#ZNCine – Crítica de Candyman, de Nia DaCosta

Compartimos nuestras impresiones sobre el regreso de Candyman a la gran pantalla de la mano de la directora Nia DaCosta y el guionista y productor Jordan Peele

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Dirección: Nia DaCosta.
Guion: Jordan Peele y Win Rosenfeld (Basada en el relato de Clive Barker).
Música: Robert Aiki Aubrey Lowe.
Fotografía: John Guleserian.
Reparto: Yahya Abdul-Mateen II, Teyonah Parris, Nathan Stewart-Jarrett, Colman Domingo, Kyle Kaminsky, Vanessa Williams, Rebecca Spence, Carl Clemons-Hopkins, Brian King, Miriam Moss, Cassie Kramer, Mark Montgomery, Genesis Denise Hale, Rodney L Jones III, Pamela Jones, Hannah Love Jones, Tony Todd, Torrey Hanson, Ireon Roach, Deanna Brooks, Mike Geraghty, Nadia Simms.
Duración: 91 minutos.
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), Monkeypaw Productions, Bron Studios y Creative Wealth Media Finance.
Nacionalidad: Estados Unidos.

“¿Qué saben los buenos, salvo lo que los malos les enseñan mediante sus excesos?.”

La leyenda de Candyman empezó con Clive Barker. El famoso escritor y director de cine inglés ha mostrado a lo largo de su carrera una clara fascinación por el lado más oscuro de la fantasía y la construcción de sórdidas y sangrientas mitologías. Este es un tema muy presente en Libros de sangre, una antología de relatos realmente espeluznantes e influyentes escritos por Barker a mediados de los años ochenta. Entre estos relatos se encuentra Lo prohibido, una historia que reúne muchas de las preocupaciones y temas recurrentes de la fértil imaginación del autor. Es un cuento que nos habla de cómo las leyendas urbanas y los tabúes forjan la identidad de una comunidad. La manera en la que tu clase y posición social determina tu manera de ver el mundo y de problemas como la gentrificación y la pobreza. Lo sobrenatural como una obsesión real y la muerte como única manera de dejar una huella perdurable. Todo estos temas se vehiculan a través de la vivencias de una estudiante universitaria de arte llamada Helen Buchanan que está realizando su tesis sobre la sociología y estética del grafiti. Esto le lleva a una urbanización decadente y empobrecida a las afueras de Liverpool en la que sus residentes chismorrean sobre brutales agresiones y asesinatos. Las contradicciones y la misteriosa actitud de sus habitantes llevan a Helen a obsesionarse con la verdad detrás de estos crímenes, sin saber que esto le llevará a convertirse en la víctima de una entidad conocida como Candyman cuya parafernalia se identifica con un buen puñado de caramelos, cuchillas, un gancho y abejas.

Los primeros pasos de Candyman

En 1992, el mismo año en el que se estrenaron en Estados Unidos producciones como Solo en Casa 2, Batman Returns, Instinto Básico y el Drácula de Francis Ford Coppola, lo hacía también una modesta adaptación a la gran pantalla del relato de Clive Barker dirigida por Bernard Rose. Candyman adquiría una nueva dimensión y llegaba al gran público. La película era bastante fiel al material de partida, pero había no pocas y sustanciales diferencias que acabarían por acrecentar -nunca mejor dicho- la leyenda de Candyman. El primer cambio, y el que acabaría condicionando al resto, fue la localización de la historia. Esta pasaba de situarse en un urbanización ficticia de Liverpool, a un barrio estadounidense real llamado Cabrini-Green y situado en los suburbios de Chicago.

Esta zona era famosa por la pobreza, el vandalismo y el crimen organizado que se había adueñado de sus calles desde los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Era un lugar mencionado habitualmente en los telediarios y periódicos sensacionalistas del que hoy apenas queda rastro. El director de Bernard Rose había quedado muy impactado en su día por un suceso en concreto acontecido en Cabrini-Green: el brutal asesinato en 1987 de Ruth Mae McCoy en su propio apartamento por un delincuente que se había colado en él a través del espejo del cuarto de baño. Este sería un hecho decisivo para Rose que le daría la pieza faltante del puzzle para lograr la transfiguración definitiva de Candyman en un horror visceral y ligado a los reflejos y las apariencias.

