había consumado con todos los cadáveres de la entrada –la mayoría de aquellos desdichados seguían igual de muertos que el día en que dejaron este mundo-, existía una pequeña posibilidad de que en su caso fuera diferente. Entendía poco de aquellas cosas, no era Tozeur. Al fin y al cabo, todas las leyendas sobre vampiros hablaban de la transmisión de la maldición por un mordisco… Cuenta también que, conforme las fuerzas le fueron abandonarlo, todo dejó de tener sentido. Dice que su menté fue diluyéndose poco a poco y que se olvidó de toda su aventura reciente, estos póstumos pensamientos incluidos… Recuerda haber encendido un cigarrillo, haberle dado un par de caladas, la última de ellas sumido en una paz febril y difusa en la que se fue perdiendo poco a poco, hasta que el universo entero desapareció a su alrededor…

En ese instante final, dice, ya no le importó el destino del mundo, un cansancio terrible se apoderó de su voluntad. En ese momento ya sólo recordó los rostros de sus hijos…

-Hemos sido grandes, irlandés…

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José Torralba
9 noviembre, 2009 18:29

¡Más te vale no matar a Conan, vil villano Fideu! ¡Odran pase, pero Conan no! Jjjejejeej Hablando en serio: genial como siempre, José Antonio. Tenso, tenso y con un buen final para Orlock (el muy hijo de ****). Y por cierto, ese «compota de manzana, hijo de puta» es propio del mejor McClane jejejejej

A ver como (casi) acaba esto la semana que viene (porque Meteoro tampoco ha salido muy bien parado según leo).

PD. ¿El Ángel Exterminador es un guiño a Alma, a Gort o a ambos? 😉

Némesis
Némesis
10 noviembre, 2009 15:06

Fideu,

El final es de los que hacen época, pero por lo que más quieras, a Conan no le mates. Es uno de los grandes… Magnífico ritmo y mejor contenido el de este capítulo. Ya sí que queda poco par saber lo que ocurrirá.

Por cierto, esa cita de Edmund Burke en labios de Conan Wild me ha encantado. Resume perfectamente el espíritu de esta saga, que los hombres buenos sacrifiquen lo mejor de sí mismos por los demás. Especialmente con el trasfondo religioso-espiritual que has tejido.

José Torralba
10 noviembre, 2009 16:01

¡Y además era irlandés!

gurguik
10 noviembre, 2009 18:21

Otro relato maravilloso, Fide sigue asi

Fideu
Fideu
10 noviembre, 2009 19:37

Hola a todos…
Seguimos con nuestras aventuras, ya llegando al final…
Por cierto, mientras escribí el relato, en ningún momento tuve en mente «Ultimatum a la Tierra», pero es evidente que está ahí, en el fondo de la historia. Cosas del inconsciente, o de la memoria, que va asimilando como propias ideas que te gustan y luego salen sin que te des cuenta… De hecho fue mi mujer la que me advirtió del parecido de este serial con la película, y por eso puse en el primer número (creo…), la introducción referida a la peli…
De cualquier manera, este Ángel Exterminador, tiene, desde luego, un poco de Gort y otro poco del ángel del Antiguo Testamento…
Mi intención al escribir esto era, además de divertirme, reflexionar un poco sobre las religiones, las creencias humanas y esas cosas… No sé qué es lo que me habrá salido…
Un abrazo a todos y gracias por seguir ahí…

Ailegor
Ailegor
11 noviembre, 2009 14:35

Estoy deseando ver cómo termina. Qué emocionante!!!
Saludos a los lectores de zona negativa.

Luis
Luis
15 noviembre, 2009 13:59

Una vez más, Fideu nos sorprende con una trama entretenidísima y una mejor resolución que nos obliga a leer el próximo episodio en cuanto aparezca publicado. Chapeau!!!

Un cordial saludo a los amigos de Zona Negativa

mag_jonas
mag_jonas
17 noviembre, 2009 11:02

Alguien debería decirle a ese Orlok con quien puede y no puede meterse…

No hay un manual para supervillanos o algo así???

Sigue así…

Mic
Mic
21 enero, 2010 18:27

¿Es cosa mía o el sitio donde está el judío parece la Sagrada Familia?