ZN: Mis Diez Cómics Favoritos (Parte 6)

Manda narices empezar un Top Ten con un tebeo llamado Top 10. Pero quedaba muy vacilón, y si piensas las cosas dos veces pierden la gracia. Este cómic del maestro de Northampton llegó a mi vida como tantos otros: rebuscando en estanterías de la biblioteca pública y su bendita sección de viñetas. “Anda, ¿y esto? ¡Pero si es de Alan Moore! Ni me suena… Bueno, por probar nada se pierde”. Hoy en día hubiera sacado el móvil y me habría empapado de más de un vistazo previo a la obra, ahí en el pasillo, cómic en mano, pero en esa época las tarifas de datos eran magia negra. Y mejor que fuera así.

Descubrir Top 10 por mera azar puede ser una lectura anodina o una lectura fantástica. La verdad es que es una publicación bastante polarizada. O tienes mucho bagaje en el mundillo, o no lo tienes. Y Top 10 no es un cómic sin más, es una experiencia lúdica, un desafío en el que Alan Moore ha escondido mil y un referencias al medio y el lector trata de encontrarlas. ¡Es genial!

Por las calles de Neópolis, la ciudad en la que cada habitante tiene un superpoder u otro, pululan personajes conocidos y no tan conocidos, y es toda una vanidosa satisfacción el reconocerlos. Chute de ego tras chute de ego, que no sirve para nada salvo para reafirmarse a uno mismo cuánto sabe de cómics. Y por todos es conocida la competitividad enciclopédica del lector de cómics medio…

Decía que puede resultar una lectura simple si uno no entra en el juego que nos presenta el autor, una suerte de Dónde está Wally superheróico en el que a través de las aventuras de la díscola comisaría de policía de los protagonistas podemos toparnos con lo más inesperado. Y qué decir de la técnica. Sublime. Un Gene Ha estratosférico que no se pierde en el abismal trabajo coral que el guionista le impone, llenando de matices y personalidad visual a cada uno de cuantos forman la plantilla central. Y son muchos. Muchos son muchos. Y de Alan Moore no diré nada, ¿para qué? Este es uno de sus trabajos más infravalorados, pero uno de los más potentes a la hora de desplegar todas sus armas narrativas, a la vez que amaestra el subtexto del medio para llevarnos a una realidad totalmente crítica en la que nada es lo que parece, sea raza, sexo o intenciones.

Top 10 llegó a mí de manera fortuita y nunca más se fue. Esta genial obra es un examen, ni más ni menos. Su lectura te evalúa. A mí me hizo mirarme al espejo sacando bíceps y repitiendo cual mantra “oh, sí, nena, sé de cómics todo y más”. A partir de aquel día, siempre entro a la tienda de cómics sacando pecho y con la barbilla bien alta.

Más es mejor. Esa es la filosofía de The Autorithy. ¿O tú qué prefieres, un Opel Astra o un caza Eurofighter? Tchs, no te escucho. Que no, que me da igual que me cuentes que no puedes pilotar un avión de combate. Prefieres un caza y lo sabes. Más es mejor. Cuanto más grande, más ruido haga, más pese y más brille, mejor. Pero todo bien hecho, claro, que no estamos aquí para alabar a Liefeld. Y si algo se puede decir de Warren Ellis y Bryan Hitch, es que cuando quieren, hacen las cosas muy bien. Perfectas, diría yo. A este cómic me remito.

Nos adentrábamos en el nuevo milenio cuando estos dos señores decidieron dar la vuelta de tuerca más impactante al género superheroíco que el medio haya visto. Lo visual como máxima expresión era el axioma, y The Autorithy hizo explotar nuestras retinas. Mediante la dilatación narrativa de la que tanto se ha abusado posteriormente, la imagen tomaba el mando de las historias de superhéroes y la escala de acción reventaba en mil pedazos. Todo el que como yo, leyera The Authority antes de todo lo que vino tras esta en el género, entenderá de lo que hablo. Venir del cómic de superhéroes estándar, viejuno –y me quedo tan ancho- y que The Authority llame a tu puerta es la misma sensación que traer a un campesino de la Edad Media al Times Square actual. Lo mismo, he dicho. Esta obra es un punto de inflexión mucho más grande que lo que la crítica le atribuye, y no me canso de gritarlo bien alto.

