#ZNCine – Jungla de Cristal, el sueño de una noche de Navidad

Echamos la vista atrás y montamos nuestro belén favorito formado por el edificio Nakatomi, John McLane y un grupo de malvados ¿terroristas?

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Dirección: John McTiernan
Guion: Jeb Stuart, Steven E. de Souza
Música: Michael Kamen
Fotografía: Jan de Bont
Reparto: Bruce Willis, Bonnie Bedelia, Alan Rickman, Alexander Godunov, Paul Gleason, Reginald Veljohnson, William Atherton, Hart Bochner, De’voreaux White, Robert Davi, Grand L. Bush, Wilhelm von Homburg, James Shigeta, Bruno Doyon, Andreas Wisniewski, Clarence Gilyard Jr., Dennis Hayden, Al Leong, Gary Roberts, Bill Marcus, Matt Landers, Rick Ducommun, George Christy, Anthony Peck
Duración: 131 min.
Productora: 20th Century Fox, Gordon Company, Silver Pictures
Nacionalidad: Estadounidense

El familiar estruendo de un avión descendiendo sobre la pista llena la pantalla mientras vemos a la aeronave descender recortada contra el candil del atardecer de Los Angeles. Tras una breve conversación con un pasajero sobre trucos con los dedos de los pies para evitar el jet-lag, John McLane (un Bruce Willis que nunca ha sido tan Bruce Willis como aquí) recoge su equipaje en la termina acompañado de un gigantesco oso de peluche (un regalo que suele significa «te quiero» o «perdón«, adivinad cuál es en este caso) mientras el título de la película aparece en pantalla con unas inquietantes campanillas navideñas de fondo. Así es como da comienzo Jungla de Cristal (lo sentimos por nuestros queridos lectores latinoamericanos, pero en España estamos completamente atados emocionalmente a ese título, por lo que para nosotros nunca será Die Hard). Todos tenemos películas que nos hacen pensar en la Navidad: para muchos es imprescindible ver Qué Bello es Vivir al final de la Nochebuena en una de esas clásicas emisiones televisivas; para otros puede ser Gremlins, Solo en Casa o qué demonios, hasta Batman Vuelve: nuestra película favorita navideña puede estar relacionada con la generación a la que pertenezcamos, pero sobre todo tiene que ver, como casi todo lo que rodea a la Navidad, con nuestra educación sentimental, esa sensación que sólo nos dan nuestras películas de cabecera cuando las vemos una y otra vez de volver a casa. De estar en casa. Para mí, esa película es Jungla de Cristal, y por eso este año, especialmente este año en el que tanto hemos padecido, en el que tanto hemos perdido y en el que muchos no tienen hogar al que volver por Navidad ni seres queridos a los que abrazar, me apetecía especialmente hablaros sobre mi película navideña y por qué está por encima de otras propuestas más sentimentales o apropiadas para la época en mi corazoncito cinéfago; no pretende ser esta entrada un análisis de la película, ni mucho menos: para eso ya tenéis en la red excelentes artículos, como el que le dedicaba a la saga nuestro compañero Jordi T. Pardo allá por el 2013 con motivo de la publicación del cómic basado en el personaje de John McLane, o la monumental e imprescindible biblia sobre la primera película que levantó el gran Rafa Martín de Las Horas Perdidas; tan sólo me apetecía juntar unas letras ahora que se acerca Nochebuena para tratar de indagar por qué Jungla de Cristal puede ser más relevante este año para hablar de tantas cosas, de los héroes de clase trabajadora, de los artesanos del cine… en definitiva, para tratar de contaros por qué, para mí, el edificio Nakatomi es casa. Se oye en los últimos tiempos una frase relacionada con Jungla de Cristal que siempre me divierte, y que revela cómo las desventuras de John McLane se han convertido en cinta de culto por estas fechas: no es Navidad hasta que Hans Gruber se precipita al vacío con el rostro desencajado. Pero pasaron muchas cosas antes de que a Alan Rickman le avisaran a destiempo en su caída de ocho metros. Démonos prisa, que la Nochebuena está cayendo sobre la ciudad angelina y un policía de Nueva York quiere reconciliarse con su esposa y, quién sabe, tal vez arreglar las cosas y pasar la Navidad juntos.

