EL MITO DE BOURNE (THE BOURNE SUPREMACY, EEUU 2004, Acción, 108 Minutos)
Dirección: Paul Greengrass.
Guión: Tony Gilroy, Brian Helgeland.
Reparto: Matt Damon, Franka Potente, Brian Cox, Joan Allen, Julia Stiles, Karl Urban, Tomas Arana.
Música: John Powell.
Valoración: 9/10
Comentaba Matt Damon en una de las entrevistas promocionales de El Mito de Bourne, que si El Caso Bourne no hubiera funcionado comercialmente, su nombre habría pasado a engrosar las listas de mitos caídos del celuloide. Tal vez Damon exageraba, ya que el público difícilmente podría olvidar al que ha demostrado ser la mejor parte del prolífico binomio que forma con Ben Affleck, pero sin duda la primera parte de las aventuras del asesino amnésico fue un importante punto a favor de la notable carrera del americano.
Como bien señalaba Damon, El Caso Bourne era un proyecto arriesgado. Tal vez esa sensación de posible debacle se haya diluido con el tiempo gracias al taquillazo que acompañó la presencia en cartel de la película, pero a priori existía. El Caso Bourne se presentaba como una cinta de espías que no parecía nada del otro mundo, y que aparentemente tiraba del eterno (aunque eficaz) truco de la amnesia que afectaba al protagonista. Un director desconocido se había hecho cargo del proyecto, situando el rodaje en parajes europeos y con una producción que no pasaba de cuatro duros. Obviamente el futuro comercial de la película no era nada halagüeño.
Pero no sólo funcionó, sino que fue un éxito arrollador. Doug Liman se reveló como un director eficaz y sencillo que llevaba la historia con humildad y firmeza, la trama contenía la suficiente fuerza como para poder explotarla a placer y el casting demostró con el tiempo ser un acierto impresionante: ahí estaba la por entonces desconocida Julia Stiles, el eterno Brian Cox o el posteriormente oscarizado (por Adaptation) Chris Cooper por no mencionar al artúrico Clive Owen. Además contaba con escenas cargadas de realismo (sublime la escena del shock que sufre Franka Potente tras ver saltar al antagonista de Bourne por la ventana) que acompañaban a la perfección las andanzas de un personaje que era mucho más que un James Bond de los bajos fondos. Era en definitiva una historia creíble, que hacía pensar al público que podía estar pasando en cualquier lugar del mundo en ese preciso momento.
Posiblemente el mayor acierto de Liman fue huir del halo de sofisticación que ha rodeado tradicionalmente a las películas de espías, siguiendo la misma línea que la magnífica Ronin del legendario John Frankenheimer. Se dejó de lado la grandilocuencia y se optó por la sencillez. Sin querer dejar en feo al más famoso agente de Su Majestad, Bourne le contradecía en todo: olvidaba el esmoquin en la tintorería para vestir una sucia cazadora de pescador, dejaba aparcados Aston Martins con lanzamisiles para huir en un cochambroso Mini, frecuentaba las estrechas callejuelas de París dejando pendiente la visita a la Torre Eiffel, se hacía acompañar por una bohemia de buen corazón que distaba mucho de las elevadas y fatales chicas Bond, combatía con sudor y sufrimiento a enemigos que se revelaban como profesionales abocados a terminar con sus semejantes (impresionante el discurso final del personaje de Owen) y descubría aterrorizado que su pasado distaba mucho de ser bondadoso. En cierto modo, El Caso Bourne se podría definir como el Quijote de las películas de espías.
Para esta segunda parte se ha decidido aplicar la misma sencilla fórmula. Bourne y Marie siguen escondidos en un idílico paraje, dedicados por completo el uno al otro. Sin embargo pronto se volverán a ver envueltos en una oscura trama en la que el agente deberá hacer frente a viejos fantasmas. Al igual que en la primera parte, la sencillez y la verosimilitud son los puntos más fuertes de una historia en apariencia tópica.