Yo no me podía creer ese nivel de violencia superheróica fuera del uderground, esa escala cósmica de actuación (¡¡¡que mataron a Dios, al mismísimo Dios!!!). Esos gamberros ultra-hormonados tan carismáticos eran algo fuera de lógica, enfrentándose de tú a tú a problemas más grandes que el universo mismo sin nulificadores ni aparatitos, a hostia limpia. Y lo mejor de todo, es que era cine, pero en viñeta. Bryan “escombro” Hitch era capaz de desplegar unas splash pages que un niño como yo no había visto ni remotamente. Planos sacados de la escuela de cine, ni más ni menos. Eso es lo que pasa si a Warren “el comedido” Ellis le pides que te sorprenda.

La cosa sólo pudo mejorar cuando el primer equipo abandonó el cómic para ser sustituido por Millar y Quitely. Donde antes había un ejercicio estético acorde a los tiempos -una renovación cultural del mito-, ahora estaba todo eso más una vuelta de tuerca política. Si tienes poder para cambiar el mundo, es tu obligación moral cambiarlo. Toma mazazo para todos los superhéroes anteriores. Es como coger a Superman y leerle la cartilla bien leída, por sinvergüenza, egoísta, cobarde y vago. Quizás no tan novedoso, pero supuso la guinda del pastel y convirtió a The Authority en el cómic que enseñaríamos a una raza alienígena si vinieran y nos pidieran que les enseñáramos qué es un cómic de superhéroes hoy en día.

Hay chavales que crecen soñando ser pilotos de carreras. Otros, en cambio, aspiran a ser dentistas. Yo qué sé. O maestros. Hay críos para todo. Pero yo siempre quise ser rockero. Y de adolescente, como a tantos otros, la necesidad se te apodera y necesitas eliminar la angustia dejándote las yemas de los dedos contra el acero de las cuerdas. La rebeldía, las melenas, el ruido… El conjunto es demasiado atractivo para una generación que crecía con el Club Disney y Pearl Jam, con Pokemon y Muse. He dejado claro que mi vida es la música, y ahí ahí andan los cómics, al rebufo. ¿Entonces qué pasa si los juntas? Beck. Si los juntas, pasa Beck.

El manga de Harold Sakuishi es, ni más ni menos, la obra en viñetas relacionada con la música actual más respetuosa y fiel que uno pueda leer. La génesis de montar una banda, lo que muchos hemos hecho de jóvenes, contado al detalle –de manual- por alguien que lo ha vivido en sus propias carnes. No tiene desperdicio, y el espíritu que envuelve a toda andadura musical es total. La pasión, la ilusión, la camaradería, los roces y la emoción de un directo, el primer concierto cobrando cuatro cifras, las decepciones, el esfuerzo, las musas y la composición, las malas influencias, el crecer, las críticas de la familia, los viajes en furgoneta, las versiones, las alegrías y los llantos, la prueba de sonido, la crítica buena, la crítica aniquiladora, los fans… En fin… Beck narra la historia de cinco chavales que montan una banda de música, y punto.

Si Top 10 era un dropping –o dejar caer referencias para la autocomplacencia cultural- continuo del cómic, Beck lo es para la música. Discusiones sobre si este riff suena mejor con el Big Muff de ElectroHarmonix o con el ODB3 de Boss. Que la guitarra de Koyuki es una telecaster igualita a la de Bruce Springsteen y la de Ray se llama Lucille, como la de BB King. Los chistes sobre Sid Vicious. Los cameos de Johnny Greenwood o que Chiba sea un clon de Zack de la Rocha. Todo en Beck es puro rock.

Imagino que si no se es un friki de los mástiles, los pedales y las discografías, Beck no ha de suponer nada especial. No lo sé, la verdad. Igual es maravilloso aún así, pero lo dudo. La cuestión es que a mí me marcó la juventud, y de qué manera. Y, ah, el anime aporta al manga todo lo que una obra sobre rock necesita: música. Desde los primeros compases del opening uno sabe que va a presenciar una obra cariñosa con el material, repleta de temazos genuinos, garra y ruido.