John McLane disfrutando de la Nochebuena

Si Jungla de Cristal es la Navidad, los tres Reyes Magos de esta historia son sin duda Lawrence Gordon, Joel Silver y John McTiernan. En 1988, año en el que se estrenó Jungla de Cristal (como todo blockbuster que aspirar a algo se estrenó en verano, a pesar de estar ambientada en Navidad), los dos productores y el director ya se habían curtido en grandes títulos: Gordon era un productor ya considerado un peso pesado en la industria, con cintas como The Warriors (Los Amos de la Noche) -algún día les dedicaremos el artículo que se merecen- o Límite: 48 horas en su haber; McTiernan tenía como gran éxito hasta el momento Depredador, que había realizado con Silver el verano pasado al estreno de Jungla de Cristal; pero Joel Silver era caso aparte: una auténtica figura de productor descrito como una fuerza de la naturaleza, Silver era temido y respetado a partes iguales; era de esos productores que estaba a pie de plató, que se desvivía por sacar adelante la mejor película posible y que no dudaba en dar forma e inmiscuirse con todas las facetas de la producción, desde las creativas a las técnicas. De los tres, Silver era el que más forma había dado hasta el momento al cine de acción de los 80, enlazando ni más ni menos que Comando (1985), Arma Letal y Depredador (ambas en 1987). En el fantástico libro Jungla de Cristal: La Historia Visual Definitiva, de James Motram y David S. Cohen que edita Norma Editorial (y donde podéis encontrar multitud de jugosos detalles de la saga), John McTiernan es el encargado del prefacio, y lo primero que hace, en un ejercicio de sinceridad, es reconocer que Jungla de Cristal fue casi tanto una obra de Joel Silver como suya, tal era el peso de Silver en la película.

La idea de ambientarla en Navidad fue, eso sí, un cúmulo de decisiones que comenzó con Lloyd Levin, mano derecha de Gordon, que encargó al guionista Jeb Stuart la adaptación de la novela Nothing Last Forever; Stuart es una de las piezas clave de la creación de Jungla de Cristal, aunque su importancia siempre es eclipsada por las grandes figuras que entraron más adelante en la producción; fue durante esa fase inicial de escritura del guion donde Lloyd le sugirió que la historia tuviera lugar con un Los Angeles nevado (cosa bastante inusual en la climatología angelina); fue una de esas sugerencias arbitrarias tan de productor, pero su deseo se cumplió en parte: Stuart reconoció enseguida que la ambientación navideña le sentaba más que bien a la trama y, aunque finalmente no nevó en la película, sí lo hizo de manera metafórica con los bonos al portador convertidos en añicos de blanco papel cayendo cual copos de nieve sobre los protagonistas al final de la película. El otro detalle que ayudaba a la ambientación navideña de la cinta era que parte de ella se rodó literalmente en fechas navideñas, con una producción a contrarreloj y un rodaje que comenzó a principios de noviembre de 1987 para estrenarse en el verano de 1988; toda una locura de planificación para una producción de esa envergadura que sería completamente impensable hoy en día.

John poco antes de meter la pata con Holly

Pero si bien Silver tuvo una gran importancia en la película, si hay alguien a quien le debemos que Jungla de Cristal fuese la cinta que hoy conocemos, ese es John McTiernan: fue él quien desde un principio quiso quitarle peso dramático al guion, demasiado lúgubre y pesimista, para virar hacia la aventura y el entretenimiento, y convertir a los siempre desagradables terroristas en ladrones mediante el engaño. Su gran influencia para reconvertir Nothing Last Forever en Jungla de Cristal fue, sorprendentemente, la obra de Shakespeare El Sueño de una Noche de Verano:

«Buscando, encontré una obra que hablaba de una noche festivalera en la que sucedía algo descabellado para todos los que estaban implicados en la historia y en la que el mundo quedaba patas arriba. Durante esa noche, los príncipes se convierten en burros y los burros en príncipes, y por la mañana el mundo recuperaba su naturaleza y los amantes volvían a reunirse».

