A principios de año, a propósito de Las cosas de la vida, recuperada íntegramente en un volumen por Fulgencio Pimentel, apuntamos el carácter aventurero del francés
Lo más desconcertante y abrumador del talento de Lauzier es la vigencia de sus retratos de la clase media occidental, veraces hasta en sus mínimos patrones, hundiendo sus largas uñas en la mediocridad insatisfecha de una sociedad atrapada, de unos ciudadanos que se sienten cobayas de los poderosos y se rodean de excusas y traiciones para seguir adelante con unas migajas de dignidad. En Francia La carrera de la rata fue publicada en álbum en 1978. Entristece comprobar que nada ha cambiado, ni siquiera las burdas hipocresías con que enmascaramos nuestros fracasos, que Lauzier desgrana con cómica frialdad rayana en el sadismo.
La implacable reflexión de Lauzier, a menudo incómoda pero siempre divertida, se ceba en los aspectos más pueriles de la burguesía urbana, con sus infidelidades congénitas, su afán de notoriedad (especialmente lacerante su visión del mundo del cine) y su palabrería sobre altos ideales que esconden satisfacciones vulgares. Alrededor del éxito social, baremado en el dinero y el sexo, bailan unos personajes crispados, cuyos rictus faciales parecen congelados en el desdén o la ira.
El discurso de Lauzier rehúye los convencionalismos del cómic para instaurar los suyos propios: elementos visuales muy sencillos tanto en el dibujo (esquemático, con poca variedad fisonómica y gestual) como en la gramática (abundancia de planos medios), y complejidad en los textos, con andanadas de réplicas agudas y largas peroratas como huella personal. También llaman la atención las elipsis temporales, sin transiciones remarcadas, deducibles únicamente por la nueva contextualización. Las acciones se suceden sin descanso, con un vago atropello que rezuma desesperación y futilidad.
Gran éxito en su momento, La carrera de la rata franqueó las barreras del cómic y obtuvo adaptación cinematográfica (Je vais craquer, dirigida en 1979 por