Es Chris Ware. Ya no sé qué más escribir, porque su nombre finiquita todo. Chris Ware. El alfa y el omega. El antes y el después.

Building Stories llegó a mis manos en forma de paquete de Amazon. La primera impresión fue si se habían equivocado de paquete, pues eso tenía las proporciones de una caja de juego de mesa y no de cómic. Luego, la extrañeza. Lo abres y no entiendes nada. “¡¿Pero esto qué es?!”. Mil millones de libritos pequeños y posters y trípticos y cosas y más cosas. Eso no es un cómic. Bueno, respira hondo. Es Chris Ware, algún sentido tendrá todo esto. Tras mirar todo el guirigay de papel sobre la mesa, absorto durante minutos, piensas en cómo diantres se lee eso. Uno no sabe ni por dónde empezar. Buscas una guía, una referencia, ¡algo!, y Chris Ware se desorina en su casa de la risa. Te sientes estúpido por haberlo desordenado todo, y te lanzas al vago intento de ordenarlo tal cual venía para poder leerlo en orden. Craso error. Te rindes.

Una mezcolanza de formatos a la cual no sabes por dónde atacar. La atacas. La lees. El contenido es lo de menos. Esto es un ejercicio de forma. Sí, ejercicio, experimento, ensayo, investigación, tesina, lo que sea. Es Chris Ware. Es un científico del cómic, y del mismo modo que Newton o Maxwell llegaron a reducir la realidad del universo mismo a un puñado de corolarios básicos, Chris Ware analiza el lenguaje narrativo del cómic y, tras el preciso trabajo de sintetizarlo y aprehenderlo, lo manifiesta. Y a nosotros sólo nos queda aplaudir, pues de gente como él se nutre un medio. De los valientes.

Cuando terminé Building Stories me quedó la sensación de que poco o nada se podía ir más allá en cuanto al registro formal de la viñeta. “Que bajen el telón, que la función ha acabado”, me dije para mis adentros. Corrí a internet, a ver qué se decía de la obra. La verdad es que estaba tan entusiasmado como confuso, necesitaba una opinión externa. Miras el templo del cómic mundial, The Comic Journal, y antes de buscar caes en la cuenta de que Chris Ware es su sumo sacerdote, y que no te van a contar nada que no te vaya a aburrir. Entonces buscas en el google patrio, y nada. Piensas que el mundo se ha vuelto loco, que no puedes ser el único cuya vida comiquera haya dado un vuelco con esta obra. Y al final, resulta que casi es cierto.

Te sientes solo, pero es una de esas soledades cálidas, de las que dentro de muchos años, cuando toda la crítica ponga este cómic como una revolución, te permitirá decir “os lo dije”. Con mirada por encima de las gafas, por supuesto.

Si hay una obra que me hizo querer bucear más y más en el lenguaje del tebeo, que me demostró por todo lo alto que no era un medio menor limitado narrativamente a poner bocadillos en viñetas, esta, sin duda, es Asterios Polyp, de David Mazzucchelli.

Para un servidor supuso un mundo nuevo lleno de posibilidades. Por supuesto que había leído teoría, había visto obras muy elevadas en ese aspecto, pero todo era tácito, donde la teoría acariciaba de soslayo la praxis. Faltaba en mi universo comiquero algo que llenara el hueco de un tebeo capaz de demostrar por sí sólo todas las características del medio, una suerte de panfleto o listado de las herramientas de un artista del noveno arte, a modo casi de desglose. Ese hueco desapareció el día que Asterios Polyp llegó a mi vida, tras arrasar en los Esiner del 2010.

El descenso a los infiernos del egocéntrico arquitecto es una demostración continua de recursos. ¡¡¡Todo lo que podía imaginar utilizable en un cómic, hecho ya o no, estaba ahí!!! Y no creáis que se trataba de un relato donde narración y técnica iban por distintos caminos, no. Aquí nada supeditaba a nada, era un cómic perfecto, con todas las letras. Una maravillosa muestra del potencial del medio como yo no había visto, que llegué a leer, literalmente, diez veces seguidas en dos días. Una historia realmente humana, un viaje cotidiano en el que Mazzucchelli conjugaba colores según la letra, trazos según la escena o composición de página según el humor de los protagonistas. Una dualidad constante impregnaba la obra, basada en la pareja protagonista. Una dualidad sincronizada por maestros relojeros suizos. Ya hora sí que sí, yo no era el único subido al barco. El mundo entero aclamaba al autor por este cómic, noticia en medios generalistas y tema de debate y admiración continua en los medios especializados. Y no era para menos, porque Asterios Polyp me había parecido a mí los mismo que a –casi- todos: una obra maestra absoluta atemporal.

