Un horror con mil sabores diferentes
Corren buenos tiempos para el terror en el cómic independiente. El género goza de una salud envidiable y, lejos de percibirse como ese «género menor» que los más snobs arrinconan, cuando uno echa un vistazo a los últimos años ve auténticos pelotazos cangueleros. Ahí están series como Gideon Falls, Hay Algo Matando Niños o Stillwater como superventas, además de otras joyitas como Infiel o A Walk Through Hell. Incluso estamos viendo un resurgir de las antologías de relatos, un formato que a fin de cuentas forma parte de las mismísimas bases del comic book y, en concreto, del propio terror, cultivado en aquellas míticas cabeceras de EC Comics. Hoy las historias cortas vuelven a tener protagonismo gracias a títulos como Razorblades, la revista digital creada por James Tynion IV y Steve Foxxe, o The Silver Coin, serie de Michael Walsh nominada al Eisner y de inminente estreno en España.
Sin embargo, no se puede negar que una de las grandes sorpresas de los últimos años ha sido Ice Cream Man. Estrenada originalmente por Image Comics y recién estrenada en España por la joven editorial Moztros, esta peculiar antología vio la luz en enero de 2018 de la mano de la inquieta mente del guionista W. Maxwell Prince. Este autor afincado en Brooklyn, que logró generar atención gracias a la nominada al Eisner One Week in the Library, tenía claro que donde se sentía más cómodo escribiendo era en las historias cortas, sin atarse a tramas de largo recorrido encajonadas en los cliffhangers de las grapas. Así, se reunió con Martín Morazzo, artista argentino con el que ya trabajara en The Electric Sublime (y que por aquí hemos podido disfrutar gracias a las singular Podía Volar), y el colorista Chris O’Halloran, y se pusieron a trabajar en distintos relatos para los que, sin embargo, necesitaban algún tipo de nexo con el que darle sentido a la colección.
Prince encontraría su inspiración en la serie de HBO High Maintenance, en la que se narran las vidas de distintas personas relacionadas por su camello de confianza. Esa idea sería la que le diera alas al guionista para conectar sus relatos de terror mediante una figura fija: la del heladero. Así, Ice Cream Man se plantea como una colección de episodios en la línea de En los Límites de la Realidad, en los que lo grotesco y lo siniestro se dan la mano con lo fantástico y lo decadente, siempre girando alrededor del personaje que le da nombre a la serie.
Este recurso por supuesto no es nuevo, pero es tan recurrente como efectivo. Siempre ha tenido un efecto especialmente poderoso en el terror la subversión de los símbolos más representativos de la infancia. Desde el payaso a la canción de cuna, todo elemento alegre y colorido deformado tiene la capacidad de crear un malestar enorme, ¿y acaso hay algo más alegre que el camión de los helados? Prince decide recurrir a la clásica figura de los suburbios estadounidenses, con su uniforme blanco y su camión musical, y transformarlo en una especie de Pennywise que ejerce como representación física de los males que atenazan a los protagonistas de cada historia. Es un personaje atractivo, con mucha fuerza y que despierta interés por saber más sobre él, por saber cuánto hay de real y cuánto de metáfora en su presencia. Estas respuestas, por cierto, y a la vista del final de este volumen, nos irán llegando poco a poco a lo largo de la colección, que a día de hoy alcanza unas envidiables 31 entregas. Pero cabe destacar que la historia de ese heladero no es el interés principal de Prince, de ningún modo.
