El mcguffin se define como la herramienta o elemento narrativo que permite a los personajes avanzar en la trama, pero que no tiene una importancia real en la historia. Ejemplos. Rosebud en Ciudadano Kane. La alfombra de El Gran Lebowsky. El maletín de Pulp Fiction. O el asesinato de El Comediante en Watchmen.
La expresión o término mcguffin fue popularizado por Hitchcock en su famosas entrevista con Truffaut, pero la verdad es que este artefacto existe desde que el crimen se ha utilizado como vehículo para narrar historias acerca de la oscura condición humana.
El primer deje de genial ironía post-moderna que plantea Alan Moore en Watchmen es el siguiente: la trama de género negro sustentada en el mcguffin se convierte asimismo en un mcguffin; es decir, la trama es en si misma un elemento que deja de tener una importancia real a nivel narrativo. ¿Significa esto que Watchmen no se inscribe en las coordenadas del género?
Depende del punto de vista de cada lector, pero no deja de ser una cuestión interesante que puede servir de introducción a la critica postmoderna, indisociable de cualquier obra artística relevante creada después de 1985. De manera escueta, la critica se divide entre los que consideran la postmodernidad como el último género literario de élite, y aquellos que consideran la postmodernidad como la síntesis perfecta y última entre intelectualidad y cultura popular.
Pocos se preguntan porque no pueden darse las dos cosas a la vez. Es un poco como la dicotomía que existe entre el Frank Miller libertario y el Frank Miller fascista.
Cuando uno lee Dark Knight Returns (parte de la sagrada trinidad de la novela gráfica junto a Watchmen y Maus, y la única que se inscribe a la perfección en las coordenadas del género negro), nunca tiene muy claro si se encuentra ante una critica, una oda, una parodia o una exaltación de la figura del héroe americano.
En Dark Knight, Miller evoluciona literaria y gráficamente, y también deja de lado algunas influencias para adoptar otras nuevas. Chandler y Spillane se apartan para dejar sitio a Scorsese y Harry, el sucio. Especialmente revelador resultan las primeras líneas de la propuesta original que Miller hizo a DC para relanzar Batman, propuesta que acabaría convirtiéndose en Dark Knight y en esa otra maestra del noir que es Año Uno. En esas líneas, Alfred lee a un joven Bruce Wayne La Carta Robada, casi como si Miller hiciera una inteligente analogía entre la infancia del género detectivesco y la infancia del vigilante enmascarado.
Los 90, la segunda edad dorada del género, comenzó con dos obras maestras singularmente distintas entre si, publicadas en dos editoriales diametralmente opuestas. En Hellblazer (una creación de Alan Moore nacida en las páginas del comic de terror La Cosa del Pantano) el protagonista era una especie de cínico Humphrey Bogart del mundo sobrenatural. En manos de Jamie Delano, primero, y Garth Ennis, después, John Constantine se convirtió en un personaje de culto, en parte por la hábil alquimia de sus historias: costumbrismo noir (o algo parecido) sumado a interesantes consideraciones acerca de la magia y la realidad.
Entre tanto, Frank Miller, tras una intensa etapa como guionista de Hollywood, se mudó a Dark Horse para crear, escribir y dibujar Sin City, probablemente la obra más emblemática del género negro en la historia del cine. Y probablemente sería la mejor si no cargara con un lastre tremendo. Porque las historias de Marv, Dwight y Hartigan están tan bien escritas, tan bien dibujadas, tan bien narradas, que es muy complicado darse cuenta de que en esencia son una gigantesca broma, una burla.
Tamizando las influencias del cine negro, del hard boiled y de las películas de justicieros, Miller se convirtió en un postmoderno para reírse en la cara del género, de los lectores y de las editoriales. Y todo el mundo le aplaudió, en parte porque el propio Miller acabó creyéndose su propia broma protofascista y machista (o eso quiso hacernos creer).
Sea como sea, la influencia de Miller llegó hasta incipientes estrellas como Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, y, en un movimiento genial, DC comprendió que había llegado el fin de ciclo para la oscura fantasía británica, y que llegaba la hora de fichar a toscos narradores norteamericanos: Greg Rucka, Brian Azzarello, Ed Brubaker, Matt Wagner y otros constituyeron la nueva generación de Vertigo, y a ellos se unieron dos británicos de la calle, Garth Ennis y Warren Ellis, y un par de rara avis del comic independiente llamados Brian Michael Bendis (Torso) y David Lapham (Balas perdidas).