¿Y es que qué más le puede faltar a una obra capaz de desplegar un poder técnico sin parangón, innovar al punto de empujar el medio otro nivel, y para colmo llegar al corazón del lector con una historia sublime con la que es imposible no empatizar, con un desarrollo de personajes tan real como la vida misma, donde la travesía de yo al nosotros queda tan humanamente reflejada que es exactamente la que todos hemos vivido de alguna u otra manera? David Mazzucchelli quedó coronado como aquel Gran Maese que nos deleitó la mente, los ojos y el corazón.

La humanidad está condenada irremediablemente a la fusión de la carne y la máquina. Día a día vemos como los avances en prótesis solucionan la vida de miles de personas que perdieron miembros o habilidades. En una discoteca de Barcelona la parroquianos se inyectaron un chip de crédito para pagar pasando el brazo por un lector, los robots de las ferias niponas cada vez son más indistinguibles psicomotrizmente y el test de Turing pierde sentido a cada segundo. Este es nuestro mundo, y por eso Ghost in the Shell es un manga profético. Más de lo que me gustaría.

Hace ya más de veinte años que Masamune Shirow publicaba la que para mí es la obra ciberpunk más importante, cercando el subgénero y dándole la importancia que tiene, o mejor dicho, tuvo. La Mayor Matoko, una mujer de la que nada salvo su consciencia queda en un cuerpo totalmente robótico, a lo largo de sus aventuras en la policía japonesa, indagará –y de qué manera- en toda posible reflexión ético-filosófica que conlleva este escenario tan cercano: qué es un humano, hasta cuándo y cómo puedes seguir siendo humano, qué es el alma si es que existe, qué es la inteligencia, qué derechos puede tener una inteligencia artificial, qué es la consciencia… la lista de temas es interminable y han sido objeto de debate en mil y un foros universitarios.

Sinceramente, jamás he visto una obra de ciencia ficción, en cualquier medio, con la profundidad de Ghost in the Sell. Tanto en el manga como en el anime, cada capítulo abría una angustia sobre la especie que a mi yo jovenzuelo, volcado a las lecturas filosóficas, no le dejaban dormir. ¿Cómo era posible que un manga profundizara tantísimo en la dialéctica de Hegel? ¿En serio todo este discurso interno de la protagonista preguntándose qué era ella era una referencia constante y explícita al dasein de Heidegger? No, no estaba loco, y no era una relectura posmoderna de las que atribuían valores a una obra a posteriori. Ghost in the Shell era honesto desde el minuto uno. Un manga –o anime, pues se complementan- creado por una mente extremadamente versada en la filosofía como la de Shirow. Era alucinante. Había descubierto un mundo. La aplicación más directa que podría imaginar de tantísimos conceptos abstractos que traían de cabeza a las grandes mentes pensantes de la humanidad. Qué pasada, martilleaba constantemente mi cerebro.

Y lo mejor de todo era la construcción de una filosofía futura, sentando precedentes analísticos y sesudos para el hombre del mañana, para un mundo al que –creo yo- estoy seguro que nos dirigimos sin remedio y para el que no estamos preparados, en esta inercia tan descontroladamente perniciosa que arrastramos hace años.

Ghost in the Shell es, concluyendo, una obra profética, revolucionaria, sólo que aún no nos hemos dado cuenta, y con tanto valor filosófico que muchas tesis doctorales matarían por profundizar una ínfima para de lo ésta hace. Tan sólo hay que saber mirar por la cerradura adecuada.

