El Dragón Negro

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Edición original: The Black Dragon.
Edición nacional/ España: Planeta DeAgostini.
Guión: Chris Claremont.
Dibujo: John Bolton.
Color: B/N.
Formato: Novela Gráfica.
Precio: 9€.

 

En el mundo del cómic, la fantasía heroica tuvo su apogeo entre finales de los ’70 y mediados de los ’80 cuando Conan se convirtió en un icono mediático, gracias a las adaptaciones que de las novelas de su creador, Robert E. Howard, escribía para Marvel un aplicado Roy Thomas, secundado por notables dibujantes como Barry Smith, John Buscema o Gil Kane. No hay que olvidar que Thomas era rendido admirador de la narrativa de raíces mitológicas, como quedó patente cuando, escribiendo La Patrulla-X, concibió una nueva amenaza a la que llamó Sauron, en homenaje al entonces no tan popular J. R.R. Tolkien (Quién lo diría hoy día, ¿verdad?) El impresionante éxito del cimmerio pilló por sorpresa a más de uno y derivó no sólo en la aparición de un sinfín de émulos de variado pelaje (muchos de ellos, hijos del mismo creador de Conan) sino también en la prospección de leyendas populares susceptibles de ser explotadas bajo este nuevo enfoque. Para ello, la hoy poderosa Norteamérica volvió la vista a la vieja Europa, en particular a aquella región con la que mantiene lazos más fuertes: Gran Bretaña.

En 1985 Chris Claremont, nacido en Londres, estaba en la cúspide de su fama como escritor de la familia mutante. Claremont ya había mostrado sintonía con sus raíces inglesas con la creación del Capitán Britania, un nuevo superhéroe a engrosar en la escudería Marvel, pero este había sido un trabajo de principiante, rutinario, un personaje que habría de aguardar otros tiempos (y otras manos) para brillar. Con el estatus alcanzado, aprovechando las corrientes aperturistas respecto a los derechos de autor que ofrecía la línea Epic (así como su mayor permisividad en cuanto a contenidos), llamó a su buen amigo John Bolton, magnífico ilustrador de corte clásico, y juntos se embarcaron en una serie limitada de seis números que mezclaba folclore, novela de caballerías, personajes históricos y mitos telúricos, muy alejando de los terrenos superheroicos (¿o no tanto?) que le habían proporcionado fama y fortuna.

El Dragón Negro cuenta la historia de James Dunreith, duque de Ca’thrym, quien vuelve del exilio en el año de 1193, a la muerte del Rey Enrique, para reclamar sus tierras. Hijo de Morgana LeFay (recordemos: hermanastra del Rey Arturo), reúne en sí la herencia de dos mundos (el mágico y el de los hombres), aunque -no sabemos la razón- él se empeñe en negarlo, de suerte que los que le rodean parecen conocer mejor sus fortalezas y flaquezas que él mismo. A su llegada a Inglaterra es capturado por la Reina Leonor de Aquitania, quien le encarga una misión: ir al condado de Glenowyn, donde cree que Edmund DeValere, viejo amigo de Dunreith, prepara traición a la corona usando oscuros poderes. Durante el trayecto se le unirá Brian Griffon, un diestro arquero con contactos con lo sobrenatural, quien había soñado su llegada, y la joven Ellianne DeValere, a quien rescatan de una emboscada de la que es la única superviviente. El viaje transcurre entre abundantes presagios de desastre, desde el paso por lugares sagrados profanados por maldades antiguas a pesadillas que anuncian futuros de sangre y dolor. En Glenowyn, en efecto, les espera la traición y, quizá, un destino peor que la muerte…