Como era de esperar, Batman fue el primer superhéroe que «sufrió» las consecuencias de esta nueva ola noir. En Gotham by gaslight, el autor del otro megaéxito de Dark Horse (Hellboy, curiosamente otra detective de lo sobrenatural), Mike Mignola trasladó a Batman al oscuro Londres victoriano.
Archie Goodwin, el editor de Warren que revolucionó el género de terror en los 60, es el responsable directo, en su papel de editor, de dos de las mayores obras maestras protagonizadas por el Hombre Murciélago.
En Batman:Black and White, Goodwin reunió a algunos de los mayores talentos de la historia del comic para conformar una espectacular antología de historias cortas en blanco y negro: Frank Miller, Neil Gaiman, Alan Grant, Bruce Timm, Dave Gibbons, el mismísimo Katsuhiro Otomo y muchísimos más.
Goodwin también contactó con una joven pareja de talentos, y los contrató para escribir una serie de historias cortas ambientadas en Halloween para la colección Leyendas del caballero oscuro. Jeph Loeb y Tim Sale transformaron esas historias en el tomo Caballero Maldito, y después de este libro crearon la aclamada trilogía El Largo Halloween, Victoria Oscura y Si vas a Roma….El mayor mérito de estas obras maestras consistió en amalgamar de manera inteligente un montón de influencias que iban desde el expresionismo alemán (con M, el vampiro de Dusseldorf en un lugar predominante) hasta el gótico estilizado de Tim Burton, pasando por el cine negro y las películas del nuevo Hollywood.
Garth Ennis suplió el hueco dejado por el final de The Sandman, convirtiendo su nueva serie, Predicador, en el emblema de la editorial. Y, quizá de forma no casual, usó la misma fórmula que Neil Gaiman para lograrlo: planear la serie desde una perspectiva de genero, para después evolucionar hasta alcanzar un estilo y una temática propios.
Cualquiera puede discutir que Predicador fuera en un principio una serie noir. De hecho, en apariencia es una especie de road movie sobrenatural protagonizada por un cowboy inolvidable. Pero solo hay que pensar en el macguffin del que se hablaba al principio del artículo para darse cuenta de que Ennis utiliza la metafísica gamberra para explorar la historia y la psicología de un país y de unos personajes a los que ama y a los que detesta.
Y si hablamos de la pequeña hecatombe que supuso el final de The Sandman, no podemos obviar a Matt Wagner. Autor de una serie negra de culto, Grendel, y de la enésima revisitación noir del mito del caballero oscuro, Los hombres monstruo, Wagner se encargó de dar vida a un serial (en el sentido literal y pulp del término) protagonizado por Wesley Dodds, el Sandman justiciero de la Edad de Oro (que ya había tenido varios cameos en la serie de Gaiman).
Como Ennis, Warren Ellis también colonizó el espacio que el género reservaba para los hombres fuertes que «entendían como funcionaba de verdad el mundo»: los soldados y los detectives (y como pasaba con Miller, con ellos nunca se tenía muy claro si de verdad pensaban eso, si solo bromeaban, o las dos cosas). En Transmetropolitan, Ellis trasladó el arquetipo noir del periodista (presente por ejemplo en Ciudadano Kane) y lo trasladó a un futuro sardónico, hipersaturado, colorista y enfermo.
Otras obras, como Blade Runner, habían jugado antes con los tópicos del noir, pero, a diferencia de estas, Predicador y Transmetropolitan se alejaban del homenaje referencial, para entrar en los terrenos de la sátira, la critica y el negrísimo humor británico.
Pero Brian Azzarello no era británico, y no tenía tiempo para reírse.
En su juventud, Azzarello tuvó varios encontronazos con la ley, y acabó con sus huesos en la cárcel en un par de ocasiones. Enamorado de los clásicos del género como Chandler o Hammet, Azzarello se convirtió rápidamente en el James Ellroy del comic, y personificó la línea dura de la industria: hombres perversos, mujeres hermosas y traicioneras, un mundo sucio, drogas, corrupción, sexo, enfermedad y muerte.
Azzarello justaba de trabajar con sus sospechosos habituales, y el más importante de todos ellos era Eduardo Risso. Este artista argentino heredó de Miller el exceso artístico y compositivo, así como un dominio absoluto del blanco negro. Esta pareja de balas perdidas convertía en oro todo lo que tocaba, y ellos fueron los encargados de suplir el hueco dejado por Predicador con 100 Balas, hasta la fecha (junto con Sin City) el emblema mundial del comic noir.