Para sustituir a Doug Liman, ahora en tareas de producción, se ha elegido a Paul Greegrass, director británico que se dio a conocer con Domingo Sangriento, que relataba con crudeza los sucesos acontecidos durante aquel conocido (por desgracia) día. En El Mito de Bourne Greengrass opta por la cámara de mano como herramienta para aumentar el realismo. Aunque el ritmo es muy adecuado para la historia, las escenas de acción, base de la película, pueden resultar confusas e incluso enervantes, ya que (sobre todo en las peleas) los movimientos que realiza la cámara son demasiado fugaces. El montaje colabora además con el ansia de Greengrass por mostrarnos todo lo posible en un reducido fragmento de tiempo, por lo que en algún momento se echa de menos la templanza de Liman a la hora de dirigir los combates cuerpo a cuerpo.
Sin embargo la fuerza de las escenas es soberbia y a cada momento se sorprende al público con momentos impactantes en los que Bourne demuestra su supremacía frente a sus antagonistas, como la conversación telefónica que mantiene con el personaje de Joan Allen, la huída en Berlín (una auténtica caza del hombre), la persecución por las calles de Moscú (esta vez en un destrozado taxi moscovita), la conmovedora conclusión a la huída por los polvorientos caminos de La India o la dolorosa confesión final.
Matt Damon es la estrella absoluta de la película, y sin robar peso a ningún otro de los personajes, el suyo acapara el protagonismo que merece en su justa medida. Damon muestra una vez más la seria quietud de un hombre entrenado para analizarlo todo con frialdad, pero que es incapaz de evitar sentimientos como la culpabilidad o la ira, al descubrir progresivamente su oscuro pasado y verse acorralado continuamente. De nuevo Franka Potente es capaz de demostrar con una humildad abrumadora, que una mirada de preocupación en un acto tan cotidiano como tomar la fiebre a la persona amada puede decir más que mil versos cargados de inadecuada poesía.
Joan Allen ha sido el fichaje de mayor relumbrón para esta segunda parte. La actriz se mete en la piel de un fría directora de operaciones de la C.I.A., realizando una actuación meticulosa hasta la saciedad, marcada por la habitual concisión gestual que ya demostró en Candidata al Poder o La Tormenta de Hielo. Karl Urban olvida a Riddick para convertirse en la pesadilla de Bourne. Urban casa a la perfección con un personaje insensible que no duda a la hora de conseguir su objetivo. Repiten además Brian Cox y Julia Stiles, que brillan en sus interpretaciones, el primero como ruin burócrata y la segunda como inexperta agente. En los momentos en los que Stiles aparece en pantalla, es capaz de mostrar un terror extremo producido por la indefensión que siente ante Bourne, que deja bien claro lo que el personaje de Damon era en su anterior vida.
John Powell no abandona los ritmos electrónicos que lucía la banda sonora de la primera parte, pero dedica mayor interés en componer sonidos más melódicos, que brillaban por su ausencia en la música de El Caso. Powell mejora sensiblemente respecto a anteriores trabajos (como The Italian Job), pero sigue sin conseguir crear temas que le den a la película un tema sonoro identificativo.
O.K.: -Que mantenga el nivel de calidad de su predecesora.
-La verosimilitud de toda la película.
-El personaje de Bourne, agobiado no sólo por la persecución a la que es sometido, sino por sus propios fantasmas.
-La cantidad de escenas impactantes.
-El reparto de lujo para una película de acción.
-Que demuestre la personalidad suficiente como para alejarse de los tópicos del género.
K.O.: -La extraña traducción del título original al castellano.
-Las escenas de acción pueden llegar a resultar confusas.
-La coincidencia entre los recuerdos de Bourne y la trama es demasiado casual.
Conclusión: El Mito de Bourne es una digna sucesora de su anterior entrega, que consigue resultar igual de interesante para los seguidores del agente como para los iniciados. Cierto es que en esta secuela se ha apostado más por la acción que por el suspense, pero El Mito de Bourne mantiene el interés en su historia como lo hacía El Caso. Puede que algunos la acusen de ser “sólo” una película de acción sin mensaje, pero como entretenimiento es sobresaliente e imprescindible. Comparativamente Bourne demuestra con arrolladora facilidad su supremacía frente a sus competidoras.