Cada cierto tiempo conviene insistir en los grandes nombres no vaya a ser que pasen desapercibidos en la vorágine de la actualidad publicitaria. Desde que descubrí al francés
“Marinero, náufrago, buscador de oro, cazador de bisontes… Baudoin relata la increíble epopeya de su abuelo a finales del siglo XIX, que navegó desde muy temprana edad por los mares del mundo y recorrió el oeste de Estados Unidos, topándose con los míticos Buffalo Bill y Sitting Bull.” [Extraído de la contraportada]
Ya desde el título se distancia Baudoin de las intenciones de la épica norteamericana. Los dos hermanos (Piero y el mismo Baudoin) que asisten a la narración de la biografía de su abuelo toman partido por los indios, traicionados una y otra vez por el hombre blanco que reescribe la historia para disfrazarse de honorable. “¿Cuántos tratos ha respetado el hombre blanco que el hombre rojo haya roto? Ninguno. ¿Cuántos tratos ha hecho y respetado el hombre blanco con nosotros? Ninguno.”, proclama Sitting Bull en la pág.56. Baudoin ha investigado para rellenar las lagunas del recuerdo, para ubicar los hechos en sus fechas, para ahondar, también, en la soledad de un hombre que nunca entendió del todo y por quien -confiesa- de niño sentía miedo. El abuelo murió cuando Baudoin contaba 16 años, pero su memoria le ha perseguido desde entonces.
Baudoin exhuma, a la par que recuerdos, documentos que ha ido recopilando en sus investigaciones: fotografías, carnets, pasaportes, apuntes de aduanas, etc. El lápiz libre de Baudoin, sus frescas acuarelas, integran sin dificultad estos recursos. Más importante aún: la narración vuela, como un canto. La prosa, normalmente fuera de los márgenes de la viñeta, gana la partida al diálogo, como corresponde al juego evocador (El diálogo, siempre actual y vivo, es el arma del presente; la prosa, aún la más vital y nerviosa, nace macerada por el tiempo).
Hay en la obra, al menos en su tronco principal, dos pasados: el de Baudoin niño, asistiendo con su hermano a los relatos contados por su padre, planchas en blanco y negro interrumpidas por alguna fotografía; y el de Félix, el abuelo, sobreviviendo a su vida aventurera muchas veces por casualidad, ilustrado con la mancha sutil de la acuarela. Un pasado evocado más vívido, más real, que el efectivamente recordado. A la sombra de su abuelo, Baudoin entrará en contacto, muchos años después, con los vestigios maltrechos de la cultura india y el arte inuit que le causarán honda impresión: a este descubrimiento dedicará las páginas finales del libro, que cerrará definitivamente con una parodia de los tebeos típicos de vaqueros, esta vez, con los roles intercambiados: el bravo indio defendiéndose del ataque del feroz rostro pálido.
Tocaría insistir en el prodigio artístico del que es capaz el autor, apuntando ya en la variedad de técnicas a su disposición. Leer a Baudoin es asombrarse de su libérrimo esteticismo, de su desconcertante facilidad para el dibujo de estados de ánimo. Lo dicho en Arlerí, en El viaje o en Piero vale asimismo para Los hijos de Sitting Bull, sin entender por ello que repite esquemas o vuelve a andar los mismos caminos… a no ser que por ello entendamos los caminos de la imaginación. Baudoin se siente cómodo en los paneles amplios, tanto en las splash-page como en la división de la página en dos grandes viñetas. Una prosa sencilla, aunque rica en detalles, redondea el efecto.
Aún por intermediación, Los hijos de Sitting Bull nos sirve para conocer un poco más la personalidad y los recursos estéticos de uno de los reyes de la historieta en activo, alguien que representa -como decía el compañero Raúl Silvestre- “uno de esos autores esenciales que suponen un paso más en la evolución de un medio que necesita de su talento como el verano una tormenta repentina”.
Gran autor, gran reseña y gracias por las menciones!