Azzarello ha dicho en más de una ocasión que lo que más le gusta del género negro es que se trata sobre errores, y sobre los errores que se cometen tratando de arreglar otros errores, los de los demás o los propios. 100 Balas es el ejemplo perfecto de este axioma.
En la serie el mcguffin argumental (un misterioso personaje repartiendo balas imposibles de rastrear, y ofreciendo la posibilidad de venganza sin consecuencias) permite a Azzarrello explorar los conceptos de ética y moral al estilo americano, y al mismo tiempo estructurar la historia a modo de pequeñas cápsulas, sí no costumbristas, si realistas de una manera retorcida.
Al mismo tiempo, el guionista americano se hizo cargo de Hellblazer (tras la accidentada marcha de Warren Ellis). Tomando como referencia la saga American Gothic (escrita por Alan Moore en su etapa en La Cosa del Pantano), Azzarello se llevó de viaje a Constantine por Estados Unidos. Mejor dicho, por los lugares más oscuros de Estados Unidos.
La década de los 90 fue también la época de Kurt Cobain, por mucho que su influencia haya quedado un poco diluida por el paso del tiempo. El guionista americano Ed Brubaker fue el principal catalizador del espíritu del grunge en los comics de Vértigo. Los personajes principales de sus series noir (como Deadenders o La escena del crimen) eran con frecuencia adolescentes románticos, solitarios o torturados.
Al igual que Azzarello, Brubaker gustaba de rodearse de sospechosos habituales. En su caso, su compañero preferido de correrías se llamaba Sean Philips, y era un viejo veterano de la línea Vértigo que había dibujado títulos como Hellblazer o Kid Eternity. Philips acabaría convirtiéndose en el verdadero emblema del dibujo noir contemporáneo, por encima de los excesos de Miller o Risso.
De entre toda la hornada de escritores de nuevo cuño, Greg Rucka era el único con una trayectoria literaria a sus espaldas. Su serie de novelas protagonizadas por Atticus Finch habían cosechado un gran éxito, y se convirtieron en el principal motivo para que DC decidiera contratarlo para escribir Batman.
En las manos de Rucka, Batman dejó de ser una serie protagonizada por un superhéroe detective, para convertirse en una serie protagonizada por policías que, ocasionalmente, colaboraban con un detective. Rucka no tenía como referentes a Chandler o a Kurt Cobain. Su tono tenía mucho más que ver con el sosegado drama adulto de Canción Triste de Hill Street.
Antes de que el noir volviera a pasar de moda, Rucka y Brubaker tuvieron tiempo de unirse para escribir una arrebatadora obra maestra sobre la policía de Gotham: Gotham Central. De nuevo inspirándose en Canción Triste de Hill Street, esta maravillosa dupla centró su atención en los héroes sin trajes, capas o armaduras, y en los efectos que la locura y el crimen tienen en la psique y en la moral de hombres y mujeres corrientes.
El renacimiento noir llegó a su conclusión con Blanco Humano (un thriller noir de espionaje psicodélico cortesía de Peter Milligan) y El Hombre que ríe, el homenaje de Ed Brubaker a la figura de El Joker.
La vertiente noir de la Marvel de principios de siglo merecería un artículo para ella sola. Basta decir que las nuevas políticas aperturistas de La Casa de las Ideas provocaron que muchos de los grandes guionistas de Vértigo e Image (Garth Ennis, Ed Brubaker, Brian Azzarello, Peter Milligan, Grant Morrison, Brian Michael Bendis) llevaran sus ideas a la (aparentemente) renovada Marvel. Ello provocó un nuevo cambio de ciclo, que trajo consigo nuevas series de fantasía (como Fábulas) y, a la larga, evidenció el agotamiento de un sello que, a lo tonto, había producido las series más estimulantes del comic americano durante casi veinte años.
Pero antes de que ese momento llegara, Jason Aaron tenía algo que decir. El gótico sureño ha sido una venerable tradición americana desde los tiempos de William Faulkner, pero su presencia en el comic había sido, valiente eufemismo, escasa (obviando su satírica presencia en la obra de Ennis). Nacido en Alabama, sobrino de Gustav Hasford, Aaron sabía muy bien lo que era nacer y crecer en un ambiente cerrado, opresivo, tremendamente religioso y marcado por el peso de la historia.
Scalped es la articulación perfecta de este sentimiento trágico americano. La historia de Dashiell Caballo Terco supuso, además de la primera representación serie del sur norteamericano y de la historia del pueblo indio, una revolución estructural en la manera en la que se serializaban los comics-books.
