Si hay algo en lo que fallan muchos thrillers a día de hoy es en la poca profundidad de unos personajes simples, aburridos y políticamente correctos; gran parte del atractivo de una película de suspense recae en los efectos especiales, los giros de guión, el artificio por encima de algo más: de unos personajes complejos, contradictorios, inconformistas. Y no está mal que haya una puesta de escena espectacular, unas persecuciones de infarto o un tiroteo brutal mientras los lleven a cabo personajes por los que hayamos podido desarrollar cierto interés, con los que podamos identificarnos o todo lo contrario: que nos fascinen por su extrañeza.
El rastreador, de
Taniguchi, que siempre vuelve a la montaña y la naturaleza, coloca a un montañero de pura cepa entre los claustrofóbicos rascacielos de Tokio. La polaridad que se crea es obvia y el autor no duda en mostrarse insatisfecho con una ciudad que te consume y te cala mostrando a ladrones, los trapicheos de los clubes nocturnos y el mundo de la noche, la opacidad del sistema policial y la corruptela que se pueden permitir las grandes empresas. En este contexto, el cómic es una sucesión bastante típica de acontecimientos de los que misteriosamente no te puedes despegar; es sumamente adictivo y el trabajo de Taniguchi creando tanto tensión como interés a base de una muy cuidada composición de páginas y el uso de lineas cinéticas y sombras es espectacular. Shiga se ve retado a trabajar en un ambiente que le oprime y le es extraño —la ciudad— y trata de salir adelante con su intuición y sus valores de montañero hasta alcanzar un trepidante climax final en el que todo se resuelve.
El rastreador es un cómic fascinante, bastante típico, pero sumamente atractivo y cautivador. El recuerdo unas semanas después de haberlo leído permanece muy activo y latente como una de las obras de Taniguchi que más he disfrutado.