Ahí es donde encontramos las bases narrativas que hacen de Jungla de Cristal una película tan especial: John McLane no era el típico héroe de acción de los 80, donde los musculados titanes casi indestructibles eran la tónica; al contrario, el personaje interpretado por Bruce Willis admite desde el principio su inferioridad con respecto a los terroristas liderados por Gruber y se centra en intentar pedir ayuda; McLane es uno de esos personajes con los que estás a muerte desde el minuto 1 (ese alivio al aterrizar que enmascara su miedo a volar, ese viaje para intentar arreglar las cosas con Holly estropeándolo en su primera conversación a solas o esa decepción al darse cuenta de que ella se ha cambiado el apellido al de soltera -en un ejercicio perfecto de narrativa sin diálogo- lo hacen más humano que la mayoría de protagonistas de cintas de acción de la época). La interpretación de Willis de un tipo íntegro pero con un carácter difícil («-Sigue vivo. -¿Cómo lo sabes? -Sólo John es capaz de cabrear a alguien así») atrapado en el peor momento y el peor lugar, hacen que empaticemos sobremanera con McLane; para cuando el ascensor se abre en la planta de la fiesta y descubrimos junto a los terroristas a Tony, muerto en la silla con un gorro de Papá Noel y escrito en la camiseta «Ahora tengo una metralleta. Ho-Ho-Ho«, nosotros, como espectadores, ya tenemos claro que el burro se ha convertido en príncipe como en las mejores historias.

Ahora tengo una metralleta… Ho ho ho

Esa integridad de McLane bajo su mundana condición de policía de otra ciudad se ve reflejada en otro de los personajes más importantes de la película, el de Al Powell (interpretado por un siempre fantástico Reginald VelJohnson -para muchos siempre será el inolvidable Carl Winslow de Cosas de casa-), quizás el alma de la película con esas confesiones a través del walkie-talkie con John, el único apoyo de McLane fuera del edificio y que también esconde, bajo su típico aspecto de policía obeso aficionado a los dulces, una historia de arrepentimiento y redención inesperada en una cinta de acción. El triángulo de buenas personas de clase trabajadora se completa con Holly (Bonnie Bedelia), convertida al momento en representante y protectora de los rehenes que no tiene miedo de enfrentarse cara a cara a los terroristas. En el otro lado de la balanza tenemos a los supuestos príncipes de la función a los que la película pone en su sitio: los ineptos superiores policiales, la pareja de agentes del FBI (Johnson y Johnson, no somos hermanos) y personajes como el de Ellis (Hart Bochner), un prototipo del yuppie despreciable de los 80 precursor de Patrick Bateman al que, a pesar de todo, McLane intenta salvar de su fatal desenlace a manos de Hans. Y cómo olvidarnos del ambicioso periodista que descubre a los hijos de Holly y John amenazando a su niñera con llamar a inmigración, un William Atherton que sumaba un nuevo papel detestable (a pesar de ser considerado por todos los que le conocen como una bellísima persona) tras su Walter Peck en Cazafantasmas.