Lo que el guionista busca realmente es experimentar con cada uno de sus relatos cortos, a los que si bien ubicamos en el terror, podemos encontrarles muchas más aristas. Porque aunque el volumen abre con una primera historia modélica en cuanto a manejo del suspense y la repulsión, ya solo en el resto de episodios podemos comprobar que Ice Cream Man es el patio de juego de W. Maxwell Prince. La adicción, el miedo a la paternidad o la decadencia de la fama son los palos que toca el autor solo en este tomo, marcando la pauta de lo que nos encontraremos en los siguientes de la colección. Todo ello siempre transportado sobre relatos extraños e inquietantes, en los que la prosa de Prince luce con fulgor y el surrealismo juega un importante papel. Esto último tanto, quizás, que algunos lectores podrían sentirse algo descontentos con sus finales, que en muchos casos más que buscar el clásico giro final, cortan con violencia y nos dejan con el mensaje de la historia flotando en el aire, sin llegar a tener del todo claro cuál era y pudiendo provocar cierto desconcierto.
Pasando al apartado artístico, es de rigor dedicarle un espacio importante a Martín Morazzo, porque si la prosa de Prince es la salsa de la serie, el arte del argentino es el pan sobre el que se sustenta todo. Ya pudimos ver en Podía Volar que Morazzo tiene un estilo muy particular, con un trazo fino que le confiere a los rostros de sus personajes un aspecto algo desvencijado y creepy. Esta estética es reforzada sin límites en Ice Cream Man, donde el argentino da rienda suelta a su capacidad para inquietar y nos regala una galería de rostros diseñados verdaderamente para generar incomodidad. Podría apostar a que algunos lectores no congeniarán mucho él, pero creo realmente que el cómic se crece gracias a la identidad gráfica que le aporta Morazzo y a su talento para fundirse con el surrealismo siniestro que puebla la obra.
Eso, claro, sin olvidar el trabajo de narrativa. Si antes mencionaba que Ice Cream Man era el patio de juego de Prince, podemos decir que es a la vez el laboratorio de Morazzo. Se nota perfectamente cómo el artista argentino se va viniendo arriba y a cada número, al igual que su guionista busca sorprender con un nuevo concepto, él busca probar alguna composición o recursos nuevos. Puede que en este primer volumen no quede del todo patente, pero puedo adelantaros que en las siguientes entregas los autores se lo pasan de lo lindo buscando nuevas formas de sorprender, con recursos tan locos como un episodio palíndromo.
Mención aparte merece Chris O’Halloran, cuya paleta de colores es uno de los grandes atractivos de la obra. El colorista demuestra una vez más que es uno de los profesionales más brillantes dentro de su sector y se adapta como un camaleón al estilo exacto que mejor aprovecha las virtudes de la obra. El artista plasma a la perfección ese contraste entre la aparente imagen idílica del heladero y los delirios pesadillescos en los que los personajes terminan sumergidos, recurriendo a colores vivos que se van amontonando hasta crear armonías chirriantes que bien podrían recordar al Everything de I.N.J. Culbard.
En definitiva, Ice Cream Man es una serie peculiar y llena de personalidad cuyo éxito en su país natal es tan inesperado como merecido. El trabajo de W. Maxwell Prince, Martín Morazzo y Chris O’Halloran, si bien tiene lo suficiente de estrambótico como para no convencer a todos los lectores, es una de esas colecciones que se hacen notar. Moztros acierta de pleno al hacerse con los derechos de una serie que parecía haber sido ignorada hasta ahora a pesar de su buen funcionamiento en EEUU, una decisión que todos los amantes del terror celebramos.
Lo mejor
• El inquietante y genial trabajo de Morazzo y O’Halloran.
• Maxwell Prince se centra en un terror mucho más psicológico que explícito.
Lo peor
• Los finales abiertos de algunas historias podrían no ser del gusto de todos.
Tengo curiosidad por esta serie desde hace bastante tiempo. Por el título, por que sea de terror, por el dibujo. Y ahora que llega aquí cuando nadie la esperaba… seguiré teniendo curiosidad porque 18€ por cuatro grapas yankis no los voy a pagar.
A mí el primer episodio me gustó y pensé que el resto seguiría el mismo tono. Pero no y ahí me fui desconectando.
Quizás la serie es demasiado personal del autor, más introspectiva que de «horror». Y al menos a mí, no me estaba diciendo nada.