Creo que la primera imagen consciente de la que tengo recuerdo es la estantería del pasillo de mi casa paterna. Una larguísimo pasillo, interminable y oscuro, con una estantería infinita en la que resaltaban un montón de volúmenes rojos, con letras doradas en el lomo. Con el tiempo, esos volúmenes rojos se convirtieron en “los que estaban al lado de los tebeos de DUMBO”, los que me enseñaron a leer y con los que aprendí quiénes eran Mickey, Donald y, sobre todo, mis admirados golfos apandadores. Recuerdo que un día abrí uno de esos volúmenes y comprobé que eran tebeos, pero muy distintos de los que leía: no había animalitos que hablasen, ni apandadores, sólo señores de trajes brillantes y colores chillones… no muy apetecible para un chaval de 5 o 6 años, la verdad.
Pasó el tiempo, no mucho, que ya se sabe que a esas edades el reloj avanza a velocidades de vértigo, lo justo para que un día me decidiese a abrir uno de esos volúmenes, el que ponía “Titanes Planetarios” en el lomo.
Y comencé a leer.
Supongo que la culpa de todo viene de entonces,porque me vi arrastrado por una avalancha de imágenes y de historias. Descubrí que existían planetas habitados por increíbles alienígenas, que los saturninos habían perdido su cara porque no la necesitaban y que existía un Museo del Espacio donde se guardaba memoria de increíbles hazañas interestelares.
Con el volumen que ponía “Historias Fantásticas” me quedé prendado de las aventuras del Guardián del Espacio y su fiel e increíble Ciru, capaz de tomar formas de animales inimaginables… pero también aprendí que existía el viaje en el tiempo gracias a Rip Robles y su increíble esfera. Y casi dos décadas antes de saber quiénes era Mulder y Scully, los misterios más intrigantes eran resueltos por Mark Merlin en “Relatos Fabulosos”.
Historietas que me fascinaron y permitieron que mi imaginación volara a mundos increíbles, corriendo aventuras imposibles.
Pero quedaban unos cuantos volúmenes más: «Batman» rezaban unos lomos y «Superman» otros, nombres que poco o nada me decían, muy diferentes a los rimbombantes de los anteriores libros. Aunque ya comenzada la lectura, nada me podía parar, así que comencé con el que ponía «Batman»… y caí. Me quedé prendado de las increíbles hazañas de Bruno Díaz, un rico heredero que por las noches patrullaba la ciudad junto a su inseparable Robin enfrentándose a tanto a gangsters como a extraños pillos como el Comodín. Conocí a Flash, a Flecha Verde y Linterna Verde, al detective marciano y a la liga de la justicia y, por supuesto, al gran Superman, el mayor de todos ellos, el más poderoso, siempre en pugna con el genio diabólico de Lex Luthor.
Así pasó mi niñez, leyendo mil y una veces esos volúmenes rojos hasta aprender de memoria todas sus historias, sin saber nada de una editorial llamada DC o de la persecución a la que estaban siendo sometidos por unos señores que se empecinaban en argumentar que eran heréticos y que debían ser prohibidos. Sólo sabía que me gustaban a rabiar y poco más me hacía falta.
Pasó el tiempo, ahora sí, mucho, y el chaval que leía esos tebeos leyó muchísimos más, los tebeos de Vértice, los clásicos americanos de la Dólar que pude encontrar por mi casa, los tebeos de Toutain (¡con tetas y todo!), la modernidad de Metal Hurlant y el Cairo…pero nunca olvidé aquellos tebeos, que siempre he vuelto a releer pese a que todas y cada una de sus historias están grabadas a fuego en mi memoria..
Treinta años después, he sabido que esos tebeos corresponden a una época difícil del tebeo americano, donde los guionistas decidieron que la única salida para la estricta censura autoimpuesta por el Cómics Code era la imaginación sin límites. He aprendido a apreciar la creatividad incansable de unos autores que eran capaces de crear miles de universos de 8 páginas, con historias que iban de lo lamentable a lo genial. Pero también se inculcó en mí una forma de entender el género de superhéroes basado en la imaginación. Esos héroes de la Silver Age eran épicos desde la cotidianeidad, se enfrentaban a increíbles peligros con una ingenuidad contagiosa, situaciones absurdas si se quiere, pero que jugaban con una coherencia interna indudable, fruto de la única ambición de entretener.
No existía la trascendencia que hoy parece obligada en toda historia del género, ni esa pretendida pose de madurez tan patética. Sólo se quería maravillar y sorprender al lector, apelar a su capacidad de asombro de la forma más sencilla. Flecha Verde tenía que usar las flechas más rocambolescas, del anillo de Linterna Verde salían las formas más extrañas y Flash tenía que descubrir en cada episodio una nueva capacidad a su supervelocidad. La maravilla no tenía límite superior, para la siguiente historia esperábamos una nueva pirueta sin red, algo que nos pasmase todavía más.
Y lo conseguían.
Hoy sé que detrás de esas historias se encontraban nombres como Julius Schwartz, Kirby, Infantino, Swan o Moldoff, entre otros muchísimos, responsables de ese continuo estado de sorpresa y fascinación en el que me encontraba. Autores que entendieron que el joven necesita desarrollar su imaginación y que la única forma es motivar su asombro, estimulándolo con mundos inverosímiles e increíbles, pero que adoptan forma real en los sueños.
Supongo que parte de esa fascinación me sigue acompañando hoy al leer cualquier tebeo, sigo obstinado en ver en los tebeos una puerta abierta a miles de mundos distintos al mío, que me atraen y me intrigan.
Y, por supuesto, sigo volviendo de vez en cuando a releer esos viejos y ajados volúmenes rojos, disfrutando cada página amarillenta como un festín.