Uno de los puntos fuertes de la obra es la caracterización de los personajes principales, no tanto en cuanto a su profundidad como al cuidado por alejarlos de maniqueísmos. Nuestro héroe, James Dunreith, es reacio a la violencia y sólo se emplea a fondo cuando se ve en peligro mortal, es decir, no va por ahí esperando “desfacer entuertos” según las reglas de la caballería. Lo más destacable, sin embargo, es su vinculación con el Dragón Negro, que -conviene observar- aquí es, sí, una criatura terrible, pero en un sentido elemental, no malvado, como suele asignársele en las leyendas, siempre de la mano de brujos o nigromantes. El escudero, Brian Griffon, cumple con los cometidos de lealtad y sacrificio que se le suponen, pero también es, de hecho, más sabio que su señor y es quien, a la postre, termina sacándole las castañas del fuego. Ellianne reúne características de damisela en apuros y objeto de amor cortés, pero también es una mujer culta, decidida en la lucha y con ciertos poderes precognitivos. Su padre, el traicionero Edmund DeValere, admira a James Dunreith, de quien dice que es su único amigo y la persona que más quiere, apuntando a que su bajeza pueda atribuirse a una pasión homosexual frustrada tanto o más que a su origen mestizo, como mandan los cánones del relato medieval (donde la pureza de sangre es obligada). Lady Anne Glennowyn, hermanastra de Edmund, con quien mantiene una relación incestuosa, acaba siendo casi una aprendiz de Lady Macbeth. Por las casi 200 páginas desfila, además, Robin Hood con sus fieles de Sherwood, aunque esta vez sin añadir un ápice a su leyenda.

Los personajes viven en un mundo donde la magia está en decadencia, por la pujanza de los hombres, pero donde aún están vigentes sus reglas más conocidas, como la intolerancia de los seres feéricos al hierro o los poderes fantásticos que otorga el mestizaje entre las razas. Son inevitables los ecos de Tolkien en momentos como el concilio de seres mágicos para la salvación de Inglaterra.

Aunque la historia se publicó en origen en seis cuadernillos, recopilados posteriormente en un único tomo, la fuerte hilazón entre los capítulos 1 a 3 y entre los 4 a 6 divide el relato en dos partes bien diferenciadas que, para no entrar en detalles, podríamos subtitular “La caída de James” y “El resurgir del Dragón”, respectivamente. En efecto, los tres primeros capítulos se concentran en James Dunreith y su misión. Es, quizá, donde la historia alcanza sus mejores momentos, a los que no es ajeno un John Bolton que firma algunas de sus mejores planchas. A este respecto, hay que citar ineludiblemente el encuentro con los seres de ultratumba, que habría aplaudido el mejor Bernie Wrightson, o excelentes composiciones en claroscuro como las de la página 39 de la edición española (World Cómics, 1998). Pero la misión fracasa y el protagonismo se atomiza. Brian Griffon debe reunir a los distintos personajes para el asalto final. La historia pierde fuelle, aunque tengamos aún magníficos momentos como el arranque del episodio cuatro, de una crueldad muy efectiva, o la decisión de Ellianne, que mantienen el interés frente a episodios más alargados (y convencionales) como el citado concilio (donde, no obstante, podemos rescatar momentos de humor como incluir entre los reunidos a la caricatura más reconocible de Archie Goodwin, vestido de mago Merlín, entre otros más disimulados, como el propio Claremont) o la progresiva degeneración de Edmund en un malvado de opereta, de esos que aspiran a conquistar el mundo.

