La cripta del roble

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Edición original: Le chêne du rêveur (Bayard Presse, 1984).
Edición nacional/ España: La cripta del roble (Eurocomic, 1987).
Guión: Jean-François Benoist & Charles Maurouard.
Dibujo: Arno.
Color: I. Beaumenay.
Formato: Álbum rústica, 46 págs.
Precio: 575 pts.

 

Da un poco de miedo volver la vista atrás sobre alguna de esas obras que marcaron un pequeño hito en nuestras vidas. Claro es que eximo de este temor aquellos tebeos cuyas hojas se nos han desmenuzado en las manos, cuyo recuerdo es tan poderoso que nunca los podremos volver a leer sin un efluvio constante de épocas pasadas. En cambio, centenares de historias llenaron un hueco en un momento preciso, dejando agradable huella, impulsándonos en nuevas direcciones, sin que las honráramos convirtiéndolas en parte de nuestra biografía y, por tanto, sin retractilarlas del inclemente paso del tiempo. Sin esa pantalla, quedan desnudas ante los ojos de hoy que no son los ojos de entonces.

La cripta del roble, obra de Jean-François Benoist y Charles Maurouard a los textos (con una ayudita de X. Seguín en los diálogos) y Arno (seudónimo de Arnaud Dombre, 1961-1996) a los dibujos, supuso para mí un pequeño peldaño en la absorción de nuevos modelos historietísticos: la fantasía feroz y libertaria reunida al calor de Metal Hurlant. Pocos años antes había descubierto las revistas de Toutain, con Trillo y Altuna, Corben, Wrightson o Breccia como primeros espadas, fascinado -como cualquier adolescente- con los terroríficos cuentos con moraleja del Creepy, entonces ignorante de su deuda con los míticos cómics de la EC; para un lector de superhéroes y otras formas de aventura, el paso a la BD clásica que entonces representaba CIMOC, con peldaños magistrales como La búsqueda del Pájaro del Tiempo o Las 7 vidas del Gavilán no supuso mayor problema, incluso cuando ocasionalmente abandonaba el género más comercial (fantasía, historia, épica) para probar dramas intimistas como la obra maestra Trazo de Tiza, de Miguelanxo Prado, o el policíaco desenfadado y aventurero de la encantadora Taxi, de Alfonso Font. Pero, ya digo, Metal Hurlant era otra cosa. “Raro” era el adjetivo que mejor lo describía. Aquello hacía explotar la cabeza del no iniciado.

Había conocido a Arno en alguna historia breve -quizá levemente erótica- de CIMOC (‘Las medias’; nº 134). Sin apenas referentes (¡ni siquiera Moebius, su maestro!) me impactó su estilo diáfano, de sombras proscritas y trazas de dibujo animado, fuertemente expresivo. Y eso que ya no estaba en su mejor forma. El álbum La cripta del roble, aparecido en algún saldo cuando el euro no era siquiera una sospecha, fue una tentación a la que no pude resistirme.


Tres jóvenes amigos de un tranquilo pueblecito francés descubren un extraño mausoleo debajo de las raíces de un roble derribado por una tormenta. Con herramientas robadas de una obra deciden acceder a sus inesperados y fantásticos secretos para lo que contarán con la complicidad de una maestra y de un muchacho fugado de una institución psiquiátrica.”

De la sinopsis anterior se deduce que estamos ante una aventura juvenil, algo entre Los Cinco (E. Blyton) o Los Goonies (R. Donner) cruzado con coletazos de la ciencia ficción buenrollista de raíz hippie, como corresponde a los primeros ’80, con marcada influencia anglosajona (sólo hay que advertir los pósters que adornan el cuarto de Tony, el chaval protagonista: Tiburón, The Police, etc.) Como era de temer, el enfoque se antoja trasnochado en estos tiempos menos optimistas; particularmente, los diálogos han sufrido desgaste, han quedado oxidados y poco naturales, limitándose a cohesionar unas escenas con otras, pecando con frecuencia de excesivamente expositivos. También el psicodélico final puede hacerse indigesto con su apuesta inocente por la libertad del soñador. A nuestros ojos escépticos actuales la historia es bastante inocua y bienintencionada, sin auténtico peso dramático, un cuento demasiado incruento para hollar nuestra memoria colectiva y perdurar en el recuerdo. Pero aún hoy, desapegado de su ingenua urdimbre argumental, sigo maravillándome con la belleza de las ilustraciones, la perfección de la línea, la caracterización distintiva, el equilibrio entre un detallismo casi maníaco y la claridad omnipresente de figuras y acción. Las planchas son un goce para los sentidos, un deleite inagotable que atrapa la imaginación durante horas.

