Concurso Criminal: Gajes del oficio, por Diego Matos

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Primera parte: El bourbon no es barato.

Siempre me ha encantado el bourbon. Tomarse un buen vaso acompañado solamente por unos cubitos de hielo es el mejor tranquilizante que existe, o al menos el mejor que yo he conocido. Estaba degustando el primero de la mañana cuando alguien golpeó la puerta de mi oficina.

Los golpecitos rítmicos sonaron casi como el bombear de un corazón. Lo sé porque he podido escuchar ese sonido silenciarse muchas veces. En la cristalera de mi puerta se puede leer “Detective Privado”. Ése es mi oficio. Heredé el despacho de mi padre, con todo lo que había dentro: su viejo escritorio de madera de ébano, su destartalada silla, algunos ficheros de sus viejos casos, un par de fotografías descoloridas, su sombrero y una nueve milímetros.

“Está abierto”, dije al tiempo que bebía otro sorbito de la ambrosia fabricada en Kentucky que tenía entre manos. Los hielos ya estaban prácticamente deshechos cuando entró ella. Era muy hermosa, no hacía falta encender la lámpara de araña que colgaba del techo, ni abrir aún más las ventanas de la diminuta oficina. No fue necesario que me dijera nada; sé cuando la gente necesita ayuda.

La gabardina larga dejaba entrever un vestido de fiesta verde, el típico que se ponen las mujeres de alta alcurnia o las cabareteras cuando necesitan llamar la atención a sus futuros clientes. En cualquier caso, me daba un poco igual; no había venido aquí para que la juzgase por su vida. Tenía un problema y su dinero era igual de bueno que el de cualquiera, con independencia de cómo lo hubiera conseguido. Y yo tengo que pagar facturas. Además, el bourbon no es barato.

Mientras me contaba su historia no pude dejar de fijarme en sus ojos. Eran grandes, atigrados y de color verde, podía verme reflejado en sus pupilas; podía, incluso, observar que no paraban quietos ni un solo segundo. Había algo extraño en ellos, como un tic, una ligera vibración. Me resultaban tremendamente atractivos.

Cuando hablaba arrastraba las eses de manera sensual, y utilizaba un lenguaje insinuativo, repleto de dobles sentidos, que parecía invitarme (e incitarme) a tomarla allí mismo. Lo hubiera hecho, sin dudarlo, pero soy detective y sé cuando la gente miente. Su lenguaje corporal, su no verbal, la delataba; estaba jugando conmigo. Es un juego divertido el de la seducción. Lo que ocurre es que no es un juego demasiado complicado. Resulta que también yo sabía jugar; y muy bien. Minutos después nos estábamos besando. Mientras, mis manos desabrochaban hábilmente los botones de su gabardina.

Segunda parte: El “Doblecero”.

La noche antes se había celebrado el Gran Combate en el estadio municipal. Ella había asistido como acompañante de Ricky Morán, uno de los capos de la droga más peligrosos de la ciudad.

El tipo regentaba un garito de mala muerte llamado el “Doblecero”. Un sitio donde el cocktail estrella llevaba ese mismo nombre y cuya gradación era proporcional a su mal sabor. Siempre estaba lleno de maleantes de poca monta, camellos domésticos y furcias baratas. Tiré mi cigarrillo a medio fumar a la acera y me dispuse a entrar. Toqué sutilmente mi pistola una vez más, sólo para asegurarme que seguía allí, en su sitio, donde la espalda pierde su honesto nombre. Entonces, empujé la puerta.

Morán jugaba al poker con gente de su calaña en una mesa del fondo. Parecía contento. Eso sólo podía significar una cosa: iba ganando.

Soy aficionado tanto a la observación como a la deducción, al igual que lo era el inmortal personaje literario creado por Conan Doyle. De pequeño mi padre me regalaba libros, los compraba con el dinero que iba ganando de sus casos resueltos, que no era mucho. Pasábamos hambre muchas veces, pero yo me zambullía en el universo literario de Holmes y Watson. “No sólo de pan vive el hombre”. Me sorprendí a mí mismo pensando en aquella frase en ese momento. Puede que la dijera en alto porque uno de los esbirros de Morán me miró extrañado y me apuntó con su semiautomática. Estuve a punto de soltar una carcajada; en cambio, sólo me surgió una leve sonrisa. Agarré la culata de mi arma y de un salto me puse a cubierto tras la barra. Estaba a punto de comenzar la diversión.

En medio de la refriega mis sentidos se agudizan. Me ha pasado siempre. Cuando era niño solía meterme en peleas en el patio de la escuela. No podía soportar a los matones de colegio; no podía soportar como intentaban abusar de todos los que consideraban débiles. Nunca me pregunté por sus razones, solamente actuaba cuando consideraba que la víctima estaba en desventaja. Que era la mayoría de las veces. Siempre recorría mi cuerpo la misma sensación. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y a la vez fuera más rápido que la velocidad de la luz. El sonido de las balas saliendo disparadas de los cañones de las armas consiguió hacerme volver de mi ensoñación. Me fijé en una especie de mampara acristalada que separaba las mesas de los baños. Me levanté durante una milésima de segundo y disparé una de las ocho balas que tenía en mi cargador. El ruido de cristales rotos inundó la estancia.

Era la distracción que necesitaba. Volví a subir la cabeza a la altura de la barra y conté los matones que se encontraban en la sala. Siempre había sido rápido con las matemáticas. Mi padre me ayudaba con los deberes del colegio, mientras él esperaba que algún cliente solicitara sus servicios. Mamá murió al poco de mi nacimiento. Él cuidaba de mí. Había cuatro tipos que portaban Colt M1911, una de ellas ligeramente más antigua que las otras, y dos más con fusiles kalashnikov, a parte del propio Morán y los otros personajes con los que, minutos antes, había estado jugando a las cartas. Diez, en total. Diez dianas móviles. Como me gustaba mi trabajo.