Técnicamente, no hay experimentación apenas. Las páginas se suceden con una distribución de entre 4 y 6 viñetas, con proporciones libres, evitando simetrías, con las figuras encerradas dentro de los recuadros, con pocas excepciones, en general destinadas a los seres fantásticos, desde el dragón a los avatares alados de James y Ellianne. Para los momentos de más impacto se reservan las splash pages o composiciones de dos viñetas por página. Sin modificar ostensiblemente su estilo, Bolton abraza el detallismo para el mundo real (sobre todo para ropajes y texturas) y depura la línea para los seres fantásticos, carentes incluso de sombras, como seres traslúcidos (hadas) o manchas de negro (el dragón). Aunque hay fondos muy trabajados, predomina un carácter más impresionista que realista. Los gestos de los actores, estoicos, recuerdan frecuentemente la impasibilidad de la cera. Se opta por un ángulo de cámara cercano, procurando eso que en el cine llaman “ventana invisible”, pero Bolton ignora uno de los elementos fundamentales de esa técnica: la composición no debe basarse en el personaje, sino en el entorno, para que sea efectiva y no se convierta (como aquí, en algunas páginas) en una sucesión de estatuas. Por el contrario, el dibujante no ha escatimado en referencias para dibujar apropiadamente caballos, armas e indumentarias, que desprenden gran verosimilitud y un cierto aliento fosteriano.



Claremont, por su parte, prefiere un lenguaje actual, sin las rimas ni las aliteraciones características del medioevo, confiando en el estilo que le ha dado la popularidad: diálogos extensos que se fragmentan en pausas dramáticas por distintos globos de texto; reflexiones autoconscientes; y, en general, un cierto estatismo más teatral que cinematográfico en las figuras. Aunque el plot es básicamente satisfactorio, no puede dejar de notarse una cierta dispersión, como si el borrador no hubiera sido revisado en conjunto sino número a número. Su aproximación a este mundo mítico puede considerarse “adulta” desde el estándar de la industria USA (donde el desnudo está prácticamente proscrito, por ejemplo), pero no va más allá de lo que en Europa vemos en álbumes infantiles y juveniles (p.e.: Thorgal). Quizá su mayor logro sea impregnar el texto del malditismo propio de las narraciones trágicas, que contrasta con el optimismo que suele destilar la fantasía, vinculando a sus criaturas, efectivamente, con el folclore europeo.

Planeta DeAgostini publicó el Dragón Negro (conservando su nombre en inglés: The Black Dragon) siguiendo la edición en blanco y negro de Dark Horse de 1996. Paradójicamente, la pérdida de los colores originales aplicados para su aparición en comic-book en el sello Epic no permitió apreciar mejor las espléndidas ilustraciones de John Bolton, tal vez porque el papel no reproduce los negros con la calidad que debiera, además de que la encuadernación se come parte del interior de las viñetas, dificultando incluso la lectura de algunos textos. Ignoro si este problema se daba en el tomo original de Dark Horse, pues no obra en mi poder, pero la comparación con los seis números publicados por Epic resulta dolorosa. Sería de agradecer, en el futuro, una edición a la altura de la calidad de la obra, máxime cuando la reseñada se encuentra descatalogada desde hace años.

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Luis Javier Capote Pérez
Autor
18 diciembre, 2012 10:41

 Secundo la petición de una nueva edición. Un tebeo delicioso, de los tiempos en los que el patriarca mutante también hacía otras cositas.

manolin
manolin
Lector
18 diciembre, 2012 10:42

Recomiendo esto y Marada la mujer lobo, a todos aquellos que el otro día, en el debate sobre los guionistas, decían que Claremont no había hecho nada bueno fuera de los mutantes.

Conan desatado
Conan desatado
Lector
18 diciembre, 2012 10:45

 Coñe! recuerdo que un amigo del pueblo cuando estuvo en inglaterra hará ya bastantes años me lo trajo en versión inglesa y por aquel entonces no tenía ni papa de inglés. Habrá que buscarlo y leerlo.