La maestría de Arno es tal que supera con nota cualesquiera obstáculos que se le imponen, incluida una coloración exageradamente monocromática que satura viñetas e incluso páginas enteras. El dibujante parece ir a su bola ofreciendo lecciones de elegancia y caracterización incardinadas en una narración fluida con preferencia por la distribución en tres filas pero sin acomodarse en una rejilla única. La variedad de planos, sin perspectiva que le amilane, queda desperdigada en una narración demasiado sintética, como se ha dicho, incapaz de aprovechar las sutilezas de su dibujo. Queda la duda de si ha envejecido la obra o si soy yo quien mira con ironía la inocencia de un cuento que no pretendía sino abrir las puertas de las imaginaciones tempranas, algo que conmigo, entonces, logró sin asomo de duda, por lo que ahora me cuesta ser inflexible con un tebeo que cumplió su cometido y que, desactivada su pretensión principal, conserva todavía una belleza inmarcesible en cada una de sus páginas.


Tras tantos años, Arno sigue siendo uno de mis dibujantes más queridos. Otro día habré de explayarme sobre Las aventuras de Alef-Thau, su enjundiosa colaboración con Jodorowsky, saga potente e inclasificable -como acostumbran a ser las ideas pergeñadas por el escritor chileno- de la que llegó a completar siete álbumes. Nos abandonó demasiado pronto, a los 35 años, este magnífico talento que también probó como autor completo en Kids (Humanoides, 1985) y Augustin: La croisée des chemins (Casterman, 1992).

La cripta del roble fue publicada en España por Eurocomic en el nº 26 de la Colección Metal, en 1987. De vez en cuando aún asoma en los montículos de álbumes antiguos de las librerías de segunda mano.

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Bamf!
Bamf!
Lector
11 marzo, 2014 15:29

Buena y emotiva reseña. Por cierto, ya he leído un par de veces en reseñas de Zona Negativa el adjetivo «malogrado» para referirse a alguien ya fallecido, y siempre me ha causado cierta desazón. Esta me parece una reflexión interesante acerca del uso de la palabra: http://medicablogs.diariomedico.com/laboratorio/2013/12/18/malogrado/

Libradus
Libradus
Lector
11 marzo, 2014 21:28

Jejejeje, gracias por el enlace Bamf! Hoy precisamente estaba pensando sobre el uso de ese adjetivo.

Retranqueiro
Retranqueiro
Lector
12 marzo, 2014 0:51

Pues aparte de que lo de «malogrado» esté o no bien empleado, no tenía ni idea de que Arno hubiese muerto tan joven.

Por cierto; no conocía el tebeo. Bueno; la verdad es que apenas he leído nada de este autor. Al menos, que recuerde.

El clon
El clon
17 marzo, 2014 0:42

Enhorabuena por esta reseña, Javier. Como de costumbre, un gran trabajo.

Es increíble la cantidad de recuerdos que tu artículo ha despertado en mi memoria; hasta el punto de decidirme a releer esta obra, que hacía años que no repasaba.

Tengo que reconocer que coincido plenamente con tu crítica, casi punto por punto. Una vez más, bravo.

El clon
El clon
17 marzo, 2014 0:54

En cuanto a los comentarios anteriores y el debate sobre el uso del adjetivo «malogrado», debo decir que a mí sí me parece totalmente adecuado su uso. Tanto en este caso como en el de otros articulos que he repasado en esta web.

Si no podemos considerar malograda una vida o una carrera artística que se ve truncada a una edad tan temprana como los treinta y cinco años, no sé cómo podemos definirla.

A título personal, a mí me causa más desazón, por ejemplo, que se recurra al adjetivo «bizarro» con un significado totalmente ajeno al que esta palabra tiene en lengua española.

Y no me hagan hablar de eso de utilizar numerales partitivos, de forma incorrecta, en lugar de ordinales…