Tercera parte: Detective privado.

Siempre recorría mi cuerpo la misma sensación. Como si el tiempo se parara y se moviera más rápido a la vez. Cada uno de mis miembros palpitaba de excitación por culpa de la adrenalina. Y mis sentidos se agudizaban. Mis ojos eran capaces de ver más lejos; mi olfato percibía cada ápice de miedo y rabia; podía sentir el sabor de mi propia sangre, que manaba de manera lenta, pero constante, por mis múltiples heridas y rasguños, y podía oír los gritos de mando y alaridos de dolor de los moribundos.

Junto a mí, entre casquillos y botellas rotas, había cuatro cargadores vacíos. Afortunadamente soy una persona precavida y antes de cerrar con llave la puerta acristalada del despacho, esa puerta donde se puede leer “Detective Privado”, me había rellenado los bolsillos con media docena de ellos. Nunca se sabe cuántas balas vas a necesitar para terminar un trabajo. Y más cuando ese trabajo tiene todas las trazas de transformarse en un trabajo sucio.

Me levanté como pude y me dirigí a la mesa del fondo donde minutos antes Ricky Morán había estado desplumando a sus amigos y rivales. Picas, rombos, diamantes y tréboles estaban desperdigados por todas partes. Me agaché y cogí una de las cartas manchadas de sangre. Me pareció poético; era el diez de corazones. Ahora sólo el mío latía.

Aún recuerdo los libros de Arthur Conan Doyle que me regalaba mi padre. Decía que para ser un buen detective había que aprender de Sherlock Holmes. Al acercarme al cadáver de Morán me acordé de una frase que el detective inglés comentaba a su compañero y amigo Watson en uno de sus primeros casos juntos, “Estudio en Escarlata”. “Las causas criminales giran constantemente sobre este punto único. Meses después de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué?”.

Revisé su americana, era una de esas prendas italianas hechas a medida, qué previsible. Palpé sus bolsillos y rescate del olvido lo que se encontraba en su interior: una cartera de cuero negro, un fajo de billetes enrollados y sujetos con una pinza, y un manojo de llaves. Observé con detenimiento su camisa, pantalón, zapatos… con la idea de encontrar alguna pista, algún residuo determinado. Tras un rato infructuoso me di por vencido. Él no había matado a la hermana de nadie, al menos en este par de días.

Entonces recordé algo de ella, de mi cliente. Mientras me contaba su historia no pude dejar de fijarme en sus ojos. Me resultaban tremendamente atractivos, aunque había algo extraño en ellos, como un tic, una ligera vibración. Supe que mentía en aquel instante, pero pensé que sólo fingía atracción, no que ocultara algo más. No fue necesario que dijera nada; sé cuando la gente necesita ayuda. Cuando era niño solía meterme en peleas de patio de escuela. Nunca me pregunté por las razones de los agresores, sólo actuaba cuando consideraba que la víctima estaba en desventaja. Ella lo sabía, me había estudiado, me había investigado, y había conseguido engañarme. Sus ojos lo habían conseguido.

“Gajes del oficio”, pensé, y estuve a punto de soltar una carcajada, aunque en mi boca sólo pudo dibujarse una leve sonrisa. Me dolía todo el cuerpo. Sangraba por una docena de sitios. Me acerqué a la barra para apoyarme. Entre la vorágine de cristales de vasos y botellas rotas, sólo una permanecía intacta. Era de bourbon. En la etiqueta podía leerse “Four Roses”. Como me gustaba mi trabajo; casi tanto como el bourbon con hielo.

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Pedro A. Aragonés
Pedro A. Aragonés
30 abril, 2009 21:59

Muy bien Diego, enhorabuena por encontrarte entre los ganadores.

La verdad es que, mientras lo leía, no he podido evitar imaginármelo en tricromía «Milleriana» (oséase, blanco, negro y rojo). Bien podría ser Marv el protagonista, aunque la pedazo de foto de Newman que da pie a tu relato también viene que ni pintada. ¿A quién le darías tú el papel femenino?

Pues nada compañero, que me ha gustado bastante. Ya intercambiaremos críticas de buen rollo cuando hayas leído el mío. Y lo mismo va por Miguel Sanz que, espero, esté leyendo esto.

¡Saludos a todos!

Iván Martínez Hulin
1 mayo, 2009 13:14

Enhorabuena a los premiados.

Un saludo.

curioso
curioso
Lector
1 mayo, 2009 16:38

ENHORABUENA DIEGO. lo copio y el lunes con mas calma opino, pero igual q el otro relato publicado, solo con un vistazo pinta la mar de bien.

Diego Matos
1 mayo, 2009 16:39

Gracias a los dos, por las felicitaciones. Pedro, ahora me pondré a leer el tuyo. Seguro que también es genial.
Me alegro de que os haya gustado. Es cierto que intenté dotar al relato de una visión un tanto cinematográfica. Ciertas influencias a Sin City, referencias internas a Sherlock Holmes (explícitas) y un rollo noire clásico.
No sé, quizá me imagino en el papel de ella, a una joven Cameron Díaz, del estilo de la de «La Máscara». O puede que a María Bello… ¿Qué opináis?
Nos leemos.
D.

Daniel Santos
Lector
1 mayo, 2009 21:52

Un gran relato. Felicidades

Javier
Javier
7 mayo, 2009 1:26

Felicidades Diego , muy buen relato, me ha gustado mucho, espero ya el siguiente.