Ellis, un genio negociador (hazte así, que tienes algo en la nariz)

Por el camino de esta historia navideña de príncipes y burros, Jungla de Cristal no deja de dejarnos boquiabiertos con un despliegue visual impresionante, donde el talento de McTiernan y Jan de Bont se combina con un diseño de producción espectacular y sin ayuda de los, por aquel entonces, inexistentes efectos por ordenador. Todo en Jungla de Cristal se siente real porque, en la mayor parte de las escenas, lo es, empezando por el propio Nakatomi era el Fox Plaza, un edificio de la productora donde rodaron casi toda la película, apoyados por el set de la Fox que estaba al lado del edificio. Las escenas de peleas (brutales tanto la de Tony con la caída por las escaleras como el enfrentamiento final con Karl -un impresionante Alexander Godunov, del que dicen la gente de las oficinas de la Fox se agolpaba en las ventanas para admirarle cuando llegó a firmar su contrato-) respiran crudeza, y la propia fragilidad de McLane llega a su punto álgido con los cristales clavados en sus pies; los helicópteros del FBI que sobrevuelan el Nakatomi Plaza volaron realmente (unas reliquias de la guerra de Vietnam) por los cielos de Los Angeles; el salto de McLane de la azotea con la explosión y la manguera atada a su cintura (una escena rodada por el propio Willis), y así podríamos seguir con innumerables ejemplos de proezas técnicas y cinematográficas, como todas las soluciones visuales que Jan de Bont tuvo que sacarse de la manga rodando en localizaciones muy difíciles y con un McTiernan que intentaba darle una inédita agilidad a la cámara contraviniendo las anquilosadas convenciones a la hora de rodar de la época. Todo en Jungla de Cristal se aunó para darnos uno de los mejores regalos de Navidad que como aficionados al cine de entretenimiento podíamos esperar.

Cuando, hace unos años, tuve el placer de escribir un artículo en Zona Negativa dedicado a Regreso al Futuro (toma autocita), recuerdo que la describí en un momento dado como un gran cajón de juguetes al que siempre vuelvo, y en el que siempre descubro algo nuevo con lo que jugar. Con Jungla de Cristal (y como con todas nuestras películas favoritas) me pasa exactamente igual: ambas son completamente atemporales, a pesar de estar atrapadas en sus cápsulas de tiempo, en el caso de Jungla de Cristal con esa puya metida a propósito sobre la invasión económica japonesa que sacudió el país durante los ochenta y que tan bien se resume en este hilo de twitter de hace unos pocos días. Pero más allá de interpretaciones, legados (la fórmula del gato y el ratón entre McLane y los terroristas se convirtió en cliché repetido hasta la saciedad) o cultos navideños, Jungla de Cristal es, para mí, una muestra de la perfección artesana que puede suponer el cine a la hora de secuestrarte durante dos horas, y todo el esfuerzo de una industria ya inexistente para juntar en un mismo proyecto a un fenomenal equipo humano y artístico con el poder de transformar un edificio corporativo de oficinas de una avenida cualquiera de Los Angeles en el escenario de leyenda de una aventura que, aún hoy en día, sigue siendo una de las cúspides del cine de acción. La magia de Hollywood, la llamaban.

Qué bello es morir

Hablando de la industria, hay una anécdota contada en el libro de James Motram y David S. Cohen que me pareció tremendamente reveladora, y casi fue el germen de este pequeño artículo más aún que la excusa navideña; cuando Joel Silver se incorporó a la producción, una de las primeras sugerencias que le hizo a Stuart sobre su guion fue que la azotea del Nakatomi tenía que explotar; cuando Stuart argumentó que si explotaba podría ser visto como un fallo de McLane al no evitarlo, la respuesta de Silver fue tajante:

«Ese no es mi problema. Mi problema es que no voy a hacerle pagar a nadie doce dólares por una entrada para una película y a tenerlo dos horas bajo la lluvia en Westwood, esperando en la cola del cine, para que luego el puto edificio no explote. Ese es tu problema».