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El cambio de localización también trajo como consecuencia un subtexto que no estaba en el relato original de Clive Barker: el racismo y la segregación racial. La comunidad de Cabrini-Green retratada en el filme era plenamente afroamericana y, en consecuencia, como un producto de la misma, Candyman también lo era. Un hecho que refrendaría su trágica historia personal. En la época, hubo alguna controversia por convertir al “monstruo” de la película en un miembro de la comunidad afroamericana por el estereotipo que eso suponía, pero lo cierto es que el personaje interpretado por Tony Todd era precisamente una metáfora y crítica de lo más brillante sobre el racismo, la segregación y esos mismos estereotipos raciales. La visión sólo estaba lastrada por el punto de vista enfocado en el personaje de Helen y alguna otra contradicción si se intentaba hacer una lectura de la película como análisis del racismo en Estados Unidos. La producción no sería tan ambiciosa en este aspecto, o puede que simplemente sea hija de su tiempo.

Pero lo que sí sabemos es que si de algo estaba carente en esos años la comunidad afroamericana era de referentes e iconos en la gran pantalla. Y, por tanto, de historias que hablasen de sus reivindicaciones y problemas a pie de calle. Esto incluso teniendo en cuenta que el mismo año del estreno de Candyman también se pudo ver en los cines el biopic de Malcom X firmado por Skipe Lee y protagonizado por Denzel Washington (apenas reconocida con un par de nominaciones a los Premios Óscar de ese mismo año). No sabemos con qué grado de premeditación y consciencia lo hizo Rose, pero acabó revistiendo al personaje de una presencia que en el relato de Barker solo se intuía. Su visión ahondaba en una mitología mucho más social y compleja que no desaprovechó los conductos y reflexiones sobre las leyendas urbanas ya presentes en Lo prohibido.

Ahora, Candyman necesitaba ser invocado cinco veces frente al espejo para dar rienda suelta a su sangrienta faceta. El dolor y una fría venganza se incorporarían a la personalidad de un ser que en para Barker era un constructo carente de humanidad, un ser divinizado y arbitrario que nacía de la opresión y la obsesión. En cambio, para Bernard Rose y Tony Todd el personaje no era alguien anónimo, era un antiguo esclavo y pintor llamado Daniel Robitaille asesinado por una turba enfurecida después de haber mantenido una relación interracial con la hija de un poderoso terrateniente. En concreto, Todd, concebía a Candyman como un alma en pena a medio camino entre Drácula y el Fantasma de la Ópera. Y su caracterización e interpretación en la cinta – y posteriores secuelas- iría encaminada en este sentido.

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La resurrección de Candyman

«Candyman es toda una maldita colmena.»

Pese a las virtudes de la primera Candyman sus continuaciones durante los años noventa no fueron especialmente significativas y sí bastante redundantes. En Candyman 2, dirigida por Bill Condon, y en Candyman 3: El día de los muertos, de Turi Meyer – estrenada ya directamente en video- sus responsables se limitaron a repetir patrones dando vueltas sobre planteamientos y premisas ya explotados -y de mejor forma- en la cinta original de Bernard Rose. El potencial de Candyman se acabó desaprovechando y tampoco le benefició una coyuntura que había quemado el interés por el hasta entonces popular género slasher (dentro del que se intentaba circunscribir erróneamente a esta saga).

