Se descubre un autor. Su talento es magnífico. Se deshace uno en alabanzas. Poco a poco se progresa en el conocimiento de su obra. Te vas poniendo al día. ¡Pim, pam! Y no falla una. Empiezas a tener la sospecha de repetirte en los elogios. ¿Cuántas veces, de cuántas formas, eres capaz de abordar su trabajo? La respuesta es clara: las que haga falta. Pero temes aburrir. Temes que la gente no te crea; peor, que piense que les estás vendiendo la moto. Pero no. El tío es bueno. Es decir, es un genio. De los de verdad. Sin ninguna duda. Pongamos que hablo de
Nacido en Niza en 1942, Edmond Baudoin estudió en su juventud en la escuela de Artes Decorativas. Al salir, trabajó como contable hasta 1971, momento en que retomó el dibujo. En 1992 ganó el premio Alph’Art del Festival Internacional del Cómic de Angoulême al mejor guión por Couma Acô y, en 1997, por El viaje. En Viva la vida retrató la mexicana Ciudad Juárez a través de los sueños de sus habitantes;Los cuatro ríos y El vendedor de estropajos supusieron el inicio de su colaboración con la novelista
Toca hablar de Piero, premio al mejor álbum en el festival de Sierre de 1998. En la web de Astiberri, la editorial encargada de su publicación en España, puede leerse: «Dos niños, “Momon” (el propio Baudoin) y Piero, dibujan desde muy pronto. Nunca irán al parvulario, a causa de la enfermedad de Piero. Cuando van a la escuela hacen un descubrimiento imprevisto: los otros niños no dibujan. De este descubrimiento surgirán dos auténticos talentos que tratarán de convertir su arte en profesión«. Describe esta sinopsis con bastante exactitud el argumento. Al mismo tiempo, es imposible con estas palabras hacerse una idea cabal de la libertad creativa, de la certeza y hondura de los sentimientos, en definitiva, de la maestría que palpita en cada página de Piero como en las venas de un ser vivo.
Hay en Piero un aliento de pequeña tragedia que no se comprende hasta las planchas finales; igual que las hojas del otoño (con que el autor abre su relato) caen las ilusiones de un mundo sencillo, una infancia que es el terreno mítico que perdemos (¿o somos exiliados?) al crecer. Sobra literatura sobre el tema. Mi Mamá, reseñada hace un par de semanas, visita también -desde otro ángulo- esos días de fantasía y formación. Piero, no obstante, emparenta con los primeros compases de Epiléptico, el gran fresco que
La otra pata, que avancé más arriba, es la libertad estética de un Baudoin que parece que planta cuatro líneas en la servilleta de un bar, o mejor, un folio rallado en el frenesí de las tardes desocupadas después de la escuela. El autor francés reflexiona en voz alta sobre el misterio de la representación de la forma, en qué extremo -o hasta qué extremo- es reconocible una forma descompuesta en sus elementos más simples: líneas, puntos, manchas, brillos. Lo dice (en voz en off) al mismo tiempo que lo hace ante nuestros ojos, con un magisterio y un desparpajo que solo cabe calificar de insultantes.
La yuxtaposición de estos mecanismos (la tristeza melancólica; la libertad del trazo frisando el onirismo) alumbra una suerte de biografía fantástica donde el tiempo fluye pero también se sueña: ingrávidos, zarandeados por imaginarias corrientes, los hermanos emulan al más famoso soñador del mundo del cómic, el pequeño
Asimismo, Piero trata obsesiones recurrentes del autor, como la pasión fagocitadora del arte, el miedo a envejecer, la atracción por el otro sexo, el recuerdo que es pérdida y refugio, ancla y alimento. Pocas viñetas por página (muchas veces una, normalmente dos o tres, excepcionalmente cuatro o cinco), portales urgentes de un pasado idealizado, explican que el grueso tomo se lea velozmente y con fruición. Y aprovechamiento, pues, cerrado el volumen, sus ideas y propuestas siguen creciendo y fermentando.
Por los tintes autobiográficos, Piero se puede considerar la primera parte de El viaje, que yo leí antes (también se publicó primero en nuestro país). Como curiosidad lo digo. Ambos pueden disfrutarse autónomamente y en el orden que les convenga. El caso es no dejarlos pasar.