Cuando la leí, comprendí de golpe el paradigma en el que se movía Silver como productor: no en el de mirar esos doce dólares en el bolsillo del espectador como un mero objetivo final que infle una taquilla a toda costa; Silver le estaba dando un valor a esos doce dólares y a ese espectador que sienta el culo en una sala de cine sin más objetivo que el de pasar un buen rato, y quería no ya estar a la altura de sus expectativas, sino revertírselas y volarlas por los aires. La película como bandera. El dinero, el éxito y la repercusión, como premio al trabajo bien hecho. El respeto al espectador. No quiero ni mucho menos con esta diatriba ponerme en modo nostálgico, pero sí da que pensar en qué posición como espectadores nos deja la industria actual (con honrosas excepciones dentro de las superproducciones con ejemplos como los de James Cameron o Christopher Nolan), donde con nuestra cuota de streaming tenemos películas al peso y, como decía Desirée de Fez en un reciente (y fantástico, como siempre) artículo, nuestra manera de usar y tirar hace que poco se nos quede grabado ya de una semana a otra mientras pasamos a la próxima cinta de moda, y que sólo puede ser o una obra maestra o una tremenda decepción.

Al Powell, un amigo al otro lado del walkie

Ah, sí, Hans. La Nochebuena está llegando a su fin, y el pobre Hans Gruber, alias Bill Clay, se enfrenta al fin a McLane en un duelo de western, como el western que ha sido Jungla de Cristal desde el principio con el héroe llegando en el asiento de copiloto de una limusina en vez de a caballo. Alan Rickman, todo un acierto de casting a pesar de las dudas desde la productora, creó al villano definitivo vestido con un traje hecho a medida y burlándose del pobre cowboy de McLane, quien le responde con su legendario Yippee Ki Yay, motherfucker. No sabemos si pensará en ello mientras cae al vacío sorprendido por cierta pistola pegada a la espalda con cinta adhesiva navideña al estilo de la placa de metal pegada al cuerpo de Clint Eastwood en Por un puñado de dólares, pero nosotros pensamos que su final ha estado a la altura de su personaje. Antes del final feliz, una última bala redentora de un error del pasado nos recuerda que Al Powell es el escudero perfecto de nuestro héroe, y la mirada de complicidad entre el agente y Holly Gennaro McLane en la que sobran las palabras nos demuestra que la buena gente tiene la maravillosa capacidad de reconocerse entre sí. Los engaños han sido desvelados y los amantes se reúnen. Y así termina el cuento de Navidad, con Let it Snow comenzando a sonar y el otro fiel escudero de McLane, Argyle (De’voreaux White), comentando para sí (y con nosotros) aquello de

«Si es así como pasa la Navidad, yo no me pierdo el Año Nuevo».

Ya estoy en casa. Feliz Navidad.

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ultron_ilimitado
ultron_ilimitado
Lector
22 diciembre, 2020 20:05

No es navidad hasta que Hans Gruber cae desde lo alto del edificio Nakatomi.

Jorge Alberto
Jorge Alberto
Lector
23 diciembre, 2020 12:44

Con la Jungla de Cristal aprendí que el verdadero espíritu de la Navidad es matar a un montón de terroristas al mismo tiempo que tratas de salvar tu matrimonio.

Raúl López
Admin
23 diciembre, 2020 17:03

Brutal artículo Samuel!!

Juan Iglesia Gutiérrez
23 diciembre, 2020 23:13

Fantástica reseña!
Un film con mucho más de lo que parece. Acción, comedia, romance, crítica social, sarcasmo, ironía…
Cuando eres pequeño te encantan las peleas, las explosiones y el carisma de McLane. Pero luego vas pillando más cosas: el juego rastrero del reportero («avise a los niños o llamo a inmigración»), el yupi farlopero que solo quiere beneficiarse a Holly, el periodista guaperas e idiota («Helsinki, Suecia»), los curritos acojonados por el FBI («corta la luz, que me la estoy jugando! que no sabes cómo está esto!»), la poli y el FBI tratando de aparentar control mientras todo se va al carajo («soy el jefe de policía de Los Ángeles, estoy al mando. Eso se acabó»), el extremo cinismo de los ladrones (pues el terrorismo es su coartada, pero no su motivo) («Amanecer Asiático? Los conozco del Times»)….
En fin, una película inagotable.

Last edited 3 años atrás by Juan Iglesia Gutiérrez