Retranqueiro
Retranqueiro
Lector
18 diciembre, 2012 12:55

Enhorabuena por la reseña, Javier. La verdad es que me gusta encontrar este tipo de obras reseñadas en ZN, no sólo por no tratarse de novedades sino tambien por la temática.
Yo no conozco la edición de Epic, por lo que no puedo comparar, pero a mí me encantó. Y creo que Bolton – que aquí está enorme- se ve beneficiado por el blanco y negro, antes que por una paleta de colores planos (en cambio, el color en Marada le sentaba como un guante). Sí es verdad que hacia el final la historia pierde, no sé si fuelle o intensidad, como si acabase dando menos de lo que prometía; aún así es un gran cómic, en mi opinión ( tal vez tambien por lo que tenía de caso raro en el cómic USA).
Añadir que, aparte de este cómic y Marada, Claremont tambien escribió un número para La Espada Salvaje de Conan, ilustrado por Val Mayerik si no me falla la memoria… (seguro que este dato lo conoce fijo Lemmytico. El cual, por cierto, está desaparecido desde la «bronca» a raíz de Frazier-Alí… Vuelve, chaval, que se echan de menos tus comentarios.)

Elokoyo
Elokoyo
Lector
18 diciembre, 2012 15:23

Pues como bien dice la reseña, es una obra en la que hay 2 partes muy diferenciadas: del capítulo 1 al 3 y del 4 al 6, siendo la 1ª parte muy buena y la 2ª… bueno, para mí gusto se deshincha demasiado y decepciona al final.

Reconozco que a mí Claremont no me gusta mucho -lo he intentado, de verdad, pero su narrativa me parece grandilocuente- y me acerqué a este tomo por los dibujos de Bolton que me parece un ilustrador fantástico, pero la edición de Planeta en ése sentido le hace flaco favor a su dibujo.

Una vez leído no tuve la sensación de haber perdido el tiempo, pero tampoco de haber leído nada nuevo o interesante… me pareció un «Príncipe Valiente» descafeinado -por compararlo con una obra parecida en ése estilo- salvando las distancias, claro.

Alejandro Ugartondo
Autor
18 diciembre, 2012 19:07

Yo creía que la versión en blanco y negro resaltaría mejor los fantásticos dibujos de Bolton, pero viendo la versión en color, creo que hubiera sido más acertado publicar la versión coloreada original.

Agente Sadness
Agente Sadness
Lector
20 diciembre, 2012 11:57

  ¡Enhorabuena, Maese Javier! No sólamente has realizado una magnífica reseña, sino que además, la has hecho sobre uno de esos clásicos olvidados que todo buen aficionado al género debiera conocer…

Supongo que es lo que debería decir en mi primer comentario en esta página, pero… Pero vamos, ¿A quién quiero engañar? 

Aún tengo muy reciente su lectura y, sinceramente, no me pareció todo lo que pudiera haber sido. Tooodos adoramos a Claremont, vale, de acuerdo, pero el hecho es que la historia va perdiendo fuelle por el camino, y no por culpa del dibujo -(Por el amor de Cthulu, hasta Rob Liefeld podría hacer una buena historia contando con los dibujos de Bolton)- , en mi opinión, la única parte de la historia que va ganando fuerza página a página… Creo que lo que trato de decir es simplemente que al bueno de Claremont ya le pesaba tanto mutante suelto por su escritorio, su cabeza y la condenada Casa de las Ideas en general… Así no hay quien se centre en hacer una buena historia. Pero a pesar de todo esto que acabo de decir, no puedo negar que es todo un gustazo para los sentidos ver a John Bolton en su salsa, lejos de los leotardos de colores y muy cerca del estilo de Foster, aunque lo abandone definitivamente en esas maravillosas últimas páginas en las que nos ofrece al Dragón en todo su siniestro esplendor.

En cuanto a Claremont… pues bueno, el que quiera leer buenos guiones suyos, que se vaya de cabeza a por los números de La Patrulla que hizo con Paul Smith, o al Puño de Hierro que realizó junto a Byrne, o su trabajo con Sienkiewikcz en los Nuevos Mutantes… en fín, ya sabéis… es mi humilde opinión pero tiendo a enrollarme como las persianas.

Enhorabuena otra vez, Javier, -(esta vez sin mala leche)- y desde aquí te animo a que sigas revisando todas esas pequeñas joyas del noveno arte que desgraciadamente a menudo son desconocidas por las nuevas generaciones.

Un saludo.