Si no he leído todo Spiderman, poco me falta. Los clásicos, la morralla, los team-up absurdos, las obras maestras…Y por supuesto, soy un hijo de mi tiempo. Vengo de una época en la que los cómics no existían, condenados al ostracismo absoluto por la Xbox, los canales de TV de dibujos 24 horas y los niños con móvil. Vivir la infancia a finales de los 90 significa, ni más ni menos, no saber qué es un maldito cómic. Triste pero cierto, y más si vives en un pueblo. Así que para mi yo infante, como para el 99% de la población joven actual, hablar de Spiderman es hablar de la serie animada de Antena 3, con sus prerendizados cutres y su opening metalero. Esto, creo yo, me otorga una visión bastante parcial y alejada de toda nostalgia del bueno de Peter. Y atentos, que viene la bomba, y luego si eso me descuartizáis.

El mejor Spiderman, a años luz, es el guionizado por Joseph Michael Straczynski. Josemi para los amigos.

Y entre toda su extensa trayectoria, que no he venido a analizar ni argumentar, la saga Back in Black es mi preferida, aunque por apenas diferencia. Realmente me hizo tener esperanzas en Spiderman. Que lo que venía siendo un personaje arquetípico desde hace treinta años, podía cambiar. Pero cambiar él, no sus circunstancias. Evolucionar, ser más humano, adquirir carices de persona normal –no personaje de tebeo- y ampliar el espectro emocional hasta acabar convirtiéndolo en, al fin y al cabo, una persona real con todas las letras. O por lo menos, a mí fue la saga que me cambió el chip respecto a él. Hasta entonces, hasta JMS, sólo había visto un personaje de cómic, con todo lo que ello conlleva, totalmente anacrónico (obviamente) y plano.

Era la hora de evolucionar. Y evolucionó. Se acabó la condescendencia previa. JMS supo desde el primer momento que no se podía vender un producto tan alejado de su tiempo, donde lo maniqueo había dejado de existir, los restos del american way of life se habían difuminado hace años y la gente se cansaba de poder definir a su arácnido amigo en una línea.

Disparan a la tía May y Peter lanza un coche a la posición del francotirador para matarlo. Todos los fans pusieron el grito en el cielo. “¡Spiderman no hace eso! ¡Oh, qué mal qué mal! ¡Qué han hecho, él no es así! ¡Ay, que me da algo!”. Claro que Peter no es así. Porque no era un ser humano, era un personaje de cómic tan profundo como el reverso de un bote de champú. Una persona normal no siempre actúa racionalmente. Una persona normal comete fallos por dejarse llevar. Para una persona normal estaría más que justificado usar la violencia sin pensar en las consecuencias cuando disparan a su madre y lleva un mes en busca y captura, con el stress que eso conlleva. Peter Parker hizo lo que tenía que hacer en su camino a la humanidad: enfundarse el negro y jurar muerte a los culpables. Sin misericordia. Y JMS lo supo. Y este párrafo fue el que me hizo darme cuenta de que el Spiderman personaje de cómic moría y el Spiderman humano nacía:

«Bueno. Esto es lo que va a pasar. En el momento en que muera mi tía, volveré a por ti, y terminaremos lo que empezamos. Y, a partir de ahora, sabrás que no puedes hacer nada para detenerme. Acudiré a ti. Y contaré. Uno…Dos…Tres. Y luego… Estarás muerto. Te juro por mi vida y por su alma, por todo lo que me importa… que estarás muerto.»

Y es sólo un ejemplo de lo que este hombre hizo por el mito. Podrían sacarse mil más, pero a mí me gusta este, qué le vamos a hacer. Luego todo el trabajo se fue por la borda con Mefistazos y Quesadazos, y la escalera a los cielos de los superhéroes de alma compleja y rica humanidad quedó destruida. Volveremos a ver al Peter Parker complejo y humano, lo sé, porque yo no quiero vivir en un mundo en el que mi superhéroe favorito es un reflejo en el lodo de lo que un día fue.

No recuerdo ninguna etapa de mi vida en la que el valiente Calvin y el fiero Hobbes no me hayan acompañado. Cuando era un niño pequeño, me fascinaba el dibujo, ese trazo rápido y enérgico, con suerte coloreado, un amigo tigre y sobre todo, el Capitán Spiff, un guerrero espacial que era todo lo que un niño de siete años podía desear: esquivar gusanos de asteroide o ametrallar tiranos galácticos de verdosa piel. Pero no entendía nada.

