La jornada de resaca post-inaugural de los juegos olímpicos de Tokio ha traído consigo la noticia del fallecimiento de Carlos Romeu Müller, Romeu, el creador de
Los obituarios destacan su condición de miembro fundador de El Jueves, su fecunda carrera como autor de tiras cómicas y su versatilidad: novelista, ilustrador, traductor, divulgador, guionista televisivo… pero, para mí, era el viñetista de Muy Interesante y, sobre todo, del citado Miguelito.
Descubrí al autor durante mi adolescencia, cuando descubrí las revistas Muy Interesante y El País Semanal. En este segundo caso, su página era una cita obligada para ver a un grupo de niños que contaba y se preocupaba por cosas de adultos. Los hermanos Miguelito y Hugo venían a ser, salvando las oportunas distancias, una versión ácida y con menos pelos en la lengua de la Mafalda de Quino. Conversaciones para mayores sin reparos, puestas en la boca de personas menores de edad.
Durante una visita al piso de estudiantes de unas primas, descubrí que guardaban una gran colección de ejemplares de El País Semanal. Algunos se remontaban a los primeros años de la revista y, mediante ese descubrimiento, pude apreciar la evolución del trazo de Romeu y de la temática de las aventuras de Miguelito y compañía. Conocí a la liga de los «sin-bata» y, treinta y tres años más tarde, puedo comprender que estaba viendo una crónica de una época fundamental e irrepetible de la historia del país. Romeu comenzó ambientando las historias en un colegio que no estaba muy alejado de las polvorientas aulas de El florido pensil y, poco a poco, fue introduciendo a sus criaturas en los ochenta. El alumnado de aquellas clases era reflejo de las distintas clases sociales de una España que abandonaba la dictadura para retornar a la senda democrática, pero en la que aún abundaba la nostalgia por los tiempos del innombrable. El autor nunca se cortó un pelo de su bigote para expresar de forma clara sus opiniones: así, cuando Miguelito alecciona a su hermano menor sobre la improcedencia del término «cruzada» para referirse a una reivindicación, expresa su opinión sobre un periodo histórico controvertido. Cuando juega con una amiga a los médicos, aprovecha la ocasión para lanzar un par de dardos al estado de la sanidad pública y a la compatibilidad con el ejercicio privado de no pocos profesionales de la Medicina.
Ferviente defensor de la libertad de expresión, hay que indicar que no se arredró a la hora de criticar los ataques que a ella se hacían, como en el caso de la fatwa que el ayatola Jomeini dictó contra el escritor británico Salman Rushdie, a cuenta de la obra Los versos satánicos. Ya como historietista, ya como viñetista, expresó siempre sus opiniones, sin medias tintas ni paños calientes, algo que tiene doble valor, si tenemos en cuenta que empezó su carrera profesional a principios de los años setenta, en plena dictadura. Sus trabajos tenían la virtud de poder incomodar, de generar reacciones, de promover, en definitiva, una discusión y un debate.
Hace unos meses, durante el confinamiento y hoy mismo, para preparar esta nota, busqué en la Red las viñetas de Miguelito y compañía. Releerlas me hizo recordar, como siempre en estos casos, otros tiempos pero, sobre todo, he descubierto su vigencia, doblemente necesaria en unos tiempos en los que parece existir un perverso consenso en torno a la pertinencia de enjaretar la libertad de expresión, dentro de los subjetivos pero siempre restrictivos límites de la corrección política.
La muerte -y, para la mayor parte de los mortales, los impuestos- son la única verdad inmutable de la vida. Así pues, solamente me queda dar las gracias por todo a don Carlos y encomendarme al totemismo andorrano para que sus deidades le hagan sitio en el paraíso.