Porque los caminos de Candyman y los de otros mitos del género como Freddy Kruegger, Michael Myers, Jason Voorhees y Leatherface no son exactamente comunicantes pese a tener señas de identidad similares. Por otro lado, pese a que muchos de ellos han ido sobreviviendo a lo largo de los años en producciones que han reinterpretado una y otra vez sus orígenes, el villano encarnado por Tony Todd en la ficción había desaparecido totalmente de la gran pantalla a principios de los años noventa. Paradójico si tenemos en cuenta que fue el primero de su especie, el primer antagonista negro importante de una película de terror. Era posiblemente uno de los villanos más interesantes surgidos durante esos años, pero estaba condenado a convertir en una leyenda de culto y no en un mero asesino de masas.

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Han tenido que pasar veintidós años para asistir al regreso triunfal de Candyman a la gran pantalla, demostrando que aún tiene mucho que decir, especialmente a raíz de la crisis de identidad que parece afectar a la sociedad estadounidense en los últimos años. Candyman regresa para asumir nuevos retos y encarnaciones de la violencia racial. Esto era lo mínimo esperable viendo quién ha sido uno de los máximos responsables de esta secuela -que no reboot ni remake- de la película original de Rose: el alabado y odiado a partes iguales por los espectadores, Jordan Peele.

Este comediante, director y guionista se ha afianzado en la última década como una de las mentes pensantes del llamado “black horror”. Un tipo de propuestas que se han convertido casi en un subgénero del cine de terror moderno. En producciones como Déjame salir y Nosotros, Peele ha plasmado en imágenes las problemáticas, miedos y contradicciones de la lucha de la población afroamericana estadounidense por sus derechos civiles y por el reconocimiento de un pasado que entra en conflicto con el mito del american way of life. Las películas de Peele no siguen los cauces habituales del género y eso es lo más estimulante de las mismas, construyendo un tipo de terror que se basa en la identidad y en la denuncia las nuevas caras que es capaz de adoptar el racismo.

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Está claro que un mito como Candyman encaja a la perfección en la fórmula de Peele. De hecho, el director ha manifestado en más de una ocasión la fascinación que siente por la película original. Este ha sido motivo suficiente para limitarse a ejercer en esta resurrección como guionista -junto a Win Roselfeld– y productor, dejando la silla de dirección a Nia DaCosta. No obstante, desde el guion Peele se convierte en el mejor seguro de esta producción, con una propuesta que ensalza y afianza el mito de Candyman. Peele se muestra en todo momento respetuoso por lo construido por Rose y proyecta en su nueva visión ingeniosos reflejos respecto a la película original. En el transcurso, el mito se actualiza a los nuevos tiempos, pero lo hace de manera orgánica y muy astuta, siempre teniendo en cuenta los antecedentes.

No podía ser menos en los tiempos del movimiento Black Lives Matter. La apuesta debía incrementarse y no quedarse en la superficie. Pero sus responsables acometen esta tarea de manera que nos deja la sensación de que esa expansión de la mitología de Candyman siempre estuvo ahí; planificada desde el primer fotograma de la película original para que está secuela llegase a las conclusiones que Peele y DaCosta ponen sobre la mesa. Esta Candyman se sitúa veintisiete años después de los acontecimientos de la primera producción. Esto es importante porque toda la trama está relacionada con los sucesos allí narrados. La clave sigue siendo Helen Lyle, el personaje interpretado por Virginia Madsen en la primera Candyman. Es su leyenda la que lleva al artista visual Anthony McCoy a obsesionarse con la figura de Candyman.

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Este personaje está interpretado por el actor Yahya Abdul-Mateen II, Black Manta en Aquaman y el nuevo Morpheo de la saga Matrix. Le acompaña en el reparto Teyonah Parris, la Monica Rambeau de Marvel Studios que asume aquí el papel de Brianna Cartwright, directora de una galería de arte y novia de Anthony. Ellos forman una pareja bien avenida y de buena posición social. Pero todo empezará a cambiar cuando Anthony sufra una crisis existencial sobre su vida y lo que intenta reflejar con su arte. Es así como abrirá las puertas a Candyman, tornando su vida y la de Brianna en un reguero de violencia y revelaciones que pondrán a prueba la cordura de ambos.

Las similitudes con la película original son evidentes, pero más por los temas y perfiles escogidos que por el desarrollo de la cinta que -a pesar de ello- está llena de guiños y homenajes al trabajo de Bernard Rose. Para acabar de relacionar esta producción con la historia original tenemos también en el reparto a Vanessa Williams y Tony Todd que recuperan aquí -aunque brevemente- los roles de Anne-Marie McCoy y Candyman. El papel de Todd es muy conciso pero el más importante del filme, una intervención que supone una vuelta de tuerca al concepto de Candyman que lo relaciona perfectamente con su pasada mitología y con la actualidad estadounidense más rabiosa. En especial, a los recientes casos de brutalidad policial que son la cara más visible de un mal endémico que ya reflejaba la original Candyman.

Y hablando de reflejos, Nia DaCosta asume con aplomo una dirección que se sirve de ellos para ofrecernos un apartado visual de lo más atractivo. El retrato de la violencia que muestra esta Candyman es visceral pero apegado a la frialdad y condescendencia del mundo artístico por el que se mueven sus personajes. Por ello, la sangre tiene un papel importante, pero no siempre desde un primer plano o de un enfoque convencional y previsible. Los ejercicios visuales de la película refuerzan el mensaje y la simbología en torno a Candyman de una manera elegante y contundente al mismo tiempo. Puede que acabe sacrificando en parte el propio ambiente terrorífico de las situaciones que plantea, pero con un fondo y forma que compensan sobradamente la experiencia pese a un último trecho que se siente algo acelerado. La cinta nos va madurando a fuego lento, para explotar casi de sopetón en sus últimos minutos.

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El nuevo Candyman no traiciona sus orígenes y le sienta muy bien su mayor cercanía a un mensaje social que en anteriores producciones quedaba más diluido. El protagonismo de Helen Lyle en la original se reprodujo en las secuelas noventeras, dejando siempre la visión final en torno Candyman en manos de personajes que no pertenecían a la comunidad afroamericana y no podían acabar de entender su horrible legado. Esto no ocurre en esta secuela que como otras historias escritas por Peele pone a sus mártires contra las cuerdas, luchando contra la fatalidad ingenuamente, sus demonios ancestrales y criticando la condescendencia con la que se pueden ver ciertos temas desde un estatus privilegiado.

“Díselo a todo el mundo” proclama Candyman en uno de los momentos decisivos del metraje y la fuerza que entraña esta solicitud es realmente significativa. Porque esta secuela de Candyman es -ante todo- buen cine de género. Ese que invita a reflexionar mediante un análisis cortante y unos reflejos que deslumbran y dejan al descubierto nuestras debilidades. Ese que tiene algo que decir más allá de salpicarnos una y otra vez con su sangre y la de sus víctimas. Y son películas como esta, y otras recientes como El hombre invisible de Leigh Whannell y Maligno de James Wan, las que nos siguen recordando las posibilidades de un género capaz de hablar de nosotros mismos y nuestras miserias como ningún otro.

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Dirección: Nia DaCosta. Guion: Jordan Peele y Win Rosenfeld (Basada en el relato de Clive Barker). Música: Robert Aiki Aubrey Lowe. Fotografía: John Guleserian. Reparto: Yahya Abdul-Mateen II, Teyonah Parris, Nathan Stewart-Jarrett, Colman Domingo, Kyle Kaminsky, Vanessa Williams, Rebecca Spence, Carl Clemons-Hopkins, Brian King, Miriam Moss, Cassie Kramer, Mark Montgomery,…
Dirección - 8.5
Guión - 8.5
Reparto - 8
Apartado visual - 8
Banda sonora - 7.6

8.1

Con gancho

Nia DaCosta y Jordan Peele nos ofrecen en la nueva secuela de Candyman un interesante ejercicio tanto de forma como de fondo, logrando llevar la mitología del personaje interpretado en el pasado por Tony Todd un paso más allá y relacionándolo de manera exitosa con la actualidad sociopolítica estadounidense. ¡Una secuela con gancho!

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