Cuando me hice un niño no tan pequeño, todavía me atraía más la tira dominical de la que hablo. Empezaba a reírme con los encontronazos de Calvin con Susie e intentaba reproducir sus frases el lunes con alguna compañera de clase. Odié a mi niñera influenciado por Rosalyn, la férrea niñera de Calvin, y seguía soñando con tener un amigo tigre, porque, sinceramente, mis amigos humanos eran mucho más aburridos. Tampoco entendía las tiras de los padres de Calvin, o casi ninguna, o cuando hablaban de arte con palabras raras, que era siempre que salían muñecos de nieve, pero daba igual. Y seguía sin entender nada.

Me hice adolescente, mi bagaje creció y prácticamente todos los velos translúcidos que envolvían las tiras más enrevesadas se desvelaron. La frustración de los padres, las continuas referencias a la vida adulta, al trabajar, las discusiones con la Señorita Carcoma… Empezaba a comprender por qué Calvin & Hobbes tenía tanta fama por internet, aunque nadie de mi alrededor le prestara la más mínima atención. Disfrutaba muchísimo de la tira, sea cual fuera la orientación de esta. Era algo tan variado… Realmente mágico. Nunca sabías qué tono iba a tener la tira del día. Sólo sabía que me iba a encantar. Ahora bien, seguían habiendo referencias –pocas- demasiado enrevesadas, de vez en cuando un texto me desconcertaba y no lo relacionaba con nada, séase un nombre que no conocía o una cita de váyase-usted-a-saber-quién. Lamentablemente, seguía notando en mi interior que se me escapaba algo más, no sabía qué. Seguía sin entender nada.

Ahora, hecho yo un apuesto joven, le tengo pillado el truco a Watterson y que no espere que una referencia pedante en el subtexto de su tira me vaya a pillar desprevenido. Abarco la totalidad de su obra y tengo que decir que estoy enamorado de ella. Pero con los años me he dado cuenta de lo secundario que es todo su entramado de crítica y análisis social. Lo estúpido que era el sentirme estúpido por no coger a referencia de esta semana. Calvin & Hobbes no tiene nada que ver con eso. Tiene que ver con el corazón, con una retahíla de valores humanos que jamás uno pensaría que algo así puede entregar. El calor y las sensaciones que el rubio y el rayado me han dado, pocas cosas en la vida las repetirán. He crecido con ellos y son parte de mi vida, y gracias a ello, ahora, creo, empiezo a entender un poco Calvin & Hobbes. Lo más probable es que no entienda nada de nada, porque entenderlo sería entender la vida misma, pero llevo casi veinte años creciendo con ellos, y qué demonios, es un mundo mágico, explorémoslo.

Tardé mucho en leer 20th Century Boys. Hace muchos años, me hice una promesa a mí mismo. No leería ninguna de las grandes obras maestras del manga si no la compraba con el sudor de mi frente. Y eso se convirtió en un martirio en vida, pues Urasawa es mi autor nipón favorito y me faltaba hincarle el diente a su “segundo gran trabajo”, siempre al rebufo de Monster. Claro, debido al volumen del manga, y bajo esa premisa auto-impuesta, el desembolso de casi un par de cientos de euros en un manga se antojaba lejano, o por lo menos no prioritario.

Pero el día llegó. Un ciclo se cerraba, y por fin tenía enterito para mí el archi-conocido manga, uno de los eternos en las absurdas listas de tops objetivos y de una vez por todas mi amado Urasawa me perdonaría tal herejía. Tres días después de obsesión lectora, en un estado pseudo-catatónico, pude afirmarme a mí mismo que si me moría ahora, no pasaría nada, porque poco podía esperar de la vida tras leer 20th Century Boys.