Si en la época de Moore el referente había sido la novela, y en la época de Ennis y Ellis los procedimentales estilo Expediente-X, Aaron se fijó en el carácter folletinesco de los grandes seriales de la HBO. A partir de entonces, las grandes series de comic tendrían como objetivo convertirse en un adictivo pasapáginas, una historia adictiva que agarrará al lector por las solapas y no lo saltará hasta las, con frecuencias explosivas, consecuencias finales de unas historias más grandes que la vida.
Como se ha apuntado más arriba, tras la conclusión de series emblemáticas como 100 Balas, Gotham Central o Scalped, el noir (clásico, urbano o sureño) se ha convertido en una presencia testimonial dentro de la industria americana. Los únicos autores que siguen cultivando estas historias de sordidez existencial son precisamente aquellos que construyeron su edad de plata a finales del siglo XX.
Brian Azzarello construye y deconstruye una y otra vez el mito de Batman en aclamadas novelas gráficas como Joker o Condenado. Ed Brubaker y Sean Philips siguen escribiendo historias sobre románticos perdedores atrapados en circunstancias que escapan a su control (Criminal, The Fade Out, Fatale o Kill or be killed). Jason Aaron regresa cada vez que puede a casa, con comics imprescindibles como Paletos Cabrones. Rucka y Bendis todavía vuelven de vez en cuando por sus fueros.
Tampoco podemos obviar los esfuerzos que las nuevas estrellas de la editorial están llevando a cabo para no dejar morir al género. Scott Snyder aunó el noir y el terror gótico en su epopeya vampírica American Vampire. Tom King se llevó consigo todas las contradicciones inherentes a los Estados Unidos a la Bagdad de El Sheriff de Babilonia.
Pero en realidad, el noir no es más que otra victima de los vaivenes comerciales de la industria norteamericana. No se pueden esgrimir argumentos contra ello, razones que vayan más allá de la mera pataleta contra unos tiempos en los que resulta incomodo explorar la psicología de un hombre victima de una masculinidad herida y atormentada (y más si este personaje pertenece a una clase baja).
Todo ello no impide que como lectores no podamos verter una lágrima por esos detectives que se alejan de nosotros, perdidos entre la bruma de unos tiempos en los que creemos no necesitarlos.
Gracias por el articulo y el exhaustivo repaso, me ha servido para recordar muchos cómics geniales.
Hay algunos comentarios bastante cuestionables, como tu opinión sobre Sin City y Miller en general, pero entiendo que daría para un artículo en profundidad y no es el caso.
Si quiero comentar sobre la idea general de que el noir ahora es testimonial frente a la gran producción anterior. Y lo cierto es que este género siempre ha sido minoritario. También en los 80, 90 o 2000 la producción noir era una gota en el océano. En la época que se publicaba 100 balas o Gotham Central, DC / Vértigo publicaba ¿120/140? cómics al mes. Dark Horse publicaba 30/40 cómics al mes cuando salió Sin City. De hecho, siempre ha publicado más licencias de ciencia ficción y terror que noir. Brubaker + Phillips crearon Sleeper en un momento en que Wildstorm publicaba entra 15/20 cómics al mes.
Aparte de la indudable calidad de las obras mencionadas, un elemento extra que las hace especiales es que casi no hay productos similares. Ni ahora ni antes. Por eso Brubaker+Phillips o Rucka o Aaron o Azzarello tienen tanto éxito, porque hay un público deseoso de noir. Obviamente somos una minoría y un Kill or be killed jamás venderá las cifras de Batman, pero diría de hecho que estamos ante un momento buenísimo para el noir en los comics, aunque quizá no en DC, objeto del artículo.
Si miramos solo a Image, tenemos las series de Bru+Phillips, The Fix, Moonshine , paletos cabrones, Redneck, Revival cuando Aleta decida seguir publicándola… Muy noir todo y muy diferente entre sí. De hecho, yo estoy encantado con la producción actual noir disponible en las estanterías.
Saludos!!
Muchas gracias por el comentario, Igverni.
En cuanto a lo que comentas de Miller, no es más que una opinión personal respecto a una obra tan extensa y compleja que caben en ella miles de puntos de vista diferentes.
Y respecto a lo que comentas de Image y la «visualización» del Noir, no deja de ser cierto; pero bajo mi punto de vista no importa tanto la cantidad como el impacto que dejan estas obras. En la época de 100 Balas, esta serie era el referente comiquero del momento, como antes lo había sido Predicador. Creo que en la actualidad esa posición la ocupan de nuevo series de fantasía o ciencia ficción.
Muchas gracias de nuevo por tus palabras, y un saludo.