Exageraciones aparte, y ahora con perspectiva, sigo fascinado con el thriller a tres líneas temporales que esconden sus páginas. Jamás me había sentido tan intrigado y enganchado por una lectura, sea cual fuera. La mano del Maestro Urasawa, en mayúsculas, para mantener el interés, dejar caer a goteo respuestas, abrir incógnitas y mantenerte en plena tensión participativa, devanándote los sesos con los misterios y la emoción, es sencillamente, insuperable. La red de relaciones, detalles y pistas que teje a lo largo de su ¿millón? de páginas es indescriptible. Sólo podía leer y leer, intentar adivinar, dejarme sorprender y desear ser sorprendido. El carisma de su decena de protagonistas era maravilloso, era imposible no quererles, y como siempre en su obra, el factor humano, cómo dibujaba sus sentimientos, saltaba del papel. Era Urasawa pero mejor. Mega-Urasawa. ¿En serio la gente prefería Monster a esto? ¿Pero estaban locos o qué?

El cándido pasado donde acontecía la infancia de los personajes, el duro presente donde el thriller puro y duro tomaba forma y ríase usted de los grandes del género, y la distopía futurista de la última línea temporal estaban tan bien reflejadas, tan bien separadas y a la vez tan bien unidas, que yo sólo podía quedar embelesado en la soledad de mi habitación. Se lo conté a todo el mundo, en éxtasis, grité a los cuatro vientos que era tan tan tan tan bueno que nadie se lo podía perder. Poco caso se me hizo. Para los que lo habían leído había pasado como otro manga bueno más, sin una gloria especial. Incluso me enfadé con unos en plena tienda de cómics. Si 20th Century Boys no era el techo del manga, que se parara el mundo que yo me bajaba.

A día de hoy, poco o nada me importa lo que se opine de mi piel hacia fuera. A mí 20th Century Boys me dio la experiencia más intensa de cuantas el arte me ha dado jamás, y punto. Jamás olvidaré a Kenji, a Otcho, a Kanna y a todos los demás. Jamás.

PD: De regalo, al autor cantando el himno de la obra, Bob Lennon. A alguien que canta no se le dispara.

Neil Gaiman. Ay, Neil Gaiman… Sobran calificativos. Aún recuerdo cómo llegaste a mi vida. Te había visto en la biblioteca del pueblo de soslayo, como quien no quiere la cosa, varias veces, en la desértica sección de cómics. Era yo un estúpido en plena pubertad y no te hice ni caso. The Sandman. Un vistazo rápido. Meh. A otra cosa, mariposa. Y luego, otra vez, pasado el tiempo. Con el mismo resultado. Me aburro a la segunda página. Para qué perder el tiempo.

Tiempo después, hablando con un amigo aficionado, me preguntó que siendo como era yo, cómo no podía estar enamorado del cómic de Morfeo y sus hermanos. Que le diera una oportunidad, que llegara hasta el infierno y le duelo con un demonio. No sabía de qué me hablaba, pero oye, le haría caso y en el mejor de los casos tendría razón él y me apasionaría, y en el peor conseguiría que se callara de una vez.

Entonces yo, alguien que consideraba al cómic un medio menor que jamás le llegaría a la suela del zapato a la literatura, me topé con esto.

Recuerdo sentir cómo todo mi paradigma se venía abajo. El castillo de prejuicios y menosprecios al cómic –el cual disfrutaba infinito pero no respetaba como ahora- quedó hecho añicos. Neil Gaiman tan sólo necesitó un puñado de las primeras páginas de su obra cumbre para darme la bofetada más merecida de la historia. Mi vida cambió. Si no fuera por ese instante, ahora no estaría escribiendo esto aquí. A medida que me sumergía en la maravilla neo-gótica que tenía entre manos olvidaba todo discurso fecal de técnica, narrativa, dibujo, etc. que tanto me llena la boca siempre. Con Sandman todo era uno: el cómic. Sin adornos. Era El Cómic. Pero mucho más a la vez: un universo fascinante, unos personajes crípticos pero magnéticos, mil referencias, unos arcos argumentales preciosos, una visión de la vida y la muerte en sí misma.

The Sandman era una lección en todos los sentidos. Al medio, y sobre todo, a mí mismo. La sensación de una historia de hace siete mil años alrededor de una hoguera contada por el anciano de la tribu. Esa es la sensación que me invade cada vez que lo releo. El mito. Le leyenda. Lo imperecedero. Lo desconocido. The Sandman es una